DIALOGOS › OLIMPIA TORRES-GARCIA, LA ULTIMA HIJA DEL GENIAL PINTOR URUGUAYO
Nació en España en 1911 y murió este año en Montevideo, casi centenaria. Fue hija del genial pintor uruguayo creador del constructivismo. En este, último reportaje, cuenta sus peregrinajes infantiles por media Europa y por Nueva York, la llegada a Montevideo y las amistades de su padre con los genios del arte moderno. Y cómo le gustaba bailar a Mondrian.
› Por María Esther Gilio
–Si yo digo “su padre”, ¿cuál es la primera imagen que le viene a la memoria?
–Lo veo clavando, serruchando, pintando.
–Siempre haciendo cosas con las manos.
–Ah sí, no era un hombre de estarse quieto en la casa. Cuando nos mudamos acá él hizo las estanterías del estudio. Hizo muchas cosas, sillas, mesas, todo. Eso es algo que heredaron mis hijos y mis nietos.
–Qué acento tan español que tiene, a pesar de los años pasados en Uruguay.
–Sí, me gusta eso que dices. Me gusta conservar mi acento. Pero, es más bien catalán.
–Su padre, entonces...
–Siempre moviéndose, ocupándose de algo. También de nosotros.
–Fue un adelantado en eso de compartir las tareas de la casa.
–Sí. Muy buen recuerdo tengo de él en ese aspecto.
–Usted pasó los primeros años en Barcelona, nació en el ’11. ¿Cuáles son sus recuerdos de esos años?
–Muy pocos. Recuerdo, en cambio, cuando nos fuimos a Nueva York.
–Ahí tenía nueve o diez años y nunca había ido a la escuela. Cuénteme de las discusiones entre su padre y madre sobre este tema. (Olimpia ríe largamente).
–Ah, discutían mucho sobre nuestro colegio. Las experiencias de ellos en el colegio habían sido muy diferentes. La de mi madre muy buena, la de mi padre muy mala. La de mi madre, en España, en un colegio de monjas,
–La de su padre en Uruguay.
–Sí, en una escuela pública, tan mala, que él no quiso ir más. Entonces fue la madre quien le enseñó. El se formó solo, fue un autodidacto completo. No hizo secundaria, nada. Pero, con todo, tenía una gran cultura. No sólo estudió historia o filosofía. También geometría, perspectiva, que le eran necesarias para su trabajo y sus teorías.
–El colegio adonde él fue, acá, era público. Es raro que fuera tan malo.
–No olvides que hablamos de fines del siglo XIX. El no aguantó esa escuela, pero ya sabe, eso no le impidió nada. Era un lector infatigable. Le apasionaban los griegos.
–Eso se ve en los nombres de sus hijas mujeres: Olimpia e Ifigenia.
–Yo tengo un hijo psiquiatra que tiene una teoría sobre el nombre Ifigenia, que mi padre puso a mi hermana. Ella murió muy joven y él dice “Tu padre fue un criminal, le puso Ifigenia a tu hermana, con lo cual selló su destino”. (Se ríe.)
–Volviendo a la escuela, finalmente venció su madre.
–Sí, un policía la ayudó. Vivíamos en Nueva York y estábamos Augusto y yo, asomados a la ventana, mirando a la calle, en horario de clase. Un policía pasó y nos vio. Subió, llamó a la puerta y preguntó a mi madre qué hacían esos niños en la ventana, por qué no estaban en la escuela. Mi madre le dijo que acabábamos de llegar y que no sabíamos inglés. “Ah, no importa –dijo el policía–, igual tienen que ir. La semana que viene vuelvo a ver si ya fueron anotados.”
–Su madre, Manolita, hablaba inglés.
–Ella sí, nosotros, claro, no. Ahora, imagínate a dos niños catalanes puestos en una escuela de Nueva York.
–Sí, trato. ¿Fue bueno o malo?
–Fue muy malo, sufríamos mucho. No entendíamos lo que nos decían. La maestra venía y me ponía en el cuaderno una cantidad de palabras que yo no entendía. Yo me angustiaba y copiaba todo aquello como podía. Llenaba la hoja con la copia. Y cuando la maestra veía mi cuaderno decía “No, no, no es así”. Y aunque no entendía sus palabras, me daba cuenta por su expresión, nada amable, que lo que yo había hecho estaba mal. Yo sabía escribir en catalán y en español. Conocía bien las letras, pero eso no alcanzaba.
–¿Qué dijo tu padre cuando llegó a la casa y le dijeron que irían al colegio?
(Levanta una mano y lleva sus ojos al techo.) –Ah, se puso furioso. “¿Por qué? ¿Por qué?”, decía. Pero no hubo caso.
–¿Y su madre?
–Mi madre como siempre, serena, buscando y encontrando las palabras que lo calmaban.
–¿Y Augusto? ¿Qué le pasaba a él?
–También sufrió. Yo recuerdo de hablar con Augusto muchas veces, después de años y años. Y siempre recordábamos lo mal que la habíamos pasado. Fue sólo unos meses. Pero no lo olvidamos.
–Cuando habían aprendido inglés, pasaron a Italia.
–Sí, claro, qué loco mi padre (se ríe fuerte). Al poco tiempo quiso que nos mudáramos a Italia.
–¿Recuerda el momento en que su padre empezó a hacer juguetes?
–El momento en que empezó no, pero sí nos recuerdo a todos haciendo juguetes. Sé que él empezó con los juguetes pensando que con éstos podría obtener un dinero que no le daba la pintura.
