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El espejo que mejora
La felicidad es un revólver ardiente, escribió John Lennon cuando para Los Beatles el futuro quedaba lejos. Nadie reescribió esa línea cuando un fan enfermo usó contra él un revólver ardiente, una tarde que ya es historia, la tarde en que murieron los 70. La felicidad es un partido de Argentina en el Mundial, pareció decir ayer Buenos Aires, que volvió a ser como era cuando su nombre sonaba mítico: una convivencia demencial de millones de desvelados jugando a ser partes del todo. El lento ritual de las cosas fue más lento que nunca, pero resultó inexorable, como un mecanismo de relojería, como si las multitudes tuvieran un legado genético a la hora de decidir qué hacer. ¿Habrá habido una madrugada más masivamente desvelada que ésta? ¿Habrá habido alguna vez un choque más flagrante de contradicciones, en una tierra arrasada que, sin embargo, se niega a aceptar la hipoteca de sus sueños? Argentina jugando el Mundial como una potencia, temida y respetada, llena de jugadores valiosos, se presenta como una deformidad, vista desde esta ciudad en que duelen los mendigos, los chicos de la calle, la lluvia que se empeña en hacerla a sonar como un tango. El fútbol es por primera vez en la historia un espejo que nos mejora. Acaso por eso estamos todos como emocionados, ahora que el susto del comienzo pasó. Los que nos quedamos viendo ParaguaySudáfrica, con sobredosis de café, sabemos que el esfuerzo vale la pena. Es que a las 6.30 empieza Inglaterra.
En una nota extraordinaria, una carta de amor a su hermano, el seleccionador nacional, el jurista Rafael Bielsa, sintetizó ayer así lo que millones de argentinos sienten, ahora que las papas queman de verdad: “En un país saqueado por la cultura del atajo, por el enciclopedismo de la avivada, por la abolición del prestigio a manos del éxito, por la erudición del ‘sálvese quien pueda’, sería lindo que muchos culpables se permitieran pensar que también es posible la victoria yendo por donde corresponde, sin recurrir a las distracciones de los otros como principal argumento, esperando si hay que esperar, en la convicción de que sólo podremos salvarnos si hay con quién”. Un Mundial es algo demasiado importante para dejarlo en manos de estos tipos, piensa ahora el futbolmaníaco, buscando en la modestia del zapping algo más que gritos y lugares comunes. Mariano Clos, la cultura del atajo; Fernando Niembro, la abolición del prestigio en manos del éxito; Carlos Bilardo, el enciclopedismo de la avivada, y Quique Wolf, un erudito del sálvese quien pueda, le hacen extrañar a sujetos que quisiera no extrañar. Ni hablar del relato libreteado .presuntamente piola. de Miguel Simón. Pero con esta harina hay que hacer el pan, se dice recordando lo que dice Román Lejtman que decía el Chacho Jaroslavsky, hablando del Congreso argentino. El equipo es mucho mejor que sus relatores, en una de las impecables metáforas sobre el país que el fútbol ofrece.
A las 3.15 de la mañana, en el entretiempo, la ciudad se llena de gritos de aliento: de alguna manera hay que sacarse de encima la contractura de los primeros 45 minutos. Después, todo ocurre como si el libreto hubiese sido escrito por Dios, que, ya se sabe, es argentino:corner de Verón al segundo palo, cabezazo de Batistuta y gol, gol, gol, gol, gol. El resto no fue silencio, sino un festival de fútbol de buena leche y riqueza técnica. Un equipo que se salvó a sí mismo porque tuvo lo que hay que tener (que no es sólo huevos, sino, antes que nada, generosidad). La felicidad es un partido de Mundial ganado.
Nota madre
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