DEPORTES • SUBNOTA › OPINION
› Por Susana Viau
Se jugaban, como siempre, dos partidos. Uno en la cancha, en la pantalla. La experiencia enfrentada, en Vélez, a la ilusión. Un equipo de figuras –Boca– pero sin líderes, sin eso que se designa con una palabra vulgar, referentes; otro –Estudiantes–, encolumnado detrás de su técnico y de su capitán. Habría que preguntarse cuánto pesa, cuánto vale la comunión que, en circunstancias especiales, se respira en un grupo humano. Comunión y grupo, dos palabras que se adaptan bien al Estudiantes que ayer se llevó el gato al agua. Se siente la tentación de pensar que, en eso, se reencuentra con lo que fue a fines de los ’60 y, sin embargo, sería un error. Aquel plantel también era una piña, pero una piña que, además de una secuencia de éxitos, creaba una mitología de la maña, del truco, de la avivada. Era el Estudiantes de Zubeldía, un modo de hacer las cosas en el que lo que cuenta es ganar no importa a qué precio. Este Estudiantes, sin deslumbrar, quizá, lo hizo de otra manera. Boca, en cambio, llegó al miércoles en medio del ruido, de la hostilidad hacia un técnico resistido desde el principio, de las sospechas de favoritismo en los arbitrajes, de un partido presumiblemente –y no importa por qué razón– entregado. Así, igual, bien se puede arribar al triunfo, pero ese mal sabor inhabilita para disfrutar de la felicidad legítima que le salía por los poros a la gente de Simeone y de Verón. El mar de fondo nunca augura nada bueno, ni para los ejércitos ni para los deportes colectivos.
El otro partido se jugó afuera y superó la estrecha rivalidad del Boca-River. Lo consignó, por televisión, un periodista. Dijo, más o menos y calibrando bien el estado de ánimo general, que una línea dividía a las hinchadas de Boca y Gimnasia del resto del universo. ¿De dónde salía tanta animosidad? Tal vez era la respuesta a la arrogancia del festejo anticipado, a los globos de la Bombonera, el domingo pasado, ante Lanús. O a lo mejor el desquite por la certeza soberbia de que la vuelta olímpica estaba ya a la vuelta de la esquina, junto a las camisetas listas con la inscripción “Boca Tricampeón”, hace dos semanas, en Córdoba. Hasta la coronilla con tantos preparativos, se presentaba por esta única vez la oportunidad de decir “no te vistas que no vas”. En lo personal –para qué negarlo, no somos ángeles– el espíritu rojiblanco imploró primero y saboreó después la derrota de Boca. De todas formas, cuando el árbitro con apellido de rima fácil hizo sonar la pitada final, la alegría ya no estaba sólo en la caída de Boca sino en la victoria de Estudiantes. Era justa, podía ser disfrutada. Hubiera sido desagradable celebrar el fracaso de un equipo que merecía ganar.
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