Lun 11.06.2012

DIALOGOS  › JAVIER IGUIñIZ, UN AGUDO OBSERVADOR DE LOS PROBLEMAS DE LA POBREZA EN AMéRICA LATINA Y EL MUNDO

“Es mezquino decir que lo asistencial corrompe la fibra moral de las personas”

El investigador y docente peruano propone un nuevo modelo de estadísticas sobre la pobreza, que mida no sólo el aspecto económico sino también la idiosincrasia del país y la calidad de los servicios a los que tiene acceso la población. También discute los prejuicios en torno de los modos de atender el problema, principalmente los referidos a la asistencia social.

› Por Natalia Aruguete

–¿Cómo evalúa los efectos de la crisis mundial en América latina?

–Desde un punto de vista exclusivamente económico, si tomamos el siglo XX e incluso antes de la Independencia, América latina ha estado rezagándose respecto de Estados Unidos. No hemos logrado recortar la brecha económica, esto se comprueba de manera casi idéntica con Europa. Sin embargo, si en lugar de tomar indicadores del producto bruto per cápita tomamos los de desarrollo humano (tasa de alfabetismo, esperanza de vida, etc.), encontramos que, a lo largo de todo el siglo XX, América latina converge con los Estados Unidos, contrariamente a lo que observamos cuando lo analizamos exclusivamente desde el punto de vista económico.

–¿Qué implicancias tiene esta contradicción?

–Yo no lo planteo como una contradicción, pero sí como un contraste. No es que una cosa ocurra porque ocurre la otra, simplemente coinciden. Sin embargo, esto puede dar lugar a una situación de gran tensión “Norte-Sur”, y puede devenir una contradicción muy seria a lo largo del siglo XXI, junto con las contradicciones relativas al medio ambiente.

–En relación con su análisis respecto del poder adquisitivo, ¿qué pros y qué contras tiene medir la pobreza exclusivamente a partir de datos estadísticos?

–Ese es un tema de discusión internacional. La tendencia es a medirla cada vez más multidimensionalmente. Con la finalidad de tomar en cuenta no sólo la riqueza en la persona, que sería unidimensional, se trata de ver otras dimensiones y darles mayor prioridad. Cada vez más la pobreza es vista como algo relacionado con el ser humano directamente y no con los recursos que éste tiene para vivir bien. Me refiero a que el dinero no deja de ser un recurso, pero ya no es sinónimo de vivir bien. Por eso, se trata de evaluar la calidad de vida de las personas en términos de indicadores finales más profundos, más humanos y menos intermedios.

–En general, los datos estadísticos (como los que mide el PNUD) suelen tomar como válidos los cálculos sobre pobreza a nivel global. Teniendo en cuenta que sólo cinco países asiáticos explican la mitad de la población del planeta, ¿qué inconvenientes supone calcular promedios mundiales?

–Hay tres tipos de indicadores que toman en cuenta esa inquietud. El primero es muy clásico, pero yo sigo pensando que es el más importante: evaluar la situación de pobreza y su evolución a futuro, con indicadores económicos –es lo más típico todavía– y luego tomando los promedios nacionales. La crítica que se le ha hecho a eso, en cierto sentido razonable, es que no es lo mismo una isla del Caribe que China. Con esta forma de medir, en términos de pobreza y distribución de la riqueza, pesan lo mismo China y la isla de San Tomás en el Caribe. Entonces, se propuso ponderar el promedio de los países por la población de los países, con la finalidad de darle mucha más importancia a China que esta isla del Caribe. De esto surge un indicador distinto de la evolución, que da cuenta del rápido crecimiento de China en las últimas décadas. El tercer método contabiliza a las personas en el mundo, sin importar dónde estén: se cuenta a todos los chinos y a todos los argentinos. En ese caso adquieren aún más peso los países más densos en población, como India y China, pero no se toma en cuenta si la desigualdad entre países o entre personas se está ampliando o no. Entonces, la idea de qué ocurre en el mundo depende del método que se utilice. Creo que el primer método, pese a las limitaciones que he sugerido, sigue siendo el más importante.

–¿Por qué?

–Porque sigo pensando que el futuro de la mayor parte de los individuos, en términos de pobreza económica, depende del destino del país, depende del barco donde estén. Porque si bien hay migraciones, eso ocurre con una mínima proporción de los países, por eso creo que el promedio por país sigue siendo un indicador muy importante.

