Lun 28.05.2007

DIALOGOS  › BEN PASTOR, LA ITALOAMERICANA QUE REVOLUCIONA EL GENERO POLICIAL

“La novela negra es un caballo de Troya”

La escritora italoamericana Ben Pastor, nacida en Roma en 1950, y aún no difundida aquí, está revolucionando el género policial con sus novelas protagonizadas por un aristocrático oficial alemán con uniforme gris, Martin Bora, convertido en detective que investiga casos de asesinatos ocurridos durante la Segunda Guerra Mundial.

› Por Jacinto Antón *

–Estuve anoche en Via Rasella. En plena tormenta.

–Tuvo suerte. Es difícil encontrar lugares históricos en los que uno pueda estar solo; el turismo lo vuelve todo tan banal... ¿Vio las huellas de metralla?

–Sí, pero resulta extraño que no haya ninguna placa, ninguna inscripción que informe de lo que pasó en la calle.

–Es un incidente que resulta un poco incordiante en la memoria heroica de la resistencia. Murieron civiles en la explosión, uno de ellos un chico de 13 años que resultó partido por la mitad. La legalidad de la acción partisana fue cuestionada en el juicio contra el ejecutor de los asesinatos de las Fosas Ardeatinas, el jefe de la Gestapo Herbert Kappler, en 1948, y en cambio se argumentó que, según la Convención de La Haya de 1907, las represalias eran actos legítimos. Locuras del sistema que no impidieron, gracias a Dios, que Kappler fuera condenado a cárcel de por vida. Pero todo eso y que los soldados de la masacrada 11ª Compañía de las SS resultaran ser tiroleses, varios de los cuales habían sido forzados a enrolarse amenazando a sus familias, hace incómoda la memoria del ataque. La gente prefiere recordar el martirio de los ejecutados en las cuevas.

–Usted dedica Kaputt Mundi a una de esas víctimas.

–Sí, a una de las que no pudieron ser identificadas. He inventado para ella un nombre hebreo romano, Sciaba. La familia de mi madre, los Sabatini, ¿sabe?, eran judíos conversos. Una gente muy secreta.

–Y tiene también familia antifascista.

–Bueno, en realidad mi padre fue oficial médico en Africa, cayó prisionero de los franceses en Argelia, hasta 1946. Pero, sí, mi abuelo materno era, en cambio, radicalmente antifascista; médico también, le impidieron ejercer porque se negó a tener carnet del partido. Mi madre hubo de trabajar para mantener a toda la familia. Un sobrino de ella, sin embargo, se presentó voluntario para servir en Saló, un fascista de última hornada, con 13 años. Lo mataron los partisanos. Mi madre no habla de eso. En fin, está bien tener en la familia gente que tomara posición. Creer en algo siempre es mejor que no creer en nada.

–Su nueva novela sobre Bora, recién aparecida, The Venus of Salo, arranca precisamente con su personaje convertido en enlace en Saló entre el ejército alemán y el italiano en los caóticos días de la agonía del último régimen mussoliniano.

–En la trama hay un cuadro de Tiziano perdido y una mujer de carne y hueso –a ambos hace referencia el título de la novela–. Bora se obsesiona con la mujer, y me gusta esa duplicidad ideal, platónica, entre el sujeto pintado y el real, mientras la guerra prosigue y se lucha contra los partisanos, guiados por un misterioso jefe, Capomorto. Hay un asesinato, por supuesto, y a Bora le pasan viejas cuentas las SS y la Gestapo.

–El escenario de Kaputt Mundi es la Roma, città aperta que describió Rossellini.

–En realidad, nada de “ciudad abierta”; era un lugar claustrofóbico, cerrado. Mi madre estaba en Roma, era periodista, no podía salir de la ciudad. Nadie salía ni entraba, oficialmente al menos.

–En el trasfondo de la novela aparecen el desembarco aliado en Anzio, el avance hacia Roma, la represión fascista, los horrores de Via Tasso, los equilibrios vaticanos... ¿Qué opina de la posición de Pío XII?

–He leído todo lo que he podido sobre ese hombre enigmático. Ayudó a mucha gente, pero se quedó corto, seguramente temiendo represalias sobre los católicos alemanes.

–Hablemos de Bora, ese extraordinario personaje que ha creado. Oficial alemán –de subteniente a coronel– en el peor momento de la historia de su país, católico, atormentado, pianista, políglota; un héroe con profundos conocimientos de filosofía...

