DIALOGOS › MARTíN BECERRA, INVESTIGADOR DEL CONICET SOBRE EL SISTEMA DE MEDIOS EN ARGENTINA
Los procesos de concentración mediática y de oposición de estos grandes medios a los gobiernos populares en América latina son un dato que observan las embajadas norteamericanas en la región. Las relaciones con los gobiernos.
› Por Natalia Aruguete
–¿Es posible establecer un denominador común en la mirada de la Embajada de Estados Unidos sobre el escenario mediático de América latina?
–Las embajadas (de Estados Unidos) en los distintos países de América latina tienen un comportamiento bastante similar cuando se trata de gobiernos que son francos adversarios o tienen una línea claramente enfrentada con Estados Unidos. Es el caso de Venezuela, Bolivia, Ecuador y Honduras cuando estaba (Manuel) Zelaya, antes del golpe de Estado. La regularidad del comportamiento estadounidense consiste en ser un articulador de la oposición a esos gobiernos que considera hostiles. Además, hay una diferencia entre la administración Bush y la de Obama, que en el libro vemos como importante. El golpe en Honduras se produjo con el cambio de administración en Estados Unidos. Eso hizo que la actitud de la embajada cambiara y pasara a escandalizarse por el comportamiento de los golpistas con los que venía reuniéndose, incluidos los empresarios mediáticos. Otro análisis merece el grupo de países grandes, Brasil y México, que son en sí mismos enormes mercados, enormes negocios en la actualidad, además de potenciales negocios a futuro. Entre éstos también hay diferencias. No es lo mismo Brasil que México, que es prácticamente una extensión de la economía estadounidense. Hay países que son amigos, como Chile o Colombia. Chile es un buen alumno que no genera disturbios. En cambio, Colombia, uno de los países latinoamericanos donde más inversión y presencia estadounidense hay, es un país con una tradición de conflicto que despierta la necesidad de actuar mucho más activamente de parte de Estados Unidos.
–La embajada tiene la idea de que los medios chilenos son “numerosos, competitivos, modernos y libres”. No critica el alto nivel de concentración que ustedes observan en el libro. En el caso de la Argentina, lo advierte al menos. ¿A qué responden las diferencias en la mirada de Estados Unidos entre países “aliados” y “enemigos”?
–En principio, en Chile no hubo ningún debate acerca de la regulación de los medios y la concentración que existe en ese mercado, como sí hubo en la Argentina, con presidentes –como es el caso de Cristina Fernández y de Luiz Inácio Lula da Silva– que enuncian el rol político que tienen los medios, más allá de que se traduzca en regulación o no. Lula tuvo enfrentamientos públicos con O’Globo. Ese no es el caso de Chile. La Concertación chilena –y el presidente Sebastián Piñera menos aún– ni siquiera ha verbalizado la concentración mediática y la convergencia entre el interés económico de un grupo de medios y su línea editorial.
–¿Eso significa que son los gobiernos los que estimulan o limitan el involucramiento de la embajada en este terreno?
–En los tres casos que mencioné diría que sí. Incluso en el caso de Colombia. Porque cuando la embajada se involucra tiene informantes, fuentes que provienen de la dirigencia política de esos países. Es decir, en los distintos países funciona como un “confesionario” de diversos actores. Los cables de Wikileaks reúnen el testimonio de las escuchas que la embajada realiza de fuentes calificadas de la elite política, empresarial y mediática. En Chile, esa elite ni siquiera verbaliza la cuestión de los medios.
–En su análisis mencionan que existe una “circularidad” entre medios y política, sobre todo en la Argentina y Brasil, donde la embajada usa testimonios de la elite política, económica y periodística como fuente de información y es, al mismo tiempo, fuente de información de los medios.
–Esa circularidad es muy endogámica. Para sostener sus cables internos, en muchos casos la embajada se vale del testimonio de algunas de sus fuentes calificadas: empresarios, políticos, grandes periodistas o dueños de medios de comunicación. Al mismo tiempo, esos periodistas, políticos y empresarios citan el despacho de los diplomáticos norteamericanos del cual ellos fueron la fuente informativa. Y lo usan como una fuente de autoridad para legitimar la posición pública que tienen cuando escriben la columna dominical. El de Joaquín Morales Solá es un caso emblemático: cita a la embajada para legitimar la información que brinda, pero es al mismo tiempo el periodista que más contacto tiene con esa institución. Esa endogamia produce una alta ineficacia informativa. En este aspecto se nota el estilo de los distintos embajadores.
