DEPORTES • SUBNOTA › OPINION
› Por Pablo Vignone
Hace menos de un mes, cuando los dirigentes de San Lorenzo pretendían que renunciara para no tener que pagarle el contrato completo, el entrenador Gustavo Alfaro se plantó y resistió el embate. Hizo respetar su proyecto, que no había variado mucho desde el momento en que, menos de seis meses antes, la administración Savino lo había contratado. El domingo dirigió a su equipo. Gestos como ése de Alfaro venían a verter una gota de dignidad sobre el áspero paño de una profesión groseramente manoseada.
A 20 metros de Alfaro, al borde del campo, se paró el domingo Reinaldo Merlo. Un rato más tarde eligió el camino opuesto para lograr el mismo efecto. Que es como dignificar el fútbol. Decidió no dejarse manosear. Acaso porque era demasiado consciente de su condición fusible en tanto entrenador, acaso porque imaginaba que sin los refuerzos que le prometieron y no llegaban su campaña en la Libertadores 2006 sería de vuelo corto, acaso porque advirtió un desagradable movimiento de pinzas entre futbolistas y dirigentes, acaso porque recordó cómo fue su llegada al club, Mostaza se puso agrio.
No es la primera vez que se va pegando un portazo en un momento delicado. Pero sí fue la primera ocasión en la que eligió cambiar esa sonrisa de compromiso –que dice todo sin palabras– por las palabras mismas. Palabras con fértil entrelineado.
Porque, al fin de cuentas, parece que la caótica situación deportiva de River no ha sido producto de las casualidades. Quedarse sin entrenador a una semana de comenzado el año o, peor aún, someter a una deshonra patética a un club que hace votos (o poco más que eso) para emerger de una espantosa sequía de resultados, marca una responsabilidad ineludible. Merlo era empleado de River. Los futbolistas son empleados. Los dirigentes no.
Los hinchas de Boca se ríen por motivo doble: “Ahora, el cabaret es River”, la gozan. El observador neutral siente lástima por el maltrato al que someten a uno de los principales protagonistas del fútbol argentino. Conferencias aquí y allá, declaraciones encontradas, idas y vueltas; como si quisieran parafrasear la canción que tanto entonan sus fanáticos, el quilombo más grande sigue siendo River Plate...
Podrá reprocharse la ocasión en que Merlo decidió su salida, pero no los argumentos. Podrá reprocharse el estilo que el entrenador suele poner en práctica para modelar a sus equipos, pero no su convicción. Fueron a buscarlo para apagar un incendio y mientras tanto dejaron que se provocara otro. Cuando en un colectivo se plantea semejante disputa por la autoridad, ningún fruto pródigo puede emerger de la campaña.
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