–Es un hombre de casta; de pura cepa, como dicen ustedes. Está sometido a leyes familiares y personales que debe respetar. Y como militar, a los códigos terribles de ese mundo al que pertenece; los ritos del deber, el coraje, la lealtad. Pero dentro de él hay una resistencia, algo capaz de subvertir las normas a las que se siente obligado. Es un hombre íntegro y compasivo.

–¿Cómo lo encontró?

–Está claro que tiene un noble padre, Von Stauffenberg, desde luego. Me encanta Stauffenberg. Y la madre soy yo: Bora tiene también mucho de mí. Es maniqueo como yo, que me rijo por dicotomías, por la oposición de contrarios, luz/sombra, cerrado/abierto. En la ficción, le he creado una doble paternidad, como los héroes de la mitología clásica: un padre biológico artista, director de orquesta, ya muerto, y un padrino militar, un general que le ampara en su carrera. Esa doble condición le da un fondo atractivo.

–Tiene un punto trágico.

–Es leal a su país, un auténtico soldado, pero se va haciendo progresivamente consciente de la maldad del régimen nazi y del horror de la guerra –su hermano pequeño, aviador, muere en Rusia–. En última instancia, está en el bando perdedor.

–Martin Bora es un hombre y usted una mujer. Déjeme decirle que es sorprendente el conocimiento que exhibe de la psiquis masculina en su personaje.

–Es posible que fuera un hombre en mi anterior reencarnación (ríe). En serio, tengo un gran interés, antropológico y afectivo, sobre cómo son los hombres. Soy una feminista de largo recorrido, pero creo que las mujeres no hemos hecho aún un intento serio de entender realmente al hombre.

–Nos halaga usted.

–No, no, de verdad. La intimidad, la capacidad de no llorar, de mantener dentro lo que nosotras exteriorizamos con tanta facilidad, me parecen cosas muy conmovedoras. Hay una decencia y un pudor masculinos en el hombre bueno muy atractivos. Tuve un padre extremadamente tierno, pero era médico, había estado en la guerra; tenía la visión sucia, escéptica de la vida –aunque compasiva–, propia de la profesión. Lo vi llorar sólo dos veces. Una de ellas cuando un amigo suyo murió de cáncer, y me impresionó profundamente. Creo que las mujeres no sabemos lo que hace daño a los hombres.

–Es cierto que si hay un personaje duro en sus novelas –aparte de los nazis– no es precisamente Bora, sino su superficial esposa, Dikta.

–Benedicta, sí. Representa toda una entera clase social, la alta aristocracia, con una gran capacidad de frivolidad y de sobrevivir a lo que sea. Es honesta, no obstante. Tiene la cortesía de pasar por la cama antes de romper con Bora.

–Describe usted muy bien la necesidad de perpetuarse, de tener hijos, de los hombres en guerra.

–Eso es así, es algo instintivo; una pulsión primitiva, de supervivencia biológica, supongo. Bora sufre los abortos de su mujer. La pérdida de un hijo no nacido es esencialmente física en la mujer y psicológica en el hombre. Una pérdida te empobrece, pero, ¿sabe?, de alguna manera también te enriquece si sabes asumirla: cada luto, cada muerte tienen esa extraña contrapartida.

–En el corazón de todas sus novelas de Bora hay la historia de una amistad. Bora y el sacerdote de Chicago padre Malecki, en Lumen; Bora y el inspector italiano Guido, en Kaputt Mundi y Liar moon; Bora y el mayor estadounidense Walton, de las Brigadas Internacionales, en The horseman’s song; Bora y el confinado político Luigi Borgonovo, en The dead in the square... Describe usted muy bien la amistad masculina.

–Supongo que es un rasgo norteamericano. Me sorprende y me interesa mucho la amistad masculina. Creo que los hombres traban amistades más fuertes que las mujeres, sus amistades no son competitivas. Lo que más me interesa es el proceso de nacimiento de la amistad, el momento en que la relación dialéctica deviene amistad. Es un momento excepcional, exquisito. He de decirle también que esa obsesión por la amistad es también un deseo: estamos en un mundo tan poco amistoso... La amistad se ha convertido en algo desgraciadamente poco usual.

–Usted le regala el estigma de la mutilación a Bora. En Liar moon, Bora pierde la mano izquierda a causa de un ataque con granadas de los partisanos cerca de Verona. Stauffenberg también había sufrido la amputación de una mano, varios dedos de la otra y la pérdida de un ojo, sirviendo en el Afrika Korps.

