DEPORTES › LA CIUDAD ENVUELTA EN LA TRISTEZA MAYOR
Los pies que se arrastraban, los ojos que ardían, las banderitas que se remataban a precio de liquidación. Un recorrido en medio del duelo porteño.
› Por Carlos Rodríguez
“Qué tristeza hay en ti, no pareces igual.” Con una sonrisa cínica, el taxista, mientras escucha la infaltable Radio 10, desafina un hit de los sesenta y simula reírse de un dolor que, sin embargo, no le es del todo ajeno. “Mejor que perdió Argentina. Yo también estuve viendo el partido y jugamos bastante bien, pero si ganábamos esto se iba a llenar de gente y eso siempre es bueno para que los ‘ladris’ se hagan el jornal.” Por suerte para el tachero, la amarga reflexión que intercambió con un colega, los dos parados con sus autos en la esquina de Cerrito y Diagonal Norte, frente al Obelisco, no llegó a los oídos de ninguno de los 500 estoicos que ayer, a pesar de la derrota por penales, se arrimaron hasta el símbolo de Buenos Aires para gritar –poco– o llorar –mucho– la derrota del equipo de José Pekerman. Más allá de los incondicionales que alientan siempre, cualquiera sea el resultado, la tristeza, el dolor, la bronca, eran los signos que arrastraban, tanto como sus pies, los que salían de los bares del centro, minutos después del último penal ejecutado –valga la expresión– por el Cuchu Cambiasso.
Dos parejitas de novios, embanderados y encamisetados de celeste y blanco, se abrazan sobre el cemento, que ayer estaba frío como gol alemán diez minutos antes del pitazo final. “Pobres chicos, hicieron lo que pudieron. Jugaron mejor, pero ellos tienen todo el orto.” Paola, sin el mínimo intento de secar las lágrimas que corren por sus mejillas, se apiada de los jugadores argentinos y escupe sobre la legitimidad del triunfo de Alemania. Todo es silencio o media voz. Los únicos gritos que sobresalen son los de los vendedores de camisetas o remeras argentinas: “¡Dos por diez pesos! ¡Dos por diez!” La voz de Santiago, en la esquina de Cerrito y Rivadavia, tiene el sello de la angustia profunda. “Hasta las dos de la tarde las vendía a 20 pesos cada una y si hubiéramos ganado, ni te cuento”, dice mientras se agarra la cabeza por la catástrofe.
Una mujer de pelo negro y tez muy blanca espera en la esquina de Corrientes y Carlos Pellegrini, mientras se ajusta su bufanda con los colores argentinos. Llega la amiga que esperaba, se saludan y cuando intercambian dos palabras surge cruda la verdad: son alemanas. “No fútbol, no fútbol. Somos turistas, sentimos mucho la tristeza. Mira, tengo tus colores.” La mujer, que se llama Ulrike, se ríe algo nerviosa, pero recupera la calma cuando un grupo de personas se arrima en son de paz.
Sobre la Plaza de la República, en el mástil que quiere competir con el Obelisco, dos hinchas rociados –por dentro– con alcohol etílico ajustan una bandera argentina y la van izando despacio, con unción de granaderos sin caballo. “Perdemos, ganamos, los argentinos aquí estamos”, canta uno de ellos, con la gracia de un ebrio triste.
Un flaco acalorado pasa con su gorro de Arlequín y la camiseta manga corta número 8, de Riquelme, la de los dorados tiempos de los torneos juveniles. La imagen despierta la ira de un grandote: “¿Quién puede defender a Riquelme?”, se pregunta con enojo. Su amigo lo retruca: “El gol de hoy fue más de Riquelme que de Ayala. Además, cuando lo sacaron a él y a Crespo empezamos a perder”. Los dos DT aficionados siguen discutiendo mientras caminan, sin rumbo, hacia Callao.
En Cerrito y Perón, un gordo barbudo, con porte de barrabrava, lleva colgada en la espalda una bandera y se dirige a los transeúntes en tono de predicador electrónico: “Perdió Argentina, sea bueno/buena, tíreme unas monedas. Yo no voy a salir a robar, sólo estoy pidiendo”. Logra arrancar más sonrisas que dinero. Unos chicos, tirados sobre la vereda de Lima, en la esquina con Avenida de Mayo, planean trepar 20 metros, hasta la terraza de una farmacia, para descolgar un enorme cartel que muestra a una bella enfermera rubia, del tipo alemana, que cruel en el cartel hace el típico gesto con el índice sobre los labios, llamando a silencio. “Hasta la propaganda se nos puso en contra”, se lamenta uno de los pibes. Mientras los 500 estoicos del Obelisco inician el triste regreso a casa, el centro de la ciudad va recuperando el ritmo habitual de un viernes por la noche, al compás de una tristeza que parece no tener fin.
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