–Las mediciones de este tipo hacen cortes sincrónicos, ¿qué ocurre con una persona que es pobre durante varios años? Imagino que su situación no será la misma en su primer año de pobreza que en el segundo o en los siguientes.

–Está planteándome un problema muy poco tratado en los cálculos y que, sin embargo, es fundamental. Efectivamente, si una persona está bastante por debajo de la línea de pobreza, con cierto nivel de desnutrición debido a lo que llamamos “la brecha de pobreza”, no será lo mismo estar en esa situación un día que dos, o un año que dos. Por lo tanto, aunque el indicador estadístico revele que no hay cambios porque uno sigue con el mismo ingreso que en la medición anterior, mi situación seguramente será de mucho mayor desgaste a medida que pasa el tiempo. En ese sentido, las estadísticas no reflejan con fidelidad la condición concreta de las personas cuando asumen que la continuidad en el nivel de ingreso significa una continuidad en la situación de pobreza. Desde el punto de vista del desarrollo humano, eso se cubre al evaluar la condición de salud de una persona. Siempre aceptando las cifras oficiales que son muy discutibles?

–¿A nivel mundial también son discutibles las cifras oficiales?

–Sí, cada vez son más discutible, porque los dos dólares per cápita diarios, que sería la línea de pobreza a nivel mundial tal como lo mide el Banco Mundial, cada vez significan menos. Porque a medida que pasa el tiempo se amplía el consumo y la diversidad del consumo. Hace falta tener otras cosas que también terminan siendo básicas, y eso hace que un nivel de ingreso más o menos fijo a lo largo de los años revele menos la condición de vida.

–¿En qué sentido lo dice?

–Nuevamente, el mismo ingreso utilizado por muchos años queda retrasado respecto de la diversificación de los pactos de consumo. No me refiero a lujos ni gastos secundarios sino a la diversificación incluso en aspectos sustantivos de la calidad de vida. Esos indicadores estadísticos tienen una doble limitación: no tomar en cuenta el empeoramiento en la condición de vida efectiva, excepto por su continuidad económica, ni tomar en cuenta el proceso de diversificación de consumo en casi todos los países, más aún cuanto más crecen.

–Tampoco es lo mismo medir la línea de pobreza con dos dólares diarios en una persona que vive en Bolivia y una que vive en Francia. A una y otra, los servicios como salud o educación le son provistos de manera diferente, ya que su institucionalidad es distinta en uno y otro país.

–El cálculo monetario que se usa para comparar internacionalmente (provisto por el Banco Mundial) y para América latina (diseñado por la Cepal) toma en cuenta el poder adquisitivo diferenciado entre países. O sea que una parte de lo que usted está planteado está cubierta porque los costos de vida son distintos, por lo tanto, las cifras de ese uso es lo que se llama Paridad de Poder Adquisitivo. Es decir que hasta ahí las características de diferenciación entre los países se estarían tomando en cuenta. El segundo punto apunta a pensar en qué medida el poder adquisitivo de una persona o una familia revela su grado de pobreza. Está comprobado por los estudios de desarrollo humano que, en muchos casos, la calidad de vida de la gente no tiene que ver con el poder adquisitivo de la familia sino con la calidad de los servicios a los que tiene acceso.

–A eso apuntaba mi observación. Por eso hice la comparación entre países con coberturas tan disímiles en sus servicios básicos.

–Claro, porque eso hace que en países con sistemas sociales, como salud y educación, más democráticos y de calidad, aun con el mismo ingreso familiar –menos de un dólar o dos dólares diarios–, la situación desde el punto de vista humano sea muy distinta. En efecto, está demostrado que países que tienen el mismo ingreso per cápita tienen condiciones de vida totalmente diferentes. En países superpobres, la esperanza de vida promedio es de 40 años, mientras que en otros países igualmente pobres en producto per cápita se logran esperanzas de vida de 70 años. Uno de los temas de mi conferencia ha sido, precisamente, demostrar que la información económica sobre los niveles de pobreza no es suficiente y que, incluso, oculta mejoras en algunas situaciones de vida de las personas tras la aparente igualdad en el poder adquisitivo.