–¿Podría citar algún ejemplo que grafique esta diferencia?
–Hay embajadores como (Earl) Anthony Wayne (fue embajador en la Argentina durante la sanción de la ley de medios), que son cuadros diplomáticos. Y comprenden el peligro que encierra basar el diagnóstico de un país como éste en un grupo muy pequeño. Porque, provengan de los medios, del gobierno o de la oposición, son muy pocas personas para hablar de todo un país. Funcionarios como Wayne toman distancia. Otros embajadores, en cambio, no toman distancia, quedan engrampados y les erran por mucho a los diagnósticos.
–¿Estas diferencias en la performance de los diplomáticos norteamericanos responden a cuestiones subjetivas o a que no hay una línea unívoca en la política exterior hacia la región?
–Hay matices que, desde luego, tienen que ver con la dimensión subjetiva. Con respecto a la descalificación que realiza la embajada en Bolivia sobre el presidente Evo Morales, creo que otros embajadores no habrían caído tan bajo. Pero más allá de la cuestión de estilo, la línea acérrimamente crítica hacia el gobierno de Morales no se habría modificado si cambiaba el embajador.
–¿Por qué?
–Hay un rasgo que avala lo que digo. Cuando la embajada se relaciona con la elite política, económica y mediática de los países de la región –-elite que valora mucho ese contacto– es esta elite la que otorga la regularidad, y no la subjetividad del funcionario, que puede ser más liberal o más conservador.
–¿Por qué la elite tiene tanta incidencia para delinear esa regularidad política de la diplomacia estadounidense?
–Porque la regularidad está situada en el plano sociopolítico de las elites de la región, que son muy agresivas con todos los gobiernos que presentan posibilidades de cambios. Tal es la agresividad que, cuando el embajador recibe ese testimonio, si es ingenuo o comparte esa mirada, “compra” ese diagnóstico. En otros casos son más distantes, como lo fue Wayne con la ley de medios en Argentina: escuchó al Gobierno, escuchó a los columnistas de los diarios más concentrados y luego observó: “En realidad, a nosotros no nos parece que esté en riesgo la libertad de expresión, sino que es una excelente oportunidad para hacer negocios con las señales estadounidenses. El Gobierno nos abre la puerta para eso”.
–En esta observación se vislumbra un claro pragmatismo de parte de Estados Unidos.
–Cuando redactábamos el libro, con Sebastián Lacunza, discutimos mucho este aspecto. El es periodista y yo vengo de la academia. Desde la universidad miramos más las determinaciones económicas de los procesos sociales; el periodismo suele mirar más las determinaciones políticas o ideológicas. Yo creo que los cables reúnen las dos cosas: es importante la dimensión política, pero no basta para hacer una lectura del funcionamiento de la embajada norteamericana, que en muchos casos defiende intereses comerciales y punto. Lo político maquilla su posicionamiento, pero, en definitiva, aparece la cuestión económica fuertemente.
–Sin embargo, en países como Venezuela, Ecuador y Bolivia se manifiesta más fuertemente esta dimensión político-ideológica.
–Pero lo diría por el lado contrario. Con Bolivia, Venezuela y Ecuador aparece una lectura más radical en lo político-ideológico. Pero, desde esa lectura, podríamos preguntarnos por qué no avalan todo lo que ha hecho Vicente Fox o Felipe Calderón, que es un aliado de Estados Unidos. Sin embargo, la embajada en México no opera con un criterio sólo ideológico, porque ven que el monopolio de Telmex les quita posibilidades de negocios a las empresas de telecomunicaciones estadounidenses. Y lo ven como una aberración desde el punto de vista del libre mercado. Lo cual me hace sospechar que la oposición a Correa, a Evo y a Chávez sea únicamente política. Creo que hay también una cuestión de intereses económicos. Evidentemente, el plan económico que desarrollan estos tres gobiernos no favorece la presencia comercial de Estados Unidos.
–¿Qué efectos tuvo el proceso de discusión del proyecto de la ley de medios argentina en la relación entre la embajada y empresarios mediáticos opositores al Gobierno?