–A Martin no lo quería mutilar tanto, pero un poco... La perfección psicológica no es interesante, ni la física. Esa mutilación es una señal. Desde el punto de vista junguiano, alude a una pérdida en sus creencias, en el terreno político.

–Mutilado y todo sigue interesando a las mujeres..., y a algunos hombres. Me parece genial que haya usado al ambiguo y raposo Eugen Dollmann, el inteligente y amoral traductor de la jerarquía nazi en Roma (le dieron el grado de coronel de las SS), como personaje en Kaputt Mundi.

–Eugen Dollmann era un cortesano nato, capaz de navegar con su diversidad por los ambientes sociales romanos de manera muy inteligente. Era lo opuesto a los tecnócratas del régimen nazi.

–He leído sus interesantísimas, aunque frívolas, memorias, El intérprete de Hitler (Juventud, 1969). Era tal como usted lo pinta: intrigante, tenebroso y a la vez sumamente culto y divertido.

–Era algo así como el peluquero del Tercer Reich. Me hubiera encantado conocerlo, a él y a Ezra Pound.

–A lo largo de las novelas, Bora se va encontrando con huellas del Holocausto. En Lumen, que transcurre durante la invasión de Polonia, en 1939, cuando nuestro hombre investiga el asesinato de la madre priora de un convento en Cracovia a la que se atribuyen poderes milagrosos, le vemos jugarse la vida al tratar de obtener fotos de la acción de un Einsatzgruppe, un comando de exterminio de las SS.

–Yo misma soy muy curiosa con el Holocausto, es un tema que me atrae enormemente con su horror. Bora trata de proteger cuanto puede a los judíos, igual que a los civiles. Y eso le acarreará problemas muy graves con las SS y la Gestapo.

–Habrá leído Les bienveillantes, de Jonathan Littel, que crea un personaje que es como el reverso tenebroso del suyo: un cínico y pervertido oficial de las SS metido hasta las cejas en el exterminio de los judíos.

–Pues aún no; si le digo la verdad, me desanima un poco el tamaño. A lo mejor es que ha llegado el momento de que hablen los perdedores.

–¿De dónde viene su interés por el género negro?

–Yo escribía antes ensayo, sobre literatura e historia. Pero siempre me ha parecido muy importante el hacer leer a los que no leen historia. La historia, si no la conocemos, estamos condenados a repetirla, etcétera. A través de una novela negra, la historia llega a muchas más personas. La novela negra es un caballo de Troya, sirve para que la gente absorba conocimientos históricos sin casi darse cuenta. A mí, la manera en que hago llegar esos conocimientos me es igual: es como el agua, tanto da la forma del contenedor. Creo que voy a seguir escribiendo esta clase de novelas, porque me siento muy cómoda.

Un rayo de sol entra por el ventanal del salón del hotel Farnesio, donde se aloja Ben Pastor; se desliza por el suelo de parquet, e ilumina unas molduras doradas en el techo, incendiándolas de luz. Súbitamente, vienen a la memoria imágenes bélicas de las novelas de la escritora: un panzer Tigre ardiendo como un pequeño Vesubio, con el tanquista desplomado en la torreta mientras de su uniforme y su piel brotan volutas de humo; los frutales devastados junto a las trincheras llenas de cadáveres en Aprilia; una aldea polaca pasto de las llamas... Curiosamente, en ese gran fresco de la Segunda Guerra Mundial que ha creado Pastor como escenario de sus libros, uno suele recordar más situaciones íntimas: conversaciones, pesquisas, introspecciones... La novelista mira con aire divertido a su absorto interlocutor, animándole a continuar.

–Escribe usted en inglés.

–Me es más fácil. Llevo 30 años establecida en Estados Unidos, aunque vivo entre allí e Italia. Es un idioma muy elástico, conciso, el mejor después del latín. El italiano como el español me resultan barrocos, redundantes. El inglés te permite ser elegante y concisa. Muchas veces escribo los diálogos a mano, para verlos fluir.

–Perdone, lo de Ben, ¿de dónde viene?

–De Verbena, Maria Verbena Judita Carmen, como lo oye. Judita por mi abuela. Carmen porque mi madre adoraba la ópera. Mi apellido familiar es Volpi. Pastor es el apellido de mi ex marido, que era de origen vasco. De él aprendí cosas de esa España herida, pero orgullosa; un contraste que me emocionaba, más allá del Quijote y de García Lorca.

