DEPORTES • SUBNOTA › OPINION
› Por Susana Viau
Pasado –es un decir– el Mundial, la controversia se centra en lo que aún tiene tela para cortar: el cabezazo de Zinedine Zidane. En realidad, no se trata de la reacción del francés, bien penalizada por cierto, sino de lo que la generó, frases racistas, menciones a su familia. Marco Materazzi no lanzaba palabras al voleo, sabía qué decía, sabía para qué lo decía, conocía el valor que aquello tenía para Zidane, imaginaba su reacción, la buscaba y la encontró. “Argelino terrorista”, “terrone”, referencias a su madre enferma y a su hermana. Es frecuente escuchar que esas manifestaciones –el recuerdo a las madres, las mujeres o las hermanas de los adversarios–, son “habituales en el fútbol”, son “cosas del partido”, como si el rectángulo y los 90 minutos colocaran a los protagonistas en una dimensión diferente, fuera del planeta, en una galaxia donde, si se trata de palabras, todo está permitido, precisamente porque en el fútbol, el lugar de las palabras, lo ocupa otra gramática, la que traduce el pensamiento en destreza física, en coordinación neuromuscular, inteligencia plasmada en el manejo del cuerpo. El resto es silencio. Sin embargo, las reglas del juego castigan con dureza creciente la obstrucción, el golpe, el foul alevoso, el contacto de la mano y la pelota. La agresión verbal, las pullas subrepticias, verdaderas o falsas, utilizadas como arma arrojadiza para volver loco al destinatario, son un juego. El juego es lo único serio; lo que, en cambio, se dice en el campo, se dice “jugando”, no está permitido por las reglas pero está legitimado por usos y costumbres.
Pero ocurre que hay palabras que son más punzantes que un estilete, más filosas que una navaja, que hacen más estragos que una bala. Hay palabras que dejan sin palabras. Mi hijo era un niño pacífico, de buen carácter, lleno de sentido del humor, la agresión le era por completo ajena. Sólo dos veces lo vi golpear, dominado por la ira: la primera, cuando otro chico lastimó intencionalmente a su hermana menor; la segunda, cuando un compañero de colegio le gritó “argentino de mierda”. Ambas, muy parecidas a las que Materazzi escogió para provocar a Zidane. Zidane explicó: “Soy un hombre”; eso no significaba “soy un macho” sino “soy un hombre, por encima de un futbolista”; se excusó, pero no se arrepintió. Tenía razón, su cabezazo –bien de barrio– era, francamente, un alegato antirracista más claro, más impactante que las pedorreces, eso sí, políticamente correctas, que les hicieron leer a los capitanes, cada uno en su idioma, antes de comenzar los encuentros. Después de todo, la final del Mundial 2006 tuvo lo suyo.
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