DIALOGOS › ANA BASARTE, LICENCIADA EN LETRAS, Y SU INVESTIGACIóN DE UNA LITERATURA OLVIDADA
En la Edad Media, las mujeres de letras eran infrecuentes. Las antologías las ignoraron y muchas quedaron en el anonimato. Ana Basarte se internó en ese mundo silenciado. Profundizó los estudios sobre las más conocidas –Hildegarda von Bingen, Rosvita de Gandersheim, Marie de France, Eloísa y Christine de Pisan–, pero también sobre las historias que recién ahora van saliendo a la luz.
› Por Mariana Carbajal
–¿Por qué se interesó por las escritoras medievales?
–Investigando para mi tesis doctoral, llegué a la obra de Hrotsvitha o Rosvita, una monja alemana del siglo X, perteneciente al convento de Gandersheim. Yo buscaba, de esa autora, una adaptación que hizo de unos pasajes de los evangelios apócrifos sobre la natividad de Cristo. Su obra, escrita en latín, no está traducida al español o está traducida en parte: eso nos da una pauta de la poca difusión que tienen actualmente sus textos en comparación con otras producciones literarias medievales. Hrotsvitha escribió obras teatrales, entre otros textos. Son seis dramas donde pone en escena a una serie de jóvenes doncellas víctimas de toda clase de torturas, amenazas y suplicios, mujeres que siempre salen victoriosas, gracias a su mayor cualidad moral, frente al hombre que las somete. Pero me costó encontrar bibliografía sobre lo que a mí me interesaba de su producción, sus poemas hagiográficos, que narran la vida de los santos. En eso estaba cuando surgió el proyecto del libro Cuestiones de historia medieval y la posibilidad de escribir sobre las autoras medievales.
–En las antologías habían sido olvidadas las autoras medievales. ¿Cuándo empezaron a ser recuperadas?
–La mayoría de las escritoras no suelen aparecer en las antologías, con algunas pocas excepciones de autoras que ya forman parte del canon, como es el caso de Marie de France, Hildegarda von Bingen o Christine de Pisan. Una de las primeras iniciativas relevantes en este sentido es el ya clásico trabajo de Peter Dronke, Las escritoras de la Edad Media, de 1984. Dronke propone un recorrido cronológico desde Perpetua (del siglo III) hasta Marguerite Porète (comienzos del XIV), intentando captar la percepción que las mujeres tienen de sí mismas, sus modos de expresarse. En términos más generales, deberíamos mencionar corrientes teóricas como los estudios de género, que dirigieron su atención, por ejemplo, a los procesos por los cuales la voz de la mujer aparece en los textos. En confluencia con esa línea de trabajo y con el vigor que alcanzaron los estudios relativos al género, se publicó en 1990 La historia de las mujeres, bajo la dirección de Georges Duby y Michelle Perrot, con un tomo dedicado a la Edad Media. Este libro marcó un hito, ya que, al orientarse hacia lo cotidiano y lo individual, intentó avanzar más allá de la mera comprensión de las condiciones sociales de un período determinado de la historia, rescatando, más que los “hechos”, las prácticas discursivas en la época medieval. Todo ello fue aportando herramientas importantísimas para encarar la cuestión de “lo femenino” en la literatura y, al recuperar de algún modo “lo marginal” de una cultura, se produjo una suerte de revisión de figuras antes desconocidas.
–En el Medioevo la escritura no se encontraba entre los roles asignados al género femenino. ¿Cómo hicieron entonces para convertirse en autoras?
–Efectivamente, la mujer escritora era algo poco común en la Edad Media. Pero la escritura misma era privilegio de unos pocos; en los sectores sociales bajos existía, en este sentido, cierta igualdad: la ausencia de instrucción era generalizada para hombres y mujeres. El ámbito letrado estaba integrado por una verdadera elite social que, durante un período muy extenso, coincidió con el hombre de Iglesia. Los clérigos tenían el patrimonio exclusivo de las letras; luego la “cultura literaria” sufrió un proceso de secularización. Pero, laicos o religiosos, se trata, evidentemente, de espacios culturales que estaban en gran medida reservados al varón. Con todo, es probable que haya habido muchas más mujeres escritoras de las que pudieron llegar a nosotros; no debemos olvidar que sólo podemos acceder a aquellos textos que fueron considerados dignos de registrarse en manuscritos para su conservación, pero la “literatura” en la Edad Media, excede, por lejos, lo meramente escrito. Volviendo entonces a nuestras escritoras, sin duda en todos los casos se trata de mujeres que pertenecían a clases sociales privilegiadas, con acceso al estudio y manejo de las letras.
