Lun 27.03.2006

DIALOGOS  › FEDERICO LORENZ, HISTORIADOR

Las formas de recordar el golpe del 24 de marzo

Los treinta años del golpe plantean dos debates profundos, según Lorenz: la lucha por la legitimidad de la palabra y la revisión que atraviesan los organismos de derechos humanos ante la aparición de un Estado que, durante años, se mantuvo ausente.

“Hay algo que debemos entender, y es que el 24 de marzo se pueden decir otras cosas. Pero esto no justifica, de ningún modo, el copamiento de la Plaza que intentaron hacer algunos grupos, aprovechándose de una caja de resonancia que de otro modo nunca hubieran tenido.” Para el historiador Federico Lorenz, la discusión que se abrió tras el acto por los treinta años del golpe sirvió para poner en superficie dos debates mucho más profundos: la lucha por la legitimidad de la palabra y el replanteo que vienen atravesando los organismos de derechos humanos ante la aparición de un Estado que, durante años, se mantuvo ausente. “El problema es que el 24 no es de nadie y es de todos. Por supuesto, los organismos tienen más legitimidad para hablar porque están más comprometidos con ese pasado. El tema es si eso sigue siendo suficiente.” Autor de varios trabajos que recorren las distintas formas en las que se recordó el golpe durante los últimos años, Lorenz reflexiona con Página/12 sobre los desafíos que enfrentó este aniversario, analiza el rol asumido por el Estado y cuestiona la transformación de la ESMA como Museo de la Memoria.

–¿Cuál es su lectura del conflicto generado tras la marcha del viernes?

–Se pueden hacer dos interpretaciones. Por un lado, una más coyuntural, donde vemos el copamiento de la Plaza por parte de algunos grupos, con la intención de aprovechar una caja de resonancia que, de otro modo, nunca hubieran tenido. En una lectura más estructural, fue la puesta en acto de lo que involucra cualquier proceso de transmisión, donde deben permitirse distintas lecturas. El viernes había un gran porcentaje de jóvenes con menos de 25 años, que tal vez no comparten la misma lectura que tienen los familiares de desaparecidos acerca de lo que debe significar el 24 de marzo. En realidad, son varias las instancias que intervienen en la construcción de la memoria. La lucha de los organismos de derechos humanos y la discusión en el ámbito científico y literario son dos dimensiones importantes. Pero también están las políticas que se pueden generar desde el Estado...

–Justamente menciona un actor que, después de tantos años de ausencia, asumió un protagonismo tal que generó cierto replanteo dentro de los organismos de derechos humanos.

–Obviamente estamos ante un replanteo de identidad, al cual además se suma un cambio generacional. Ahora bien, la discusión en torno del lugar que debe ocupar el Estado es central. Y el replanteo dentro de las agrupaciones es algo natural. Si yo como actor encabezo un determinado reclamo y recibo una repuesta, implica que mi demanda ha generado un cambio y eso me obliga a replantear mi rol. Hasta ahora, los organismos se planteaban frente a un Estado adversario, que ya no lo es tanto. Con Kirchner el Estado asumió un rol que se había descuidado. El acto en la ESMA, hace dos años, fue un gesto simbólico impresionante. Igualmente hay que tomar ciertos recaudos. Por ejemplo, miremos la declaración del 24 de marzo como un día feriado. Ahí el Gobierno tendría que haber pensado en el compromiso que involucra la declaración de un feriado. Una de las cuestiones que involucra es la necesidad de instalar una visión hacia atrás consensuadamente. Y aquí está el problema, porque estamos ante un período de la historia que no ha sido resuelto, que no fue discutido lo suficiente.

–En uno de sus trabajos, usted analiza cómo se recordó el 24 de marzo de 1976 durante los últimos años. ¿Se puede hacer una periodización?

–Bueno, durante la dictadura cada aniversario servía para reivindicar lo actuado y legitimar un golpe desde el discurso del deber y la lucha contra la subversión. Luego, en los primeros años de democracia, prácticamente tenemos un Estado que hace silencio sobre esa fecha. Recién encontramos un primer gesto en 1996, cuando se cumplen los veinte años del golpe. Ahí Carlos Menem habló de un horror generalizado que nos afectó a todos, pero no plantea responsables ni intenta avanzar en una discusión seria. También encontramos otros discursos, más subterráneos, que corresponden a la versión de la derecha, pero que están llenos de puntos ciegos y argumentos superpuestos. Dentro de la izquierda, asistimos desde los ’90 a una revalorización de la experiencia de la militancia, que nos revela cierta instancia de maduración.

–Según su opinión, ¿en qué debería consistir el Museo de la Memoria?

–En primer lugar, habría que marcar a la ESMA en tanto campo clandestino. Para esto hay un principio básico y es que el museo no debería estar ahí. Hay lugares que son significativos por sí mismos. Esto no significa que el museo no deba existir. Por el contrario, la creación de un Museo de la Memoria es fundamental. Igualmente su construcción va a llevar años de discusión, desde los criterios que se van a elegir para hacer el recorte cronológico. Es decir, plantear un Museo de la Memoria exige pensar numerosas cuestiones, como la fecha desde la que va a partir su recorrido... ¿será desde los fusilamientos en la Patagonia, desde el asesinato a Aramburu o desde el ’76?

–Además del Museo o del feriado, ¿qué otros mecanismos tiene una sociedad para hacer memoria?

–En primer lugar, la autocrítica. Por ejemplo, el empresariado tuvo una participación esencial durante la dictadura, pero prácticamente no ha hablado sobre el tema. Los sindicatos tampoco. Otro tema sin duda es la educación. Porque hacer memoria significa recordar, transmitir, lograr que las nuevas generaciones se apropien de algo que no vivieron.

–En torno de esto, no podemos descuidar el papel que juegan los medios.

–Sí, y es algo alarmante. Lo que uno ve es que prácticamente hay escasa o nula autocrítica. Si bien hay cierto intento de reflexión, deberían cuidarse de no perpetuar clichés, que no hacen más que perpetuar imágenes que simplifican la discusión y terminan actuando como mecanismos de autoexculpación.

–Como docente, ¿cuál es su opinión sobre el tratamiento del tema que se da dentro de las aulas?

–Es muy heterogéneo. Este año, con los treinta años del golpe, el Ministerio de Educación sacó una gran cantidad de elementos para abordar el terrorismo de Estado en los colegios. Pero todavía falta avanzar en otros aspectos. Es poco el debate que existe entre los propios docentes, y es difícil definir las formas para bajar ese saber académico a las aulas es algo complejo. En un encuentro, una docente planteó que le resultaba difícil explicarles a los chicos cómo nos paralizaba en ese entonces el miedo. Pero al hablar del miedo y del horror debemos tener cuidado, porque podemos terminar reproduciendo el mismo mecanismo de aislamiento que intentó imponer la dictadura.

–Fue a partir de este argumento que usted planteó cierta preocupación sobre cómo se aborda La Noche de los Lápices en las escuelas...

–La película fue eficaz en un momento para probar el horror, pero ya en los ’90 habría que haberle dado al tema otra entidad política. Es decir, apenas salimos de la dictadura, lo importante era demostrar el horror y hacerlo público, sin lugar a dudas. Pero parece que aún hoy nos seguimos moviendo bajo ese paraguas. Y en realidad, se trata de un debate que debe ir avanzando, profundizándose sobre otras instancias que involucran la responsabilidad de toda la sociedad.

Reportaje: Carolina Keve.

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