DEPORTES › OPINION
› Por Diego Bonadeo
Todo, o casi todo, era inimaginable. En aquel invierno de 1965, cuando la selección argentina de rugby, recién bautizada como “Pumas” por algún periodista sudafricano que poco sabía de yaguaretés vernáculos, encontró un resquicio para ponerse en el mapa de los que internacionalmente tallaban al ganarle 11-6 a los Junior Springboks.
Es que ni siquiera se pensaba por entonces en lo que sería una realidad 22 años después, o sea la primera Copa del Mundo, la de 1987, la que Nueva Zelanda le ganó en la final a Francia, la de la frustración argentina, barrida por la selección que luego ganaría el torneo, ya en la rueda de clasificación, en la zona que además de neocelandeses y argentinos, agrupaba a italianos y fidjianos.
Pero desde entonces y hasta ahora, durante 42 años, este juego –para quien esto escribe y junto al fútbol, el más maravilloso de todos– tuvo en nuestro país un desarrollo fantástico. Fundamentalmente porque en todos los foros vinculados al rugby se discutía justamente sobre eso: el juego. Y lo hacían todos. Con los jugadores a la cabeza. Como ahora.
Cuando son justamente los jugadores los grandes protagonistas de esta nueva versión de la Copa del Mundo y también quienes, desde su condición de profesionales, salen a bancar paradas de sus compañeros más débiles –por amateurs–, ganándole por goleada por coherencia y por argumentos a la miopía de quienes salen a cuestionar desde una artificiosa cultura supuestamente nac&pop, y a la inveterada necedad de los supuestos dirigentes.
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