DIALOGOS › EL INVESTIGADOR PABLO PELLEGRINI, OTRA MIRADA SOBRE LA AGRICULTURA GENéTICAMENTE MODIFICADA
Es biotecnólogo y doctor en Ciencias Sociales y Filosofía del Conocimiento. En su último libro propone despojarse de las habituales consignas y urgencias con las que se debate sobre transgénicos. Aquí, explica por qué es una discusión compleja y polémica. Los intereses en juego, el papel de Monsanto, los movimientos sociales, lo que puede hacer la ciencia local.
› Por Verónica Engler
La Argentina fue uno de los primeros países en el mundo en adoptar los cultivos transgénicos, en 1996, y se ubica desde entonces entre los que mayor cantidad de hectáreas le dedican a esta agricultura, después de Estados Unidos y Brasil. Son varias las controversias que este tipo de cultivo ha despertado desde sus inicios. Por un lado, está el tema de la producción monopolizada por unas pocas multinacionales. Y, por otro, existe cierta sospecha: desde diferentes sectores se alega que el consumo de transgénicos podría dañar la salud humana y el medioambiente, aunque el debate científico en torno de este tema fue saldado en buena medida. Entre estas dos cuestiones, se abren camino otras tantas que complejizan aún más el panorama. Hay laboratorios multinacionales, científicos, instituciones gubernamentales, productores agropecuarios y movimientos sociales. Cada uno de estos actores tiene algo para decir. Pero no se trata simplonamente de estar a favor o en contra de los transgénicos. Por lo menos, así lo considera el doctor Pablo Pellegrini, autor de Transgénicos. Ciencia, agricultura y controversias en la Argentina. “Creo que el debate sobre los transgénicos se puede enriquecer mostrando que existen historias distintas a las de los transgénicos producidos por las grandes multinacionales”, señala Pellegrini al comenzar la entrevista. “Por eso me parece importante poder entender los procesos, los actores, los intereses que están involucrados en la producción y el uso de las tecnologías, y cómo eso también puede ser modificado y abrirse a nuevos escenarios.”
–En el libro Transgénicos usted analiza las controversias científicas que se abrieron y señala un momento de clausura en la discusión científica en torno de los transgénicos.
–En realidad, en la ciencia, como en cualquier otra actividad humana, nunca hay consensos absolutos en nada, y siempre se pueden encontrar posiciones distintas sobre los temas más diversos. En ese sentido, lo que se puede ver al analizar las controversias en torno de los transgénicos es que hubo un momento, sobre todo alrededor del año 2000, en el que todavía en revistas de cierto prestigio académico se publicaban ensayos que daban cuenta de cierta ambigüedad o de ciertos riesgos vinculados a los transgénicos, que fueron muy discutidos. Pero esto dejó de aparecer en las revistas de mayor impacto. En ese sentido, se puede hablar de cierto consenso en la comunidad científica sobre la ausencia de esos riesgos que se manifestaban en torno de este tema. Pero en otros ámbitos no es así, hay otro sentido que se les da a los transgénicos.
–La discusión en torno de los transgénicos se traslada a otros ámbitos, no científicos, en los que prima la idea de riesgo. ¿Por qué?
–Sí, pero creo que responde en cada contexto a situaciones muy distintas. Por ejemplo, en Europa son muy habituales los discursos masivos respecto del riesgo de los transgénicos. No casualmente en Europa tienen una agricultura que es muy poco competitiva, y esto obliga a la Unión Europea (UE) a subsidiar fuertemente su agricultura, y todo aquello que de alguna manera suponga medidas que restrinjan la llegada de productos agroalimentarios de otros países es un alivio para las políticas europeas. Y si además de medidas arancelarias y paraarancelarias disponen de un público consumidor que no quiere esos productos que vienen de afuera, es también una forma de contribuir a una producción agropecuaria europea. Entonces, hay cierta funcionalidad entre esos discursos (sobre el riesgo de los transgénicos) y la propia matriz productiva de la UE. Además tiene que ver con la estructura social que se da en la producción agropecuaria en Europa, pero también en otros países como Brasil, donde la pequeña producción campesina, familiar, es bastante importante. Los transgénicos que actualmente circulan en el mercado son producidos por seis grandes multinacionales, requieren de cierto capital para acceder a ellos, para comprar las semillas, las maquinarias y los insumos asociados para que sea más rentable la producción. Todo ese paquete hace que no cualquiera pueda acceder a eso, con lo cual las formas de producción agrícola más pequeñas tienen un acceso más difícil a esa tecnología. Entonces, ahí donde la producción agrícola es más pequeña, obviamente los transgénicos generan mayor resistencia.
