Lun 16.01.2006

DIALOGOS  › MICHEL PICCOLI, ACTOR

“Buñuel era el surrealismo”

Fue el actor fetiche de Marco Ferreri y de Luis Buñuel. Actuó en casi 200 películas, fue protagonista de clásicos como La gran comilona o Dillinger é Morto, ganó casi todos los premios imaginables, pero sigue afirmando que todo “fue por casualidad, yo no hice nada más que seguir lo que me decían los directores”. La historia de un pibe que huyó de los nazis en bicicleta y se hizo actor sin haber visto nunca una película.

› Por Juan Cruz *

–Siempre que le vemos en cine, usted hace pensar en salud, sensualidad, amor por la vida...

–Tiene razón, puedo dar esa impresión, de salud, de sensualidad, y de hecho muchos de mis personajes expresan esa sensualidad, ese amor por la vida. Sin embargo, en muchos otros papeles he ocultado esa parte de mi personalidad, porque el personaje no la requería. Me alegra lo que dice porque me gusta mucho la sensualidad oculta, escondida. No sólo la sensualidad con las mujeres, sino también con los amigos, con la comida. Me gusta que esa sensualidad permanezca secreta. Por eso odio las películas pornográficas.

–Nunca renunció, ni en el cine ni en el teatro, a hacer del cuerpo un instrumento clave de la interpretación.

–¡Pero voy muy vestido siempre! No, en serio. Una de las cosas del oficio de actor es actuar con los gestos y con el cuerpo, dar todo lo que tienes, ser todo lo que eres. El texto es capital, desde luego, aunque muchas veces (como en Dillinger é morto, de Marco Ferreri) he tenido papeles prácticamente mudos, pero sin la sensualidad del individuo, del actor, el espectador no recibe nada; la sensualidad es fundamental, y yo me siento muy sensual: ¡pero de una sensualidad oculta!

–Así que el cuerpo está ahí, y nunca renuncia a él.

–En realidad, a lo que no puedo renunciar nunca de ninguna manera es a la personalidad de los autores, de los directores de cine. Porque para mí, ser intérprete no es ser intérprete de mí mismo, sino de lo que dicen los autores o los directores. No me interesa representarme a mí.

–¿Y cómo prepara su improvisación?

–Trabajando, trabajando mucho; leyendo, estudiando, tratando de ser aquel que me proponen que sea, para que al final quien digo que soy sea quien quiere que sea el director. Me preparo cada día, y procuro ir fresco al rodaje; lo aprendo todo, pero pretendo dar la impresión de que no he aprendido nada. No estoy pensando constantemente: voy a interpretar este papel. Si lo hiciera así, enloquecería, sería dos. Lo que sí pienso es por qué tal autor ha escrito lo que ha escrito, porque este concreto director de cine quiere hacer esta u otra historia. De este modo entro un poco en la intimidad del autor o del director, así que ya es su papel, no el mío.

–Pero algo pondrá de su parte el actor.

–¿Lo que el actor pone? Pues me parece que pone los secretos del autor o del director dentro del personaje. ¿Le parece claro? No pienso nunca en el personaje que estoy interpretando. Trato de olvidar al máximo que soy actor.

–¿Ése es su secreto?

–Pienso que sí.

–Entonces daría la impresión de que usted es como el campo, o la tierra, y que sobre usted van lloviendo experiencias que le empapan.

–Mire, no está mal esa comparación, porque en efecto yo soy muy de tierra, de campo, y a mí me impregnan las cosas como si lloviera sobre mí, eso es así.

–¿Y cómo le afecta como persona lo que interpreta? ¿Qué le deja esa lluvia?

–Yo interiorizo lo que me dice el director, y después trabajo con él, soy su intérprete.

–Quizás eso explica estas comparaciones que hicieron una vez sobre usted: “Como Cary Grant, como James Stewart, como Gary Cooper, Piccoli tiene el raro talento de adaptarse a cualquier clase de material sin alterar su esencia”.

–¡Gracias! Me parece una definición muy agradable. Cualquier cosa que diga sobre ella será interpretada o como una arrogancia o como una ingratitud. De todas maneras, yo nunca he querido ser un actor inmutable, he querido ser diferente cada vez que interpreto, en la voz, en la manera de hablar, en los gestos. Voy a darle un ejemplo clarísimo que lo explica. Ocurrió con Marco Ferreri, a quien no conocía todavía. Me fue a esperar en París, por fuera de un estudio al que yo iba esa tarde para filmar una película. Se me acerca y me expresa su deseo de hablarme, y yo le digo que no tengo tiempo, que venga otro día, mañana, en el mismo sitio. Al día siguiente viene, me extiende diez folios, “mire, lea esto”. Mientras lo leía me miraba con sus profundos ojos azules, y al final le pregunté si él quería hacer una película con aquello. “Sí.” ¿Conmigo? “Sí.” E hicimos la primera película juntos, Dillinger é morto, que yo creo que es una de mis mejores películas...

–Uno de los acontecimientos de su vida fue encontrarse con Buñuel.

