DEPORTES • SUBNOTA › EL PARTIDO DE IDA DE LA SEMIFINAL TUVO UN CLIMA EXCESIVAMENTE RECALENTADO
› Por Sebastián Fest
Desde Madrid
Es ley de la naturaleza: si se calienta líquido en exceso, al final hierve. Y el superclásico español, que venía moviéndose por aguas cada vez más tórridas, ayer quemó como pocas veces. “Hablemos de fútbol”, había pedido el martes Javier Mascherano. Imposible, porque estaba todo dado para que hubiera más “partido” fuera que dentro de la cancha. El 2-0 del Barcelona, el doblete de Messi, lo verdaderamente importante, podría parecer para muchos la anécdota de la noche.
Porque desde el césped alto y no regado para perjudicar al veloz y preciso Barcelona, hasta el rugido de furia contra Josep Guardiola al ser nombrado en el Bernabeu, pasando por los ánimos alterados de buena parte de los protagonistas, todo se conjugó para dar forma a una verdadera noche de furia. Expulsado Pinto, expulsado Pepe, expulsado Mourinho, y Sergio Ramos que no jugará el martes la vuelta en el Camp Nou: las semifinales de la Champions League está ardiendo.
Fueron 3000 aficionados del Barça contra 90.000 del Real Madrid, como es habitual en un fútbol español que no conoce el equilibrio ni el duelo de hinchadas. Todos con los ojos puestos en los dos José, Mourinho y Guardiola, protagonistas de un duelo de declaraciones el martes que la tribuna del Bernabeu sintetizó con ironía en un repetido cántico que reversionaba la clásica Guantanamera y se burlaba de las explosivas frases del técnico del Barcelona: “¡El puto amo, Mourinho es el puto amo...!”.
En la cancha no había deseos de fútbol, sino de venganza, de aplastar al adversario. Y Vicente del Bosque, el seleccionador español que había confesado su preocupación por los enfrentamientos entre compañeros que nueve meses antes fueron campeones mundiales, no habrá pasado una buena noche.
Busquets, Arbeloa, Piqué y a veces Ramos fueron nombres reiterados en las faltas violentas, los tumultos y las provocaciones. Hombres como Xavi, Xabi Alonso y Casillas buscaron, siempre que pudieron, calmar los ánimos. Pero no era noche para calma. Vociferantes y constantemente al límite en sus áreas técnicas, Mourinho y Guardiola daban órdenes y mantenían la tensión de sus jugadores. Pedro, uno de los más castigados por los rivales, recibió una sesión de golpecitos en la espalda y una fuerte sacudida con ambas manos por parte del técnico catalán, que se jugaba la vida.
El final del primer tiempo llegó con un tumulto a partir de la tensión entre Keita y Arbeloa. Pinto, el arquero suplente del Barça, terminaría siendo expulsado por lanzarle un manotazo a un provocador Arbeloa, pero también por tomar del cuello a Chendo, el delegado del club local.
Hasta que llegó la dura falta de Pepe a Dani Alves. El estadio estalló de furia, Mourinho inició una tensa conversación con Puyol y las imágenes remitían a un conflicto bélico: camilla naranja rodeada de asistentes vestidos con chalecos del mismo color, que depositaron al golpeado Alves en “territorio” del área técnica blaugrana apenas llegó a ella.
Y entonces llegó la expulsión de Mourinho, que había lanzado irónicos aplausos al árbitro alemán, un no muy feliz Wolfgang Stark, y a su colega en el otro banco.
El “uh, uh, uh” con selvático tono gutural para herir a un recuperado Alves fue la última y fútil alegría de muchos hinchas blancos, porque enseguida apareció Messi, la estrella que opaca a todas las demás. Dos goles, uno fulminante, otro heroico, para dejar al Barcelona con un pie y tres cuartos en la final de Wembley. Que es, al final, lo que realmente importa.
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