–¿La noción de riesgo tiene que ver sólo con cuestiones relacionadas con la estructura productiva de cada lugar?
–No, ésa es una forma de entender en parte a qué responden ciertos intereses vinculados con la idea de riesgo. Pero la idea de riesgo en sí misma es bastante polisémica. Los riesgos que se les adjudican a los transgénicos pueden ser de lo más diversos. Algunos hablan de riesgos específicos, de que pueden causar alergia, otros señalan un riesgo más vinculado con cierta incertidumbre general, de no saber qué puede ocurrir en el futuro por ser algo nuevo. Los transgénicos están muy asociados a grandes multinacionales porque son las que han producido y comercializan al día de hoy los cultivos transgénicos que circulan en el planeta. Y eso también incide en el modo en que se perciben los transgénicos, porque el emblema de estas multinacionales es Monsanto, que tiene una trayectoria particularmente destructiva. En Estados Unidos es habitual que Monsanto lleve a juicio a agricultores y los destruya financieramente. Tiene políticas muy avasallantes, y además está vinculado, por ejemplo, a la producción de químicos para ser usados durante la guerra de Vietnam. Es decir, tiene un historial de prácticas indefendibles. Pero, precisamente, uno de los riesgos al hablar de transgénicos es que se haga una ecuación de igualdad entre transgénicos y Monsanto. Y eso es parte de lo que ocurre cuando se habla de la soja resistente al glifosato, que fue desarrollada por Monsanto o el glifosato mismo, que fue históricamente un desarrollo de Monsanto. Ningún investigador en general quiere salir a opinar sobre esos temas porque no quiere quedar asociado a la imagen de Monsanto. El problema es cómo abrir un debate.
–¿Y cómo se abre ese debate?
–En rigor, el glifosato ya no es más un producto de Monsanto. A partir del 2000 expiró la patente, lo cual hace que el glifosato hoy provenga en buena medida de China, y también por eso se difunde mucho más su uso. Obviamente el glifosato, como todo agroquímico, es tóxico, pero comparativamente resulta menos tóxico que otros agroquímicos. Pero justo en el momento en el que deja de ser un monopolio de Monsanto, si se lo llegara a prohibir, probablemente sean las transnacionales las que más se beneficien de eso. Hoy el glifosato lo puede producir cualquiera, lo que sigue vendiendo Monsanto es la marca, Roundup. De hecho, una circunstancia particular de Argentina es que la soja resistente al glifosato, en rigor, no es de Monsanto, es un desarrollo original de Monsanto, pero es otra empresa (Nidera) la que logró producirlo en Argentina, y también por eso llegó a comercializarse tempranamente en el país. Buena parte del desafío para abrir un debate más rico en torno de los transgénicos tiene que ver con mostrar la diversidad de actores y de intereses que están involucrados en este tema.
–Uno de los actores sociales que tienen una posición más ligada a la idea de riesgo es el Movimiento de los Sin Tierra (MST) de Brasil. ¿De qué manera se produce este posicionamiento?
–El MST históricamente desarrolló una posición contraria al uso de los transgénicos, porque adoptó una forma de producción en lo que denominan agroecología. Eso tiene que ver, en parte, con que es un movimiento que se sostiene en base a una pequeña agricultura, en muchos casos de autoabastecimiento, y toda forma de tecnología implica una necesidad de cierto capital para acceder a eso, que obviamente se le dificulta a un movimiento como el MST. Brasil, a partir del año 2005, empezó a incorporar masivamente el uso de transgénicos y hoy es el segundo productor mundial. Sin embargo, recientemente también ha lanzado proyectos para financiar producciones agroecológicas. Estas producciones, al no utilizar insumos químicos, resultan en un producto final más caro. Pero, de todos modos, existe un mercado para esos productos, que es un mercado con cierto poder adquisitivo, como suelen ser las clases medias en Europa.