–Imagino que hay que pensar el concepto de escritora en un sentido más amplio.
–Sí. En la cultura medieval quien compone un texto no coincide necesariamente con la persona que se ocupa de la acción mecánica de escribirlo, ya que con frecuencia se dictaban. Y si bien figuras como la de Christine de Pisan expresaron una clara conciencia acerca de su rol literario, muchas otras, que hoy no dudamos en clasificar como “escritoras medievales”, estaban lejos de considerarse autoras de los textos que escribían. Simplemente se limitaban a transcribir las palabras e imágenes dictadas por una presunta inspiración divina. En fin, es necesario repensar también el concepto mismo de “literatura”, que resulta anacrónico aplicado al ámbito medieval, en la medida en que, precisamente, la Edad Media no reconoce la distinción entre ficción y no ficción en los mismos términos en que lo hacemos actualmente.
–¿Dónde se formaban las mujeres “privilegiadas” que accedían a la educación?
–Hubo conventos de mujeres que fueron importantes centros educativos y culturales no sólo para las monjas sino también para canonesas y mujeres de la nobleza. Desde el siglo VI las monjas debían saber leer y escribir. El convento de Gandersheim, al que perteneció Rosvita, por poner un ejemplo, fue una institución muy rica y con gran incidencia en la vida social y cultural de la época. Su abadesa tenía medios como para sufragar la realización de obras de arte y la copia de lujosos manuscritos, y sus vínculos con la corte otoniana eran muy estrechos. De allí también surge otro personaje memorable, Eduvigis, estudiosa de Virgilio y con un carácter tan extravagante que hizo que un historiador de la época le consagrara unas páginas. Ya desde adolescente había aprendido griego porque estaba destinada a casarse con un príncipe bizantino; la leyenda dice que como odiaba esa boda, cuando intentaban pintar fielmente un retrato suyo para enviárselo a su futuro marido, ella torcía la boca y desviaba los ojos para impedirlo. Más conocida es la historia de Eloísa. Ella manejaba el latín, el griego y el hebreo. Conoció a Abelardo, su futuro esposo y padre de su hijo, estudiando teología. Con todo, debemos esperar al siglo XIV para hallar a la primera escritora “profesional”, Christine de Pisan, ya en un ámbito exclusivamente laico. Christine se formó en las cortes parisinas, donde su padre trabajaba como médico y astrólogo. Esta circunstancia le permitió el acceso a bibliotecas bien provistas y la adquisición de conocimientos gramaticales y filosóficos. Su padre, que había sido profesor en la Universidad de Bolonia, mantuvo vigentes sus contactos con el mundo intelectual italiano y las ideas humanistas que de allí provenían colaboraron moldeando su visión del mundo. Christine enviudó siendo muy joven y fue entonces cuando optó por convertirse en escritora profesional para hacerse cargo de sus hijos y de su madre desheredada. No volvió a contraer matrimonio, para poder así consagrarse con exclusividad a las letras.
–¿Qué caracteriza a Eloísa y la diferencia de las otras emblemáticas autoras de la época?
–Muchos conocen la trágica historia de Abelardo y Eloísa: Abelardo, un prestigioso maestro de París, se enamoró de su discípula, Eloísa, y ella de él. De ese amor nació un niño, Astrolabio, lo que provocó una violenta reacción familiar que llevó a Abelardo a proponerle casamiento. El matrimonio se celebró pero lo mantuvieron en secreto y vivieron separados. Frente a la creciente desconfianza de la familia, él la raptó y le buscó asilo en el convento de Argenteuil. Al enterarse el tío de Eloísa, decidió castigar a Abelardo por sus propios medios mutilándolo, a partir de lo cual este se refugió en la vida de clausura, en la abadía de Saint Denis. Al quedar su esposa desamparada, tras ser expulsada junto con sus compañeras del convento de Argenteuil, Abelardo le hace donar la abadía de Paráclito que él había fundado en 1120. Cuando llega a manos de Eloísa la Historia calamitatum o Historia de mis calamidades, escrita por su esposo, ella le envía una carta, con la que inicia el legendario intercambio epistolar, donde encontramos refinadas expresiones de amor, lamentaciones y alabanzas, cargadas de erudición. Su palabra es bien transgresora; en sus cartas a Abelardo evoca los placeres amorosos que gozaron juntos y dice que le resulta imposible olvidarlos; aun durante las solemnidades de la misa, en plena plegaria, su alma es asaltada por imágenes obscenas. “Lejos de gemir por las faltas que cometí –dice Eloísa–, pienso, suspirando, en aquellas que ya no puedo cometer más.” A diferencia de las heroínas de Hrotsvitha, que estaban dispuestas a sufrir toda clase de martirios a causa de su virtud y para preservar su castidad, Eloísa se expone a sí misma como una pecadora; se confiesa perdida por el amor y, peor aún, con ánimo de seguir pecando.
