› Por J. J. Panno
Duro, durísimo el día después. Estamos en un modesto hotel de Berlín, que en épocas de cuartos de final de Mundial tiene precio de cinco estrellas en Montecarlo. Por la ventana se filtra un sol tremendo que ilumina el rostro de Van Gogh, serio el hombre mirando desde una lámina descolorida. Demasiada luz diaria para el pobre. Uno quiere manotear la mesita de luz para ver el reloj y se choca contra la pared lateral pintada de blanco. No es pared, es un finísimo tabique de durlock. Se empiezan a entender las particulares medidas de la habitación: cinco metros de largo por uno y medio de ancho. Una pieza chorizo que en realidad es la mitad de un cuarto; en la otra mitad, calcula uno con el pesimismo que es clásico a estas horas, otros dos argentinos se empiezan a despertar como nosotros, con la garganta seca, los ojos rojos, las piernas pesadas, la sensación de derrota en todo el cuerpo por más que el cerebro ordene estúpidamente que no, que no es para tanto che, que es un partido de fútbol y nada más después de todo. Si no son dos argentinos son dos alemanes que se vinieron desde lejos y ahora duermen a pata ancha después de una interminable noche de festejo. ¿Cuántos eran los tipos y las minas de negro, rojo y amarillo que hasta las tres y media de la mañana celebraban en la Puerta de Brandeburgo, frente al zoológico, en la Alexanderplatz, en la estación central de trenes. Miles, decenas de miles, parecían millones. “Finale oh oh... finale oh oh oh”, cantaban una y otra vez. Y uno se despierta con la itálica melodía sesentista dándole vueltas en la cabeza, finale y el flaco Franco tirándose para el otro lado, finale y Messi en el banco, finale y Sorin y Cambiasso quebrados, finale y los alemanes escuchando respetuosamente el himno, finale y el arbitro eslovaco escuchando respetuosamente las sugerencias de la FIFA para inclinar de a poquito la cancha, finale y uno quisiera imitar la filosofía de Josefa, la simpática mucama del hotel de Nuremberg que cuando perdió España dijo: “Bueno, pues a casita, a comer paella”. Finale. Siamo fuori.
Prendemos la tele para ver la temperatura. Dan una de terror a las 9 de la mañana: un programa infantil con conductores tipo Las Trillizas de Oro. Hay pibes pateando penales. Con pelotas de plástico contra una madera pintada. Son todos rubiecitos. Unos aciertan, son los de camiseta blanca; otros, erran son de camiseta amarilla Alemania-Brasil, la final anticipada. Apagamos la tele. Greco, canta con filosa ironía y como si fuera hincha del Cádiz, con pretendido acento andaluz: “Hemos venido/ a emborracharnos/ el resultado nos da igual”. Nos reímos de nosotros mismos, saludamos a Van Gogh y nos vamos.
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