–Muchos campesinos dicen que les resulta imposible tener cultivos no transgénicos cuando en torno de ellos se produce con semillas transgénicas, por la contaminación. ¿Cómo pueden convivir ambos tipos de cultivos?
–En realidad hay formas de evitar o contener las posibilidades de dispersión de polen, la contaminación, que además depende del tipo de cultivo. Pero también otro de los aspectos con los que se vincula este énfasis en el riesgo de las tecnologías tiene que ver con demandar mayor control. Lo que se hace es exigir mayores ensayos para garantizar la inocuidad de los alimentos, y eso lo que produce también es un aumento en la barrera de entrada de esas tecnologías. Finalmente ahí hay una convergencia muy curiosa entre el temor a esas nuevas tecnologías y las grandes multinacionales, en el sentido de que, al exigir cada vez mayores controles, termina siendo muy caro poder producir esas tecnologías, y quienes sí logran producirlas son las grandes multinacionales, con lo cual indirectamente son las que se benefician de esas ideas de riesgo vinculadas con la tecnología. Eso no quiere decir que haya que dejar de tener controles, pero ahí se produce una tensión que hay que analizar en función de los diversos intereses: cómo producir controles sensatos, racionales, para garantizar ciertos niveles de seguridad y a la vez permitir que diversos actores puedan producir esa tecnología y no que quede en manos de unos pocos.
–Los grupos que denuncian la peligrosidad de los transgénicos suelen aducir que este tipo de cultivos requiere del uso de más agroquímicos, lo que supondría un riesgo para la salud.
–Sí, claro, el uso de agroquímicos tiene cierto nivel de toxicidad. Pero no tiene mucho sentido decir que los cultivos por ser transgénicos implican mayor demanda de agroquímicos. Por un lado hay que distinguir entre los productos agroquímicos, como herbicidas, y los cultivos transgénicos. No son lo mismo. Se pueden desarrollar cultivos transgénicos sin que estén vinculados con agroquímicos, que por ejemplo tengan insertado un gen para una nueva propiedad nutricional. El uso de agroquímicos viene incrementándose muchísimo desde los años ’60 porque aumenta la productividad agrícola. Obviamente eso tiene un límite y también tiene consecuencias, y tiene formas de uso que pueden resultar dañinas. Pero también ahí hay que ver cómo se piensa la idea de riesgo. Por ejemplo, uno podría decir que un obrero de la construcción tiene más riesgo si está trabajando en un edificio alto que en una casa. Ante esa constatación se puede decidir que hay que dejar de construir edificios porque son más riesgosos que las casas, lo cual, a su vez tiene sus consecuencias. Ahora, otra forma de encarar ese riesgo sería ver cómo desarrollar mayores normas de seguridad y controles, para que se pueda construir sin un riesgo elevado de caerse, aunque el peligro si se cae sea mayor. Entonces, usar agroquímicos frente a no usarlos implica mayor riesgo, porque los agroquímicos son sustancias tóxicas. Pero me parece que la disputa no tiene que pasar por si usar o no usar, sino bajo qué modos, de qué manera, con qué marcos regulatorios, con qué controles y en beneficio de quién. Por eso me parece que toda forma de pensamiento que determina que las cosas tienen una propiedad ahora y para siempre son formas de pensamiento más bien conservadoras.
–Es el tipo de pensamiento esencialista que usted le cuestiona a referentes como el Grupo de Reflexión Rural o a la periodista francesa Marie-Monique Robin (autora del documental El mundo según Monsanto).
–Claro, este tipo de pensamiento sería: “los transgénicos contaminan por su propia naturaleza”, pero también podría ser lo inverso: “los transgénicos salvan del hambre a la humanidad”. Sea en un sentido positivo o negativo, cualquier razonamiento que implica adjudicar una característica intrínseca a una cosa termina siendo conservador porque nos imposibilita ver y entender bajo qué formas se produce esa cosa, con qué intereses, quiénes pueden apropiarse o no de esos beneficios. Un pensamiento más transformador está exigido de estar permanentemente reelaborándose. Muchas veces algunas reflexiones que están teñidas de argumentos esencialistas responden a la búsqueda de consignas, que necesitan condensar rápidamente una expresión, entonces terminan diciendo “tal cosa es nociva”. Pero eso es problemático porque termina conduciendo a esa igualación “transgénicos = peligro = Monsanto”. Y la idea de abrir un debate tiene que ver con mostrar otros escenarios, otros actores y otros transgénicos posibles.