–¿Y cuál es el perfil de Christine de Pisan?
–Uno de sus libros más difundidos, La ciudad de las damas, hizo las delicias de la crítica feminista. Y no es para menos: se trata de la construcción de una ciudad sólo habitada por mujeres. El ámbito cerrado, tradicionalmente asociado con el universo femenino, adquiere entonces nuevos sentidos y se convierte en un lugar de resistencia, en un espacio absoluto. Con muy lúcidos razonamientos, Razón, Derechura y Justicia (tres personajes alegóricos encarnados en las Tres Damas) refutan uno por uno los argumentos de la tradición misógina haciendo posible una reescritura de la historia. En La ciudad de las damas, la castidad adquiere un sentido diferente del que tradicionalmente se hacía eco la literatura hagiográfica: ya no significa tanto pureza como independencia. Librarse del yugo matrimonial y de la pasión amorosa equivale a ahondar en los caminos del intelecto y el conocimiento.
–Si tuviera que elegir alguna, ¿con cuál se quedaría?
–Me gustan las poetas místicas beguinas, conocidas también como las “trovadoras de Dios”, una corriente de monjas poetas que, apropiándose de los códigos amorosos de la literatura cortés, evocaban el amor divino y se dirigían a Dios en términos muy próximos a los que emplearían con un amante terrenal. El movimiento de las beguinas tuvo su origen en los actuales Países Bajos alrededor de 1200 y alcanzó su punto de mayor intensidad hacia mediados del siglo XIII. En sintonía con una flexibilización del sistema feudal y cierta independencia religiosa del individuo, estas mujeres llevaban una vida de ascetismo, oración y trabajo pero sin tomar formalmente los votos religiosos y sin ser consideradas monjas por la Iglesia Católica. Lo más notable de este movimiento es el modo en que el simbolismo del amor cortés se fusiona con la expresión metafísica del amor a Dios, gracias a su cultura tanto profana como religiosa. Así, las beguinas crean una lengua capaz de expresar sus experiencias apasionadas para alcanzar una conjunción más inmediata y total con Dios. Encarnando el ideal de alma noble propia de un caballero cortesano, que asume las pruebas impuestas por su dama, las místicas formulan en la figura de “Dama Amor” su aceptación de todas las pruebas divinas. Sin embargo, me resulta tanto o más interesante –y esto, debo asumirlo, es un vicio o una deformación profesional– analizar las operaciones de la crítica respecto de las “escritoras medievales”, es decir, qué ficciones se fueron montando acerca de este objeto.
–¿A qué se refiere?
–Es indispensable intentar avanzar más allá de los estereotipos que a veces nos propone el discurso de la historia o la crítica literaria, que ha dedicado grandes esfuerzos buscando constatar, por ejemplo, la inexistencia de muchas de las escritoras medievales. Existen teorías que intentan demostrar la falta de autenticidad de la obra de Hrotsvitha o que las obras de Hildegarda en realidad fueron escritas por su secretario, leemos alguna mención, como al pasar y sin mayor justificación, referida a “ese príncipe conocido como María de Francia”, existieron y aún existen dudas acerca de la autoría de las cartas de Eloísa, producto, tal vez, de una labor posterior de compilación llevada a cabo por monjes del Paráclito. Ciertamente, por sus declaraciones y creencias religiosas varias autoras medievales terminaron en la cárcel e incluso fueron ejecutadas: es el caso de Perpetua, sentenciada a morir en la arena de Cartago en 203, y de Marguerite Porète, quemada públicamente como hereje en París en el año 1310. Pero estos elementos, en sí mismos, sólo nos proporcionan datos de contexto, siempre útiles para el análisis, pero no resultan definitivos para determinar una lectura o una dirección específica en la interpretación de los textos. Poco importa, en definitiva, si las cartas de Eloísa son narraciones ficticias o una confesión autobiográfica; tampoco tiene relevancia determinar el sexo de tal o cual autora. Sí nos interesa, en cambio, intentar comprender esa compleja trama de voces que son los textos medievales con toda su ironía y ambigüedad, identificando las imágenes que allí se construyen acerca de “lo femenino”.
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