DEPORTES › OPINION
› Por Facundo Martínez
Ciegos, sordos y mudos, esta parece ser la actitud que adoptan los dirigentes del fútbol argentino con respecto a los barrabravas que, admitámoslo, acogen en sus clubes. Basta con ir a cualquier cancha de primera, segunda, tercera y cuarta división, para dar cuenta de esta convivencia, cuyo desarrollo se da naturalmente. Y aunque parezca imposible determinar cuál es el verdadero poder que estos grupos ejercen sobre las instituciones, eludir el tema resultará siempre el peor camino.
Cada día que la discusión se posterga, este fenómeno del fútbol, penosa deformación, cobra más fuerza. No importa cuán periódicas o esporádicas sean sus exteriorizaciones, sino que ante cada una de sus manifestaciones se vuelve a presentar la posibilidad de atender el asunto con compromiso y responsabilidad, sin hipocresías.
Lo que sucedió en River, los aprietes y el daño a los autos de los futbolistas por parte de los barrabravas que tomaron por asalto el estacionamiento del club, no es sólo el resultado de un día de furia de un grupo de hinchas “desconocidos”, como intentan explicar los dirigentes de River. Las barras bravas llevan más de cincuenta años engrosando sus raíces en el fútbol argentino, fortaleciéndose. Tanto que los esfuerzos aislados por erradicarlas terminan generalmente en la nada, consumidos por la inoperancia y la falta de colaboración de quienes corresponde.
Hasta el momento, la única solución que parece caberle al problema es el adormecimiento, el del uso controlado cuyo costo real, económico y político se desconoce, aunque no sea tan difícil inferirlo: los barras exigen dinero, entradas, viajes y hasta el reconocimiento del club, que además debe integrarlos. Qué irónico resulta ver a los barrabravas de Boca repartiendo juguetes en el Garrahan junto a jugadores del plantel.
Que quede claro. No es que volvió la violencia, sino que nunca se fue, como sostiene con acierto Amílcar Romero, especialista en el tema. Y tiene razón, la violencia siempre está, muestre o no sus dientes y, por eso, sin dudas, es inaceptable considerar “injusto” que se les exija a los dirigentes de River, o de cualquier otro club, que libren la primera batalla contra este avance violento.
Los jugadores de River dijeron que, de seguir así la relación con los barras, “va a llegar un momento en que va a dar miedo salir a la cancha (Carrizo)”, o que tendrán que ir a los entrenamientos con “chalecos antibalas (Nasuti)”. Quizás exageren un poco, quizás no. El presidente de River, José María Aguilar, quien prometió “tratar de ordenar las cosas para que el plantel pueda seguir actuando libremente”, deberá declarar en estos días en la Justicia por los incidentes mencionados. Ojalá que sus palabras sirvan al menos para encender este debate que nos debemos todos, absolutamente.
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