Mar 04.07.2006

DEPORTES

Diario de viaje

› Por J. J. P.

Pequeño balance interno: tocamos suelo alemán el 5 de junio en Munich y de ahí partimos hacia Nuremberg, la ciudad elegida por casi todo el periodismo nacional como sede, porque la Selección Argentina estaba concentrada en Herzogenaurach, a 30 kilómetros. De Nuremberg viajamos a Munich para el partido inaugural y de ahí a Hamburgo para el debut de Argentina. De Hamburgo a Hannover para ver a Italia con Ghana, de Hannover a Berlín para ver Brasil-Croacia, de Berlín a Nuremberg, de Nuremberg a Gelsenkirchen para el segundo partido de Argentina, y así sucesivamente. Estuvimos en Francfort, Hamburgo, Berlín, Munich, Gelsenkirchen, Hannover y Dortmund, además de Nuremberg... Vimos 15 partidos en la cancha y por lo menos el 80 por ciento de los demás por televisión, viajamos en rápidos trenes más de cien horas y recorrimos más de 15 mil kilómetros. Por eso, cuando el calendario mundialista nos dejó un respiro entre los cuartos de final y las semifinales, ya con Argentina fuera de competencia, lo primero que hicimos fue, sí señor, subirnos a un tren y viajar hasta una ciudad de la que nos habían hablado maravillas: Bamberg. Eso sí, un viaje cortito: 70 kilómetros. Valió la pena. Montada sobre 7 colinas, la llaman la Roma de Franconia y también la ciudad del ensueño, la pequeña Venecia y un montón de apodos más que se pueden resumir en un dato: por su extraordinaria belleza fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.

Chiquita, pintoresca, esta ciudad, fundada hace mil años, a orillas del río Regnitz, que desemboca en el Danubio, invita al paseo, a perderse entre las callejuelas, a pararse a admirar sus iglesias y sinagogas que se mantienen intactas porque Bamberg no sufrió casi bombardeos durante la Segunda Guerra Mundial, a dar un paseo en una canoa por sus canales, al que no nos atrevimos. Sólo faltaba el gondoliere cantando alguna canzonetta referida al partido de Italia con Alemania.

El punto culminante fue un plato de salchichas blancas con una ensalada de no se sabe qué, con cerveza negra, ahumada, propia del lugar, en un restaurante típico con largas mesas de madera que compartimos con turistas-hinchas que tienen la dicha de que sus equipos sigue en carrera en el Mundial: franceses, italianos y portugueses. Para quedar bien, todos nos dijeron que creían que la Argentina debía estar jugando todavía y nos preguntaron quién creíamos que iba a salir campeón.

Greco no dijo nada, pero por debajo de la mesa le mostró a una francesa de ojos verdes una camiseta oficial azul eléctrico con vivos rojos y blancos que había comprado para su sobrino Alejo. No quedó claro si es porque piensa que Francia va a salir campeón o porque quería engancharse a la mina.

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