DEPORTES › EL PARTIDO EN FUERTE APACHE, LA PATRIA CHICA DE CARLOS TEVEZ
El barrio más estigmatizado. El pibe que aprendió a jugar en su potrero, el más aplaudido. Es Ejército de los Andes, en Ciudadela. Es Carlos Tevez. Es Carlitos, para los vecinos que lo vieron nacer y ayer se desvivieron por él.
› Por Cristian Alarcón
Durante los cuarenta minutos que lleva el partido, los muchachos que lo miran en el boliche de Benito, los cincuenta mil que lo siguen en cada departamento repleto de hinchas de Fuerte Apache, lo nombran como si se tratara de una palabra que de decirla se puede volver amuleto: Carlitos, Carlitos, dale Carlitos, dicen, mientras en la tele el pibe la mueve como sólo él, y se convierte, otra vez, en la estrella de un partido que dejó a todo el mundo con las ganas del festejo desaforado que planeaban para una goleada zarpada. Ayer, en el barrio Ejército de los Andes, los vecinos de Carlos Tevez siguieron los dos tiempos entre la nostalgia del pibe que vieron jugar ahí nomás, en la canchita del módulo 1, y el orgullo de ser la cuna de un ídolo mundial.
Hacía mucho que el cronista no andaba por el barrio, tanto como el tiempo que pasó desde que se derrumbaron las torres aquellas y una batalla entre la gente y la policía le empañó la fiesta al intendente Hugo Curto. Entonces, Carlitos todavía no era famoso ni había protagonizado escándalos chimenteros, y nadie pensaba que Fuerte Apache se haría internacional no por su fama tumbera, sino por el pródigo hijo que con talento y un don de gente extraordinarios haría felices a los paulistas hasta que lo adoraran como propio. Por eso, porque hacía mucho de los toscazos y la dinamita, es que parecía improbable conseguir un vecino conocido para caminar por entre los monoblocks.
Máxime cuando de a poco, y de desencuentro en desencuentro, se fueron haciendo las cuatro de la tarde sobre la avenida Corrientes, casi Obelisco, con documentos sobre narcos en las manos. Resignado a no llegar, a tener que cambiar de nota y escribir sobre los giles que laburaban en distintas faenas en el lugar en el que se suponía que serían los festejos, el cronista se burló de sí mismo y sacó la libreta, perdedor de antemano. Fue entonces cuando un muchacho bien parecido le preguntó si era él, fulano, al que buscaba con mal tino hacía varios minutos. Era el remisero. Y mucho más que eso: era el guía enviado por el cielo. “Nacido y criado en Fuerte Apache”, dijo, y aceleró su Fiat Duna rojo.
Javier, el enviado de Tevez, avanzó por la autopista tan ligero que todavía no terminaba el primer tiempo cuando el silencio raro de las cuatro y media se sintió al cruzar hacia el fondo del barrio. Para entonces sabíamos que desde el primer partido en Fuerte Apache esperaban el momento de Tevez. “Es un pibe al que lo ama todo el mundo. Es impresionante. Al mismo tiempo lo ves y podés estar con él normalmente”, contó. “Los chicos que tocan con él en el grupo que tiene –Piola Vago, se llama–, paran con un amigo mío. Salí a bailar con él y todo.” Javier vive con su vieja, tiene a la novia en el módulo ese que pasamos, y no es de Boca, así que no le han temblado las piernas al tenerlo cerca. Pero en los alrededores del Nudo 1, la cosa es más fuerte. Allí nació Tevez. En ese potrero que no mide ni para fútbol cinco jugó de pibe. Esos que están bajo el toldo frente al televisor lo conocen desde que era un pibe, esos los que lo nombran: Carlitos, Carlitos, vamos Carlitos.
A los 39 minutos del primer tiempo, el relator dice que Tevez “caracolea” a un par y se pone tan cerca del arco que lo cortan y entonces viene el corner. El cronista ignora de fútbol hasta lo más elemental. Para impostar una masculinidad exacerbada, una vez un fotógrafo le enseñó la frase: “¿Qué onda el Chicho Serna?”. El cronista, puesto a charlar con el numeroso grupo de fans que siguen a Carlitos, acompañado de una reportera gráfica de origen japonés que es piropeada en todos los tonos por la concurrencia, piensa que lo mejor es comenzar con aquella muletilla: “¿Qué onda Carlitos Tevez?”. “¡El único que no lo conoce acá sos vos!”, le dice bien alto uno de los muchachos. Tiene toda la razón. “¿Pero cómo ha jugado?”, volvió a equivocarse el cronista. “Jugó bien. Encaró muchas veces”, le contesta otro de esa pequeña multitud sorprendida por el flashde un diario que, dicen, “no llega al barrio, hay que pedirlo”. Entre la espontánea verborragia colectiva, Carlos –“trabajo por mi cuenta”, dice–, treinta años en el barrio, cuarenta de vida, rememora la figura del pibe común que Tevez tenía en ese recodo: “Uno acá siento orgullo, el mismo orgullo que él siente por nosotros”, dice. “Este es un buen barrio. Ahora podemos decir que está un poco más tranquilo”, abunda.