–La búsqueda de cuyo cadáver centra la trama de una de las aventuras de Bora, The horseman’s song, ambientada en 1937, en la Guerra Civil Española, en la que nuestro hombre, todavía teniente, lucha como voluntario en el bando franquista en el frente de Aragón.

–Como Martin Bora, soy una extraña en la Guerra Civil de ustedes. La veo con los ojos del extranjero fascinado. En cuanto a Lorca, elegí presentarlo ya muerto porque entonces ya pertenecía a todo el mundo. Decidí inventarle una sepultura aunque fuera imaginaria, porque no podía aceptar la tristeza solitaria de su verdadero destino.

–¿Qué será de Bora? ¿Se involucrará como Stauffenberg en la conjura del 20 de julio? ¿Tendrá sus cataratas de Reichenbach en un patíbulo en Plötzensee?

–Por desgracia, está ya demasiado comprometido contra el régimen hitleriano, y eso hace que se haya vuelto inútil y peligroso para los propios conjurados. El personalmente tiene, además, sentimientos encontrados ante el asesinato político. Creo que por su diseño mental, su conciencia cristiana, es un personaje que no puede entrar en esa lógica. El coraje cotidiano que demuestra desde 1939 es más significativo que el puntual del atentado. Por otro lado, opino que ese tipo de personaje como Bora explica por qué los muchos atentados contra Hitler no culminaron. Posiblemente había algo en la psicología de los oficiales alemanes de carrera, un freno, que inconscientemente les impedía hacerlos bien.

–Tiene usted otras novelas aparte de las de Martin Bora. Por ejemplo, Los misterios de Praga, con ecos de Kafka y Joseph Roth, en la que un médico judío y un oficial de lanceros investigan en 1914 el homicidio de una princesa rusa.

–Y he publicado The water thief, un giallo de romanos; el primer título de una serie ambientada en la antigüedad tardía, en el siglo IV después de Cristo, protagonizada por un individuo, Aelius Spartanus, que, en el primer título, investiga la muerte de Antinoo, el favorito de Adriano, 170 años después; con la pista, como puede imaginar, bastante fría.

–Pues en el mundo del policíacoromano hay competencia.

–Es cierto, pero más en la época anterior, desde César hasta el siglo III. El siglo IV es casi medieval ya.

–Todo este rato con usted, ¿sabe?, he tenido la sensación de que no estábamos solos. De que Martin Bora estaba cerca, escuchándonos, encendiendo un cigarrillo hábilmente con su única mano, acercándose al ventanal para admirar esa Roma en la que se sentía tan a gusto. Me cuesta imaginar que sea una creación suya y no un ser real, de carne y hueso.

–Es el mejor regalo que puede hacerme. Supongo que lo percibe así porque acaso nota una cierta afinidad espiritual con él; con su visión sensible, algo doliente, de la vida y la sociedad. Martin Bora ya no es sólo mío. Hay lectores que incluso me escriben para decirme lo que debe pasarle. Es un rasgo bastante posmoderno.

Tras la entrevista con Ben Pastor parece obligado –ella misma lo sugiere– dirigirse al otro punto de Roma donde Martin Bora, tras la vista apocalíptica de Via Rasella, vive en Kaputt Mundi su episodio más dantesco. Un autobús lleva hasta las Fosas Ardeatinas, fuera de las murallas de Roma y cerca de las catacumbas de Domitilla. La visita al hoy monumento a las víctimas es dura y dolorosa. Resulta difícil permanecer mucho tiempo en la Grotta dell Eccido, donde los SS fueron disparando a la nuca de los seleccionados para la represalia. En la soledad del mediodía romano parecen rebrotar el eco de los disparos, el ladrido de las voces de los ejecutores, el llanto sordo de los que esperan su turno y los espantosos alaridos de las víctimas a las que los verdugos, cada vez más ebrios e imprecisos, no han conseguido matar al primer intento. Bora, el detective de la Wehrmacht, enredado seguramente en algún nuevo caso, no vendrá a rescatar al visitante, y habrá que aguantar las espectrales visiones que conjura el juego de los candiles en las rugosas paredes de la gruta: retazos de historia, crímenes viejos, negras sombras.

* De El País, de Madrid. Especial para Página/12.

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