DEPORTES › OPINION
› Por Mario Wainfeld
La gente: Riquelme, por citar un ejemplo de ayer, lanza un tiro libre rasante, un buscapié. Tevez se arroja a buscarla. Y este cronista, que es un troncazo pero cuyo cuerpo voluminoso conserva una memoria básica, estira un pie como para empujarla sin levantarla. No hace falta ser un sociólogo para concluir que ese movimiento, de probada inutilidad práctica, debe haber sido repetido por millones de argentinos (valga la expresión) de a pie. Las reacciones colectivas ante ciertos estímulos culturales masivos propenden a la uniformidad o, por ser más preciso y democrático, a un consenso intuitivo muy mayoritario. Algo bastante similar pasa con las emociones. El partido contra Serbia y Montenegro conmovió de modo casi incontenible, una de esas alegrías que se subrayan con lágrimas y piel de gallina. Unisex en ambos casos. Por mencionar ejemplos cercanos, la humedad ocular fue la respuesta compartida del corresponsal de este diario en Alemania (Juan José Panno, un cronista con mucho millaje en fútbol y en mundiales) y de la colega Nora Veiras, quien lo miró por la tele desandando su costumbre de no mirar los partidos.
El tenso enfrentamiento con Holanda –hecho relevado en el bar que fatigó el autor de estas líneas, en otros de la zona, en la redacción, en la calle– dejó una satisfacción confortante, revalorizando a los jugadores y al técnico ante la hinchada que otorgó su aprobación.
Los jugadores: La Selección Argentina volvió a apelar a recursos nobles. Arriesgó más que su adversario, trató de ganar siempre y, según el riguroso mereciómetro de Página/12, debió triunfar.
Los jugadores conservaron un nivel alto y relativamente parejo. Los debutantes estuvieron a la altura del desafío, rayando muy alto Gabi Milito. Dos veteranos con apodo de animal, Abbondanzieri y Ayala, están disputando su último Mundial y hacen gala de templanza y sabiduría. Ordenan al resto e irradian calma y espíritu ganador. A diferencia de Tevez o Messi, que tienen dos o tres copas más en su futuro, el Pato y el Ratón saben que ésta es su bala de plata y a fe que están apuntando bien.
Tevez fue un fenómeno y quizá le abrió el único resquicio para la polémica a José Pekerman, si repite contra México la dupla Saviola-Crespo, cuya eficacia en el área grande se añoró ayer.
El chico Messi, más allá de su habilidad y de la velocidad sobrenatural que tiene con la pelota, tuvo la cortesía de validar la convicción del técnico de regatearle la titularidad con sus intermitencias y un individualismo mayor que sus compañeros.
El deté: Pekerman sigue ejercitando la delicadeza de no sobreactuar ante las cámaras de TV (un vicio extendido entre sus colegas argentinos) y se abstiene de hacer de fiscal de los árbitros por infracciones ajenas supuestamente impunes o castigadas con permisividad pseudo garantista. La relación del técnico de la Selección con la opinión pública es frágil como el cristal, asediada por la crítica contrafactual o por el traspié deportivo. Sin hacer alarde arrogante de sabiduría, el hombre viene encontrando un equilibrio zen que ojalá siga logrando: no reniega de sus convicciones y va capturando la sensibilidad colectiva. Si continúa así, podría conseguir probar algo asombroso para las mayorías de las tertulias de café: tal vez un profesional sensato y concienzudo que ha consagrado años de trabajo y estudio a una especialidad entienda más del tema de su competencia que un profano, cualquiera de los tantos que estira el pie sólo en bares o en la paz de su hogar.
La liga: La Selección ligó menos que en los dos partidos anteriores. Con Côte d’Ivoire se puso 2-0 sin haber establecido ni por asomo esa diferencia. Con Serbia fue un vendaval, pero también concretó en gol dos de sus tres primeras jugadas de riesgo. En el primer tiempo de ayer hubo dos o tres situaciones muy factibles que no se coronaron. Las hipótesis científicas verosímiles son dos, una agorera, otra muy edificante. La preocupante es que el dios Júpiter, que es medio bilardista y desdeñoso de “la nuestra”, decidió desprotegernos y nos acaba de enviar una señal.
La interpretación más promisoria es que los dioses, conociendo que Argentina no ganó al hilo sus tres primeros partidos en el ’78 ni el ’86, nos han propiciado la mejor circunstancia imaginable, el cumplimiento de una cábala comprobada. Si Suecia derrotara a Alemania, una “sorpresa” no imposible, cabría considerarlo un guiño desde el Olimpo. En el Mundial del ’74, ganado por los germanos de locales, le pegaron un buen susto y jugaron un partido memorable.
El tiempo saldará este debate. El resultado será siempre satisfactorio para los deterministas que, en cualquier caso, dirán que lo ocurrido era lo que inexorablemente debía pasar.
Lo que viene: La ronda eliminatoria directa es siempre infartante y sobran casos de grandes equipos que quedaron de a pie. En finales les tocó Hungría ’54 y Holanda ’74 a mano de los alemanes. Según nuestro mereciómetro a cuarzo también hubo injusticias flagrantes en rondas previas: Alemania ’70 y Brasil ’82 a manos de la mezquina Italia, un equipazo danés en 1986 dejado en el camino por España. Y a riesgo de parecer hereje o cipayo, Brasil ’90 a manos del afortunado equipo argentino. Ni siquiera los mejores tienen cerrado el acceso al podio, mucho menos la Copa.
Lo que viene es un porvenir de senderos que se bifurcan merced a la dinámica de lo impensado. Todo puede sobrevenir, máxime cuando un empate puede significar el regreso anticipado y cuando da la impresión de que sólo Alemania le jugaría a Argentina a cambiar gol por gol y no a asilarse atrás. Al cierre de esta edición, la percepción preponderante –tras la conmoción pasional del viernes pasado y los serenos pero prolongados aplausos concomitantes al pitazo final contra los naranjas– es una confianza sobria que nace del rectángulo de juego y se contagia a las tribunas.
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