En la mesa del fondo a la izquierda, un pibe sonríe de costado como Carlitos. Tiene las orejas grandes como Carlitos. La mirada de Carlitos. “¡Ese es el doble de Carlitos!”, grita uno de los muchachos. Capucha, le dicen. Y sí, de todos los que están ahí es el único que se atreve a contar cómo es que jugaban en la canchita de al lado, ahora apenas caminada por unos pibitos de jardín de infantes que lucen diversos diseños de la camiseta argentina, y no le prestan mucha atención al partido. “Jugábamos por el sánguche y la gaseosa. Teníamos siete, ocho años”, cuenta. Capocha, que tiene 24 y hasta abril estuvo privado de su libertad por un error cometido con la propiedad ajena, se llama Ricardo Rodríguez y sigue los pies de su amigo de la infancia con la esperanza de que ese pase, el siguiente, sea el gol. “¡Tevez! ¡Tevez! ¡Tevez”, dice el relator, y Capocha sufre y disfruta, y toma otro sorbo de cerveza, y convida. “A pesar de que éste es un barrio marginado para el resto de la sociedad, es un orgullo que salga para todo el país y el mundo un pibe como Carlitos. Acá lo quiere todo el mundo. A él y a la familia, por respetuosos, por buena gente.”
–¿Qué les pasa a ustedes cuando lo ven jugar en el Mundial?
–Se siente la piel de gallina –dice uno de los muchachos desde el fondo.
Javier conoce a los pibes de la banda de Carlitos, así que aprovechamos para buscarlos en el ciber donde paran a unas cuadras, pero el pibe del ciber dice que se fueron todos a la casa del Oscuro, en Belgrano. Así que volvemos a los nudos: frente al Club Social y Deportivo Ejército de los Andes hace meses que funciona otra parrillita con habitués variopintos, la de la Mona, un habitante de los que llegaron al comienzo, con el fuego listo y un televisor bajo un alero. “Es un orgullo, porque siempre nos tuvieron marginados, discriminados. Ahora él viene a ser un Maradona”, dice junto a las brasas sacando un choripán para que acompañe al vino que corre en caja, generoso. “Vamos. Vamos. ¡Vamos! ¡Vamos Carlitos!”, ruega el relator. “¡Vamos Carlitos!”, ruge la monada.
La muchachada está en su mejor momento, mitad del segundo tiempo. La reportera se acurruca a un costado del televisor esperando el gol en la cara de estos hombres devotos de Tevez. Pero rosa el cable del aparato, débil, precario, y se resiente la calidad de la imagen de inmediato. “¡Decile a la japonesita que no toque el cable!”, brama, medido, un fanático. “¡El cable señorita!”, dice otro, remilgado. “¡El cable!”, grita el cronista, desesperado. Es tan encantadora la fotógrafa que entre todos la ayudan, mueven la tele, recuperan la imagen. La muchachada agradece y un hombre ya grande, de ojos verdes muy claros, se acerca al oído y sin que nadie lo escuche dicta: “Quinto grado hizo en este colegio de acá con el pibe mío. Una excelente persona. Hay algo que no sabe nadie... Cuando él viene ayuda a la gente. Hablar de Carlitos me emociona –dice y se le quiebra la ronquera–. El viene como vos, está sentado ahí como vos, y acepta lo que le ofrecen, se come su choripán, podés hablar con él, es de corazón”.
A su lado hay otro vecino que quiere dar testimonio. Con las mejillas pintadas con colorete azul y blanco, acomoda lo tomado en el fondo de la garganta y cuenta lo mismo, que con él no hace diferencias: “El no va a decir, ‘no lo dejés pasar al Santia porque está en pedo’”. El Santia ensaya una galería de la fama del barrio y recuerda que en el ’78 Passarella se vino con Houseman fugados de la concentración y que Galíndez, el boxeador, solía pasear con sus amigos del lugar. “El Fuerteha dado mucha gente, buena y mala”, dice. A unos metros, tres mujeres terminan de colgar las banderas que ellas mismas cosieron para vender en estos días de Mundial: a doce pesos las más grandes salen mejor si gana la selección, aunque ya hay muchas en los balcones. Y en el boliche de Benito en la tele se escucha esa última oportunidad de los holandeses que patearon afuera. Al partido, a Carlitos, los muchachos le dedican un largo y respetuoso aplauso. Algunos muestran los recuerdos: el autógrafo del pibe guardado en el portadocumentos. Capocha anda con un amigo que también jugaba con Carlitos en la canchita de al lado: “Me iba a buscar a mi casa y marcábamos la línea con cal”, cuenta. El sol de las seis de la tarde es de un violeta extraño sobre los nudos de Fuerte Apache. Capocha, con ese porte tan parecido al de Carlitos, cruza la canchita y desaparece en un pasillo lateral, orgulloso, contento, cerca del triunfo colectivo, en el barrio de siempre.
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