–¿Cuáles serían esos otros escenarios posibles en relación con los transgénicos?
–Por un lado, me parece que un aporte es ir hacia atrás y mostrar que hay una historia vinculada con los transgénicos que no pasa por las transnacionales. Mostrar que tenemos en el país investigadores de laboratorios públicos que han tenido una búsqueda de desarrollar cultivos en otro sentido totalmente distinto del de las grandes transnacionales. Eso permite diferenciar y mostrar que no es lo mismo transgénicos que Monsanto, que hay otras posibilidades, más allá de que luego no se concretaron. Así como existe actualmente una política general que ubica a la ciencia en un nuevo lugar, es necesario también generar políticas concretas en distintos estamentos. Por ejemplo, actualmente las grandes multinacionales producen y comercializan los transgénicos y el control queda en agencias del Estado: el control de la inocuidad, la seguridad alimentaria, del medio ambiente. Pero se sigue asumiendo aún hoy un rol de controlador de aquello que producen las multinacionales, pero las propias agencias del Estado no se pueden asumir como un productor de transgénicos. Con lo cual siguen faltando actores que logren producir un cultivo transgénico desde otro lugar, por ejemplo que se logre producir desde instituciones públicas. Eso es importante porque permitiría ampliar los márgenes de apropiación que puede retribuirse a partir de un cultivo transgénico. No es lo mismo disputar con Monsanto los beneficios que pueden reportar los cultivos transgénicos que distribuir los beneficios producidos por una institución pública o por un actor local.
–¿Cómo se desarrollaron las primeras plantas transgénicas en nuestro país?
–El inicio de la transgénesis vegetal en la Argentina no tiene que ver con las grandes multinacionales sino con investigadores formados en la Argentina, que de alguna manera vuelven al país después del exilio, con la idea de lograr un desarrollo tecnológico que tenga una utilidad local. Los transgénicos como tecnología recién empezaban a nivel mundial, la primera planta transgénica se obtiene en el año ’83, la primera planta transgénica resistente a virus se obtiene en el año ’86. Y estos investigadores se ponen a mediados de los años ’80 a desarrollar un cultivo transgénico, pero con otras características de las que vemos actualmente en el mercado. La idea era desarrollar una papa que fuera resistente a virus para poder permitirles a los agricultores que trabajaban con papa, mayormente agricultores humildes, que se vieran liberados de esta problemática del virus. Y efectivamente lograron producirla, en condiciones de laboratorio. Pero después hubo una serie de complicaciones a principios de los ‘90 por las cuales las transgénesis fue orientándose hacia otro rumbo.
–¿Cuáles fueron las complicaciones?
–Por ejemplo, hubo un intento de generar una red de laboratorios latinoamericanos que produjeran este tipo de cultivos, uno de los más importantes era un laboratorio en México. Pero cuando se inicia esta red junto con Argentina y otros países, ahí Monsanto, de alguna manera, seduce más al laboratorio de México que esta red, con lo cual se termina desarticulando un poco el proyecto. Eran los ‘90 y las grandes multinacionales venían con una trayectoria de la industria química, y se vuelcan a los transgénicos buscando mayor rentabilidad también en la industria química. La idea que tenían era la de producir una semilla que era útil en la medida en que usaba al mismo tiempo un agroquímico. Y los investigadores de Argentina, que habían desarrollado una papa resistente a virus, que vendría a ser una papa que ya tiene una vacuna, se ven desvinculados también de ese escenario. La idea de mostrar que hay una historia previa es útil también para mostrar que hay capacidades que son distintas de las de las multinacionales y que abren otras posibilidades a futuro. Tener un cultivo transgénico que no esté desarrollado por las grandes multinacionales sino por actores locales permite disputar los beneficios de esas patentes, los beneficios de esos usos, permite además diseñarlo con otro sentido que no sea solamente vender un agroquímico, y eso abre la posibilidad de valorizar la producción a través de innovación.
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