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Una noche en Casablanca
› Por Facundo Martínez
Hay equipos que la memoria siempre se encarga de rescatar, repitiendo como un canto épico los nombres de sus integrantes y también sus hazañas; equipos cuyos jugadores parecieran conocerse de memoria, poniendo el pase justo ahí, donde el compañero se sabe que espera o pasará; equipos a los que alcanza con verlos una sola vez para recordarlos muchas más y –éste podría ser el caso del que formó Marcelo Bielsa– equipos a los que la memoria, en una suerte de desdoblamiento macabro, les juega malas pasadas, haciéndolos aparecer y desaparecer como por arte de magia.
Frente a Marruecos, a la Selección le falló la memoria; no todo el tiempo –eso sí que sería grave–, pero sí lo suficiente como para que en el recuerdo, varios pasajes de este partido no sean más que un blanco inmenso, sin ninguna posibilidad. Porque si bien los jugadores no habían olvidado el trabajo táctico (los constantes centros de Delgado y ahora también de Solari, los tardíos piques de Crespo por la franja central, las constantes idas y venidas de los volantes), pasó que sí olvidaron ese elemento fundamental, que hace que las jugadas puedan convertirse en gol, acaso en un remate apenas desviado. La pelota.
Fueron los africanos los que durante la primera etapa intentaron, con poco en el pasado pero mucho entusiasmo en el futuro, la gloria de llegar jugando, tocando al arco de Cavallero, como hacen los que saben. De verlos quizá, tan simples y claros, durante 45 minutos, los argentinos se despertaron, abrieron bien los ojos, acosados o seducidos por el recuerdo de un fútbol propio, sin dudas más atrevido; un fútbol que no va por carriles, sino que, más bien, vuela.
Sucedió que Bielsa recordó que podía probar con Riquelme, olvidando el 3-3-1-3, volviendo al 3-3-2-2 que había querido negar desde el arranque, y el partido cambió, para mejor. Delgado dejó el surco y tiró alguna que otra diagonal, D’Alessandro fue y vino, giró o amagó con la pelota como atada a los pies y hasta González se sintió goleador –a falta de Crespo, quien frente al arquero Lamyaghri no recordaba lo que debía hacer–. La Selección había recuperado la pelota, la memoria acerca de quién debía ser desde el principio el protagonista exclusivo de esa noche en Casablanca.
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