–A pesar de lo que dicen los editorialistas y políticos, la política exterior de un país tan importante como Estados Unidos, o incluso Brasil, no se define solo por una cosa. Hubo dos acontecimientos casi simultáneos: Argentina adoptó la norma japonés-brasileña de TV digital mientras (José Antonio) Aranda y la plana mayor de Clarín le aseguraba a la embajada que Argentina adoptaría la norma estadounidense. Y al mismo tiempo impulsó la ley de medios. La embajada puso en la balanza una cantidad de cuestiones.
–¿Y cómo operaron ambas políticas?
–La elección de la norma nipón-brasileña fue un revés para los Estados Unidos. Pero la ley de medios no solo que no les molestaba sino que, al intentar desarticular la concentración del mercado de TV por cable –cuya posición dominante ejerce (el Grupo) Clarín– beneficia hipotéticamente la situación de las señales norteamericanas. En eso, la embajada demuestra pragmatismo y sangre fría, con mucho distanciamiento respecto del fervor y de la posición cerril que adoptaron los grandes grupos comerciales de medios.
–¿”Sangre fría” significa darse cuenta de que los medios no tienen toda la razón ni están en una situación de absoluto poder?
–Eso por un lado. Pero también significa relativizar la importancia de un hecho, por más importante que sea en la política interna, al lado de la gran cantidad de intereses que ellos deben defender en forma simultánea.
–A partir del reconocimiento de la embajada a Pedro Carmona como presidente de Venezuela, cuando se había tratado de un golpe de Estado, ¿es posible inferir una posible influencia, o al menos conocimiento previo, de que el golpe se fuera a producir?
–En el caso hondureño yo diría que sí, pero en el venezolano, no. Lo que sí es claro en Venezuela y Ecuador es el reconocimiento de la embajada como articuladora y financiadora de ONG y medios de comunicación, así como columnistas y periodistas opositores a Correa y Chávez, que adoptaron posiciones golpistas. Pero eso es una reconstrucción indirecta; no podría afirmar que la embajada fue la que alentó el golpe.
–Ese financiamiento no es fácil de captar en otros países.
–Claramente no. En el caso venezolano, la embajada admite literalmente que hay flujo económico hacia ONG y medios de comunicación. En ningún otro país he visto eso.
–¿Por qué generó tanta alerta en la diplomacia norteamericana el desarrollo de la red de medios estatales que impulsó Chávez?
–Aparece indignada, denunciadora, financiadora de toda expresión opositora, con un discurso que se asemeja mucho al de la SIP (Sociedad Interamericana de Prensa). Lo mismo vale para Bolivia. Insisto en que estas tres embajadas (la de Venezuela, Bolivia y Ecuador) se comportan de forma muy distinta de las del resto de los países. No abundan en matices que sí muestran las de otros países. Cuando la diplomacia en Buenos Aires plantea que una cosa es el interés de los empresarios mediáticos que los visitan y otra es la libertad de expresión, están haciendo una distinción fundamental, que forma parte de la discusión que se dio la sociedad argentina cuando se debatió la ley de medios. Las otras embajadas no aceptan esta diferencia.
–No solo en estos tres países, tampoco la embajada en Chile se plantea esa diferencia.
–Sí, tenés razón. Mi hipótesis es que no se la plantea porque no es un tema. Pero OK, no la plantea. Sí lo hace en Colombia, que es un país aliado.
–Y allí, además, critican la falta de libertad de expresión de parte del gobierno.
–Por supuesto, pero además ellos no lo hacen motu proprio, sino que había personajes de altísimo nivel dentro del gabinete de Alvaro Uribe que discuten a Uribe. Es la interna del gobierno relatada por la embajada, recogiendo voces que dicen que Uribe es peligroso porque no vacila en violar los derechos humanos.
–¿Qué pudieron visualizar, a través de los cables de Wikileaks, sobre la mirada estadounidense de la relación entre Luiz Inácio Lula da Silva y los grandes medios brasileños?
–Allí opera un doble pragmatismo. Por un lado, el pragmatismo de los gobiernos de Lula –que ha continuado con el gobierno de Dilma Rousseff–- con el sistema de medios concentrados. Por el otro, el pragmatismo de la embajada cuando testimonia esto. A pesar de que en Brasil también la embajada se nutre de información de destacadísimos columnistas de grandes medios, que tienen una mirada muy crítica de esos gobiernos y le piden una posición mucho más agresiva. Pero la embajada, con mucha altura, recoge testimonio, cita fuentes y punto. Durante la candidatura de Dilma, (su adversario, José) Serra se refirió a la candidata del PT como “la Juana de Arco guerrillera”, citando como fuente de autoridad a la embajada. Una campaña que Estados Unidos debió desmentir. En la Argentina, la embajada también tuvo que desmentir a Clarín. Claramente tiene un perfil muchísimo más moderado que los voceros de los grupos dirigentes en nuestros países.