–En realidad, como me pasó con Ferreri, casi todo lo que me ha sucedido en la vida, es decir, lo mejor que me ha pasado, ha sido por casualidad. Yo tenía treinta años, y sabía que Buñuel iba a venir a París. Le escribí una carta, pidiendo verle al llegar. El me envió un telegrama, ¡y después me llamó para confirmar que yo había recibido el telegrama! El tenía ese aspecto de genio imaginativo y quizá despistado, pero poseía una gran organización, su genio estaba sometido a una enorme disciplina. Y cuando tenía ya la cita me llamó de nuevo para decirme que era imposible, que no nos podíamos ver. Pero después vino a una representación mía y me esperó al final. “¡Qué bien, qué obra, usted estuvo formidable!” Luego nos hicimos amigos, íbamos por París, le gustaba beber, y tenía su propia disciplina también para beber. ¡No era, nunca lo fue, un borracho! Hacía unos cócteles magníficos, a las cinco de la tarde, y como eran de su invención, nosotros los llamábamos “buñolonic”, como gin-tonic. Así que en un momento determinado él se olvidó de que yo era actor y yo me olvidé de que él era director, y simplemente éramos amigos que íbamos por París.

–¿Y cómo se dio cuenta luego de que era en efecto actor?

–Ah, él tenía su propia dinámica, su propia diplomacia. Un día me llamaron de una productora. “Mire, Buñuel quiere hacer una película, necesita alguien que pueda ser cura y que tenga 45 años.” Yo tenía también mi propia diplomacia, así que les dije lo obvio: yo tenía 30 años, no podía ser un cura de 45. Bueno, a ellos les daba igual, así que me fui de allí, y al cabo de unos meses me llamaron de la misma productora. “El señor Buñuel quiere que usted haga de cura de 45 años.” A mí me pareció bien, al fin y al cabo era Buñuel quien me reclamaba. Así que me fui a México, con Simone Signoret, que también iba a estar en la película, y él nos recibió, muy educado, “Señora, señor”, y añadió, dirigiéndose a mí: “Para nada das el papel, pero lo vas a hacer”. Y fui un cura.

–De 45 años.

–De 30, ¿qué más daba?, era Buñuel.

–El surrealismo.

–Cuando Buñuel se murió, se acabó el surrealismo. El era el gran surrealista, con Dalí, y cuando rompieron, él siguió siendo el gran surrealista. Su modo de ver la realidad, de contarla, era también el de un surrealista español; él era muy español. Por ejemplo, él no era un anticlerical. Simplemente, tenía un sueño muchas veces, y en ese sueño, él fusilaba al Papa.

–¿Y usted no tiene ese sueño?

–No, en absoluto... Yo he tenido la suerte de tener dos padres que dejaron enseguida el catolicismo, por razones que no vienen al caso. Mi madre, en concreto, impidió que yo hiciera la primera comunión.

–Cuando murió Buñuel, usted se negó a despedirlo, como si no se hubiera muerto.

–Es que no se murió, sigue ahí, sigue su obra, sigue su manera de ver el cine, sigue su organización de las películas.

–Usted hizo con Buñuel El discreto encanto de la burguesía, en la que se producen muchas situaciones surrealistas, alguna vez todos están sentados en un baño.

–Era Buñuel, filmaba sueños. Todos sabíamos que estábamos en un film que no decía sólo lo que se filmaba, que había algo más que eran los sueños del director y los sueños que podíamos tener los demás acerca de lo que él estaba soñando.

–Y en La gran comilona hay un grupo de gente que se encierra para destruirse comiendo.

–Hubo gente que creía que Ferreri había hecho una película de humor, e incluso fuertemente erótica. Durante el franquismo, que la prohibió en España, muchos españoles iban al sur de Francia creyendo que iban a ver una película cuasi pornográfica. Y el mismo Ferreri se horrorizó cuando la vio entera por primera vez, él sabía que había hecho una película fuerte y profunda, e incluso creía estar dentro del papel que interpretaba Phillippe Noiret. Se horrorizó al darse cuenta del poder interior, esencial, de indagación en la soledad del ser humano, de gente como nosotros, cerca de los cuarenta años, en aquel tiempo tan especial, después de la revolución de Mayo del ’68. Es una película que aún hoy sobrecoge, porque Ferreri estaba diciendo algo distinto a lo que la gente creyó que estaba diciendo. No era en absoluto una película superficial. Véala hoy.

–¿Y cómo se sintió con aquellos monstruos del cine, Tognazzi, Mastroianni, Noiret? ¿La convivencia era buena?

–Excelente. En realidad, Ferreri siempre tenía una especie de troupe de actores, los mismos para todas sus películas, y nos usaba como si fuéramos payasos de esa troupe. A veces me decía: “En esta película no sirves, estaría mejor Marcello”, y no pasaba nada, era así como él nos trataba, y nosotros queríamos que él nos tratara así.

–Ahora las costumbres cambian tanto. ¿El sueño de Buñuel sobre el Papa se está haciendo realidad?