–En el terreno de las políticas sociales, ¿en qué casos cree que se deberían aplicar políticas de tipo asistencial y en cuáles, políticas integrales? Además, ¿con qué sectores habría que aplicar unas y otras?

–Yo añadiría políticas sociales universales como educación, salud. La que usted señala como integrales supondría conjugar aspectos productivos, mientras que la primera sería la de emergencias. Creo el objetivo debe tender hacia la expansión, solidez de las universales: un buen sistema educativo universal y homogéneo, un buen sistema de salud universal y homogéneo en su calidad, un buen sistema de jubilación universal y homogéneo. En América latina, ni los países del Cono Sur, que en eso están más avanzados, logran esa universalidad, y muchas veces ni siquiera la calidad o la homogeneidad de los servicios que sí proveen. Allí hay una meta obligada. En cuanto al aspecto al que usted apuntaba, quiero señalar dos cosas. Hay una desvalorización de lo asistencial, porque está pensando como que corrompe a la gente, que la hace entrenarse en estirar la mano. Yo estoy muy en contra de esta perspectiva, porque si vemos qué proporción del gasto efectivo familiar se financia “estirando la mano”, es una fracción muy pequeña del sustento familiar. O sea que esas familias igual tienen que trabajar mucho y en malas condiciones. En ese sentido, lo que llamamos asistencia completa más que sustituye. Uno siempre puede sacar casos individuales: el borracho tal o el drogado cual que vive de la limosna estatal y por lo tanto cultiva su propio vicio. Pero ésos no son los casos estadísticamente significativos, se los usa para denigrar el apoyo que mucha gente sana y muy trabajadora merece recibir, pero que es caracterizada como asistencial y corruptor de la fibra moral, del músculo laboralista. Considero que es una forma de expresar la mezquindad de mucha gente y desprestigiar el apoyo que merecen otros.

–A partir de como define las políticas de asistencia directa, ¿qué opina de las políticas integrales?

–A mí me remueve mucha inquietud el significado, casi inverso, de la promoción de la microempresa o el “emprendedurismo”. Se presenta como si eso sí fuera ayudar a la gente a valerse por sí misma y salir de su situación por otros medios, y eso introduce una valoración automáticamente positiva de ese esfuerzo. Pero ese esfuerzo tiene cantidad de crueldad en la cotidianidad de la gente, maltrato familiar y laboral en el esfuerzo por hacer viables actividades “empresariales”. Por lo tanto, tampoco es un sustituto de un apoyo asistencial que permita sobrevivir. En el IV Congreso Latinoamericano y del Caribe sobre Desarrollo Humano y del Enfoque de las Capacidades Humanas, en el que he participado, se ha dicho que aun el pleno empleo en países como los nuestros no permite sostener a la familia y que, por lo tanto, hace falta un complemento que es visto por alguna gente como asistencial.

–¿Ve viable una complementación de estos dos tipos de políticas?

–Hay que complementarlas en los lugares que tiene sentido hacerlo, una inmensa proporción de los microemprendimientos fracasan. Entonces no es una solución. En Estados Unidos sobrevive cerca de un diez por ciento de las pequeñas empresas después de unos cuatro o cinco años. Entonces, el apoyo a la microempresa como política social no puede ser sustituto sino complemento. No quiebran por desidia, incapacidad o vicios personales, sino porque no hay sitio en el Estado y porque la productividad que alcanzan es ínfima para competir con la mediana y gran empresa y con la importación. Por eso creo que el apoyo a la actividad microempresarial debe referirse a situaciones bastante específicas que le den mayor viabilidad.

–En Argentina, muchas veces este apoyo a microemprendimientos tiene un impacto muy positivo a nivel regional o local, sobre todo porque se cubren necesidades (con productos o servicios) que no llegan a esos lugares.

–He conocido casos en los que para promover microempresas hace falta una entrada integral, ya sea mediante compras garantizadas desde el Estado o controles de calidad de los productos, porque tampoco hay que idealizar (respecto de la calidad de los productos). Aunque claro, muchas veces se usa ese pretexto para denigrar este tipo de propuestas y mezquinar recursos. Siempre los argumentos para no ayudar son “muy razonables”, mientras que los argumentos para ayudar suelen ser más discutibles, aparentemente y todo esto entre comillas. Hasta donde hemos llegado con nuestra investigación, ese tipo de proyectos productivos no cambian tanto la vida de la gente. ¿Ayudan? Sí, por lo que creo que hay que seguir haciéndolos. Pero no ubicándolos como la panacea, la solución al problema del empleo.