–¿Por qué en el libro se plantea que Wikileaks avivó un debate histórico sobre quién informa, con qué criterios y qué se oculta?
–El hecho de liberar tal caudal de información y que la organización WikiLeaks decidiera aliarse con cinco grandes medios para su difusión –-alianza que quedó rápidamente frustrada porque el líder de Wikileaks interpretó que esos grandes medios editorializan cualquier pavada o lo están traicionando– se inscribe en la discusión sobre qué rol juegan los medios. Por un lado, porque esa discusión es fruto de la desintermediación de la labor que históricamente hicieron los medios. Esto es un proceso que aún no concluyó.
–¿En qué elementos se basa para decir que no concluyó?
–En que el primer impulso que tuvo Julian Assange fue hacer una alianza con los medios, porque entendía que a través de Internet los cables no tendrían trascendencia pública, por eso necesitaba de la intermediación de los medios, pero no es menos cierto que esa labor se ha resentido mucho. Hay una erosión de esa labor entre los años ’70 y la actualidad, entre otras cosas por la proliferación de redes informacionales y sociales que van componiendo el paisaje mediático. El otro nivel de discusión que aparece en escena es el rol político de los medios como editores y seleccionadores de una porción de la realidad. La desnaturalización del credo de la objetividad periodística es simultánea al proceso de discusión sobre la desintermediación de los hechos. Es un combo explosivo visto desde los medios tradicionales, porque pone en tela de juicio dos pilares fundamentales de éstos. Un medio tradicional no pensaba que hubiera forma de que la gente se enterara de algo si no era a través suyo. Segundo, edita (la información) sosteniendo un fetiche de objetividad que permite que eso que edita circule como si fuera natural. Esas dos cuestiones están puestas en tela de juicio en toda la región. Más aún, en relación con los grandes medios, están puestas en tela de juicio por los propios gobiernos.
–Desde el análisis de la estructura de medios, ¿qué evidencia esta convergencia entre el mundo digital y los periódicos, en la difusión de los cables de Wikileaks?
–Esa es una de las enseñanzas del caso Wikileaks. Pero insisto en que es un proceso, de ninguna manera licuaría el poder que tienen los medios de establecer, construir y diseñar agenda. Ese poder existe y seguirá por muchos años más, pero por primera vez está siendo asediado por condiciones sociopolíticas y tecnológicas, lo cual deriva en crisis socioeconómicas.
–¿En qué sentido?
–En que hay condiciones sociopolíticas que reclaman la apertura del juego y desmitifican la labor presuntamente objetiva del periodismo, más condiciones tecnológicas que multiplican las ventanas de información. Yo no soy un apocalíptico de los medios tradicionales, ni creo que ya operó su reemplazo por los nuevos medios. El caso Wikileaks lo enseña. De hecho, de la información de esos cables, intermediados por estos grandes diarios, a la Argentina le llegaba básicamente lo que publicaba El País de España, replicado por Clarín y La Nación. Me refiero a antes de que se liberaran. Y lo que llegaba es que los K estaban desequilibrados o la Presidenta era bipolar, pero evitaban tematizar todo lo demás que hemos visto. Es Santiago O’Donnell, en su libro ArgenLeaks, quien saca a la luz algo que los diarios no habían mencionado.
–¿A qué se refiere?
–A que ni los (diarios) afines ni los opositores tematizaron las visitas que recibió la embajada en Buenos Aires de (Héctor) Magne-tto, por ejemplo, que son fundamentales. No sólo para entender el sistema de medios, sino para entender la política argentina de los últimos ocho o nueve años. Esto también habla de la labor editorial intermediadora de los medios tradicionales, que todavía opera como tapón. Sobre todo en un esquema de opinión pública polarizada como el que tenemos hoy en la Argentina. Los medios son un obstáculo para la aparición de temas gigantescos en la agenda. Afortunadamente, existen mayores posibilidades de discutir eso hoy que hace veinte años, por razones sociopolíticas y tecnológicas.
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