–Cuando Buñuel decía eso de matar al Papa lo decía con mucha violencia, pero también con mucho humor. Para mí supone un gran interrogante el asunto del matrimonio homosexual. Me parece maravilloso que por fin se reconozca a los homosexuales sin odio y sin insultos. Y la gran pregunta no religiosa, no católica, es qué pasa cuando los matrimonios siguen a pesar del odio, qué hace la religión con eso. El único problema del matrimonio homosexual es que no se puede tener hijos. Se abre una nueva manera de vivir para una gente que ha sido insultada a lo largo de los años. El racismo sexual es algo terrible, cuando llamaban maricas o maricones a los homosexuales, cuando se les degradaba... La pregunta principal sería también: ¿qué es más honesto, hacer matrimonios de interés que generan odio o hacer matrimonios de pasión entre personas del mismo sexo?

–Ahora hay en su país mucha inquietud respecto de la inmigración.

–¿Y de dónde viene la emigración? De gente que ha sufrido guerras civiles en sus países y han buscado refugio en el extranjero. ¿Cómo les vas a negar asilo? Y el problema más grande es el conflicto que divide a los países ricos y a los que no han alcanzado un nivel mínimo de desarrollo. ¿Quiénes son los culpables de la falta de acuerdo para propiciar una situación diferente, los países ricos o los países pobres?

–¿Y qué tiene que hacer Europa ahora?

–Europa tiene que existir, no para tener un conflicto con Estados Unidos, sino para mantener un equilibrio mundial. Ahora estamos muy orgullosos del conflicto entre Boeing y Airbus, pero eso no es nada frente a la gran guerra sin armas que tiene al petróleo por medio. No sé si Europa va a ser capaz de mantener un punto de equilibrio interesante para los nuevos conquistadores del mundo, China, India, Estados Unidos. Voy a ir más allá, aunque pueda parecer ingenuo, hablo de la guerra entre islamistas y no islamistas. La integración de Turquía en la Europa de hoy podría ser algo inteligente; no se puede aducir que no se hace porque aún no han reconocido el genocidio armenio, y claro que ya es tiempo de que lo reconozcan. ¡Pero nosotros también hemos tardado en reconocer el genocidio contra los judíos en Europa!

–Usted es tan grande que parece que nunca fue niño. ¿Cómo era de niño?

–Era mudo, no hablaba. Mi madre era de una gran familia burguesa, y mi padre era senador. Una familia muy católica. La de mi madre era una familia de 11 hermanos. Por motivos de dolor personal, ella empezó a dudar de Dios: a su hermano preferido lo mataron en la Primera Guerra Mundial, su primer hijo murió a los tres años. Y abandonó por completo la creencia de que Dios era bueno. Y aunque yo era muy pequeño, entendía esas cosas. Los dos eran músicos, y se ganaban la vida muy difícilmente. Por parte de la familia de mi madre eran ricos, y tenían una actitud muy poco correcta con mis padres. Eso suponía para mí un gran malestar, no un dolor inmenso, pero sí un gran malestar. Pronto entendí que yo había nacido gracias a que mi hermano había muerto. Ellos no habrían tenido recursos para mantener dos hijos, de modo que estaba claro que yo había nacido por esa dolorosa circunstancia. A mi madre la escuché decir muchas veces que, en contra de lo que piensa la gente, dar a luz no es algo maravilloso, es un dolor tremendo.

–¿Y cómo se recuperó del trauma?

–Estuve internado en un colegio fuera del país; me gustaba, era feliz. Nos hacían actuar en las fiestas, y yo hacía teatro. Y de repente me encontré en un escenario contando historias de adulto. A los 18 años yo era muy buen alumno, y les dije a mis padres que quería ser actor. Nunca me habían llevado al cine o al teatro. Ella tuvo una reacción muy sana, me metió en un curso. Y luego me hice actor. Hay un misterio en todo esto: ¿cómo fue que nunca me encontré en la vida con gente en este oficio que no fueran mercaderes, sino poetas? Tuve mucha suerte.

–¿Cómo le afectó la Segunda Guerra Mundial, cuando era un adolescente?

–Tenía 14 años cuando empezó. Mis padres tenían una radio y ahí oí la voz de Hitler. Sentí un miedo profundo al oír esa voz. Mi madre trabajaba en una tienda de carbón para ganarse la vida, y mi padre se quedó en París; pero mi madre me buscó una bicicleta y me dijo: “Vete a Corrers (un departamento del sur de Francia)”, a quinientos kilómetros, a la finca de unos amigos, donde tenían que recogerme. Hice el trayecto velozmente, era el éxodo, un pánico total. Y yo hice solo esa distancia, era el niño más feliz del mundo huyendo con mi bicicleta. En ese cortijo había un hombre llorando, un señor mayor, que tenía por lo menos 35 años. Lloraba, y era la primera vez que yo veía a un adulto llorar. Pregunté por qué lloraba y me respondieron: “Porque es judío”. Ahí entendí de qué iba todo aquello. Después escuché la voz de De Gaulle, empezaba la guerra, y De Gaulle era mi héroe.

* De El País Semanal. Especial para Página/12.

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