–¿Y por dónde pasa la solución al problema del empleo?

–Por expandir lo más posible la industria pequeña y mediana, con mínimos niveles de productividad y competitividad. Ellos son los que tienen que ensanchar su campo y absorber gente del mundo de la microempresa, barrios populares y rurales. Segundo, aumentar la productividad de quienes emprenden actividades y apuestan, sabiendo que la probabilidad del éxito es muy baja, por razones teóricamente claras y estadísticamente comprobadísimas. En el aspecto productivo, en la zona rural, sí creo que hay que aumentar la cantidad de agricultores pobres que transforman sus productos y les agregan valor antes de ponerlo en manos del intermediario. Porque un gran problema en el mundo de la pequeña empresa son los intermediarios, que se aprovechan de la competencia a muerte entre los pequeños productores para exprimirlos y quedarse con márgenes en el paso de la intermediación. Producir poco y de mala calidad, como hacen los pobres, eso es la pobreza. Y como producir mucho no podrán porque no tienen mucha propiedad, lo único que les queda es producir mejor. Ahí es importante una política de apoyo a la mejora en la calidad.

–Yendo al Perú, ¿cómo evalúa la valoración que se le da a la industria extractiva en su país?

–Partimos de una historia que justifica las suspicacias, la crítica y la negativa a estas industrias como fuentes del desarrollo, como pilares del crecimiento. Eso está cambiando, en parte por la reacción social contra este tipo de inversiones. Y además, porque estas empresas tienen interés en invertir, dado que los márgenes de ganancia son muy altos y por lo tanto saben que tienen que comportarse mejor que en el pasado. Los gobiernos deben ser –y lo son– cada vez más exigentes respecto de los estándares de calidad y condiciones económicas en las cuales estas inversiones se realizan. Las cosas están cambiando mucho respecto de décadas pasadas, insisto, porque hay una ciudadanía mucho más alerta, más ilustrada y exigente, que es consciente de su propia dignidad y sus derechos, y obliga a los políticos y gobiernos a ser más exigentes.

–Sin embargo, el gobierno del ex presidente Alan García ha respondido con fuertes represiones a los sectores sociales que se han opuesto a este tipo de actividad. Un caso que grafica lo que digo es la Masacre de Bagua, contra los pueblos originarios de la Amazonia. ¿Usted nota algún cambio de actitud desde el gobierno de Ollanta Humala respecto de estas reivindicaciones?

–Su pregunta me ayuda a ser preciso. Efectivamente, creo que hay un cambio de actitud. Pero un cambio de actitud por sí mismo no es suficiente para que el desenvolvimiento de las situaciones derive en menos costos humanos. No sé qué ocurrirá a futuro, pero hay una actitud de diálogo. Ojalá logre evitar episodios tan trágicos como los que hemos vivido.

–En el Acuerdo Nacional, en Perú, se está trabajando en una política nacional del agua. ¿Cuáles son los lineamientos generales de ese proceso de diálogo?

–Todavía estamos cruzando el río, no lo hemos llegado a aprobar. El Acuerdo Nacional aprueba políticas de Estado que pretenden trascender a los gobiernos, y los aprueba por unanimidad, no por mayoría. Esto supone un proceso lento de afinamiento de los planteamientos, dado nuestro objetivo de que se aprueben políticas de largo plazo.

–¿De qué diagnóstico parten respecto de las principales problemáticas del agua en Perú?

–Quizá la principal sea que no tenemos una institucionalidad que reúna a las partes involucradas –comunidades indígenas, alcaldes, gobiernos regionales– de manera cotidiana para que vayan negociando. Las negociaciones no deben ser de emergencia, sino una actividad cotidiana entre afectados e interesados, partícipes y beneficiarios del uso del agua. Una política de Estado debería ir en esa dirección: generar, apoyar, atribuir, avalar, porque lo cierto es que no somos vinculantes, no tenemos poder en ese sentido. Aunque sí tendríamos poder moral para quienes tratan de hacer las cosas bien.

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