Dom 02.07.2006

DEPORTES

Asuntos internos

› Por Juan Sasturain
Desde la casa

Se dicen tantas boludeces... En esta doméstica columna también, claro. Pero trato de que sean boludeces –adhesiones y repudios– de cabotaje, referidas a cuestiones del juego: gustos, pareceres, afectos y desafectos espirituales. Discusiones de estética y del corazón –incluso éticas, perdonando la palabra– entreveradas con el fútbol, que es lo que nos gusta e interesa. El fútbol como juego, la competencia y el desempeño de sus actores. Es decir: lo que pasa dentro de la cancha. Cuestiones internas, si se quiere. Por eso, si a veces nos salimos del fondo verde y sus inmediatos alrededores para soltar un exabrupto respecto de personajes ajenos –tan ajenos como nosotros, claro– al juego mismo, es porque las boludeces dichas (y ajenas) trascienden largamente lo futbolero e implican juicios soberbios, apreciaciones arteras, mezquindades y pequeñeces que califican sólo a quienes las profieren (Quedó muy fuerte y retórico esto último, parece...).

Viene a cuento porque, después del hermoso Francia-Brasil y “sin querer queriendo” –como decía el filósofo mexicano–, es el momento de taparles la boca a los imberbes enterradores de Zinedine, el Maestro, que soportamos y denunciamos en su momento, tras los primeros partidos. Cualquier lector de Edgar Poe sabe lo terribles que son los entierros prematuros. El Sub-35 que tanto nos gusta y bancamos desde estas endebles columnas –llegue hasta donde llegare, de aquí en más– jugó ayer durante una hora larga el mejor fútbol que se ha visto en la Copa del Mundo. Sobre todo porque fue ante Brasil, que es Brasil, siempre. Y porque de la mano –decir “de los pies” en este caso es lo mismo– de Zizou y con la jerarquía soberana de los dos pistones del medio –Vieira y Makelele– más la fineza agresiva de Henry y el acople del resto mostraron cómo se sale jugando de un partido trabado.

Hay un dato revelador. El partido fue bueno porque había grandes jugadores de los dos lados –cinco, por lo menos, de los diez mejores del mundo estaban ahí–, ya que los planteos de sus técnicos fueron igualmente poco generosos, excesivamente cautos: sólo un delantero pleno de cada lado, y un festival de volantes. Llegaron muy poco para lo que jugaron. Hace un par de décadas o ayer mismo, sin Domenech y Parreira sino con tipos menos especuladores a la hora de plantar el equipo, era un partido de cinco goles. Y sin embargo alcanzó con lo que hubo, fue hermoso.

Francia venía al Mundial con problemas, de “asuntos internos” fuera de la cancha: recelos, rumores, puterío, camarillas, rencores. Eso no nos importaba ni nos importa ahora. Ayer los “asuntos internos”, dentro de la cancha no fueron el problema sino la solución: el lado interno del pie derecho de Zidane desde el piso de Munich, el lado interno del pie derecho de Henry en el aire (¡qué definición!). La pelota voló 25 metros de uno a otro, sin interrupción, y terminó en la red. Y eso no lo hizo el planteo táctico de Domenech sino la soberbia calidad de dos intérpretes, dos jugadores de fútbol.

La última: nos gusta que haya ganado Francia por cómo juega, pero no nos alegra la derrota de Brasil. A mí me encanta cuando les ganamos nosotros... Antes que Alemania o Italia, preferiríamos que siguieran ellos. Porque nos gusta el fútbol. No participamos tampoco de ningún entierro prematuro del Gordo y de Kaká, o de la subestimación de Ronaldinho, jugadorazos. Acaso entierren dentro de un tiempo y con todos los honores a sus laterales, uno a cada costado de la línea, en el Maracaná. Pero ya está. Hoy fue la fiesta azul de Zizou: humille, Maestro.

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