–¿Y fue así? ¿Qué pasó con los juguetes en Nueva York?
–Ah, fue bien. Tuvieron andamiento. Pero como se le ocurrió irse a Italia dejó la pequeña fábrica a un amigo y socio.
–Poco después la fábrica se quemó.
–Sí, se quemó.
–Usted era una niña cuando él hizo esos juguetes. ¿Para usted eran realmente juguetes, es decir objetos con los que le divertía jugar? Porque yo los recuerdo como cosas maravillosas, pero para mirar. Tal vez uno deforma su percepción a partir del hecho de que están fabricados por Torres-García.
–Para nosotros eran juguetes, mis hermanos y yo jugábamos con ellos.
–¿Recuerda alguno, especialmente?
–Recuerdo aquellos que consistían en armar –con pequeñas piezas– hombres y mujeres. Ahora hay un nieto mío, bisnieto de mi padre, que está siguiendo con éxito esa línea.
–Me gustaría que recordara cuando con Augusto empezaron a dibujar. ¿Qué decía su padre de lo que hacían?
–De cuando yo empecé no me acuerdo. Sé que de chiquitos, en invierno, estábamos en Fiésole y dibujábamos. Augusto y yo dibujábamos. Ifigenia no.
–Su padre aceptaba que ella no dibujara.
–Claro. Mi padre nunca nos obligó a nada. Nos sermoneaba cuando hacíamos algo malo. Y en cuanto a los dibujos siempre decía “¡Qué bien! ¡Qué bien!” y guardaba algunos. No todos, algunos. No era de extasiarse ante nuestros dibujos.
–¿Qué edad tenía cuando él hizo una exposición con sus dibujos y los de Augusto?
–Era pequeña, cuando fui a Nueva York, tenía 10 años y esto fue antes, en Barcelona.
–Esos dibujos él no los corregía. Pero cuando ustedes crecieron empezaron a dibujar y pintar como adultos. Ahí, seguramente, habrá empezado a corregir. El era muy exigente con sus alumnos. Eso dicen.
–Mirá, yo dejé de dibujar. Augusto siguió y mi padre le enseñaba, pero sólo la técnica. Yo dejé y recién retomé durante la Guerra Civil Española.
–Ahí había vuelto a España ya casada con Yepes.
–Casada y con hijos. Empecé porque a partir de que los rojos perdieron la guerra, las mujeres ricas del lugar donde estábamos, que era Tarasa, se habían puesto tremendamente engreídas. Ellas dictaban las reglas de la moral y las costumbres. Quienes no iban a la iglesia eran señalados y condenados. Se volvían sospechosos. Yo quise entonces recoger aquellos gestos de grandes señoras. Me daba tanta rabia todo eso, que empecé a dibujarlas de una manera crítica. Empecé con ellas y luego seguí por mucho tiempo, pero siempre en ese tono irónico, burlesco.
–¿Hacía esas cosas y las vendía?
–Esas no. Lo que yo hacía para ganar dinero eran ilustraciones de libros. Había un editor que era amigo y me daba trabajo.
–¿Qué dijo su padre cuando vio esos dibujos?
–Cuando yo volví a Uruguay, después de la guerra, fue que él vio los dibujos. Los miró, los miró, los miró y no decía nada. Finalmente hizo así, se tocó la frente y dijo: “Nunca pensé que una hija mía haría estos dibujos”.
–¿Era un elogio o una crítica?
–No era ni elogioso ni crítico. Estaba asombrado. Creo que él no creía que yo podía tener esa veta tan irónica. El me creía un ser normal. (Se ríe fuerte.)
–Yo pienso que le gustó lo que hizo.
–Sí. Yo también lo pienso. Pienso también que su sorpresa tiene que ver con el hecho de que él me seguía viendo como una niña.
–Leyendo la biografía que hizo Rosario Peyrou de su madre uno ve que los amigos que los rodeaban, en general, pertenecen a la izquierda.
–No lo tengo pensado eso. No sé.
–A menudo son socialistas, anarquistas.
–Sí, pero anarquistas y socialistas sentados en una silla. No había alguno que fuera y pusiera una bomba. Te cuento lo que pasó una vez con un anarquista en Barcelona. Es una anécdota. Tenía que poner una bomba en un monumento, no recuerdo de quién, un enemigo. El se confundió y la puso en el monumento a Colón. ¿Lo conoces? Está ahí Colón de pie sobre una columna señalando América con un dedo. (Se ríe a carcajadas.)
–¿Su padre pensaba que la pintura podía mejorar al hombre, abrirlo a una mejor relación con el mundo, con los demás hombres?
–La pintura no, el arte.
–Sí, claro, el arte. ¿Alguna vez escuchó a su padre relatar el desagradable episodio que vivió con Picasso?
–Muchas veces. El había sido muy compañero de Picasso en Barcelona, cuando eran jóvenes. Era común que ambos se encontraran para pintar juntos. Incluso hay en el Museo Picasso unas pequeñísimas cartulinas con el mismo paisaje hecho por ambos. Son frecuentes entre esos dibujos las masías, casas de campo catalanas, que a todos les gustaba pintar. Cuando marchamos a Nueva York pasamos primero por París y él quiso ver a Picasso, a quien hacía muchos años que no veía. Picasso no lo recibió. Eso le dolió muchísimo.
–¿El no le dejó unos dibujos?
–Sí, le dejó. Y cuando fue a buscarlos le devolvió un sobre donde no estaban los dibujos sino pedazos de diarios. Bueno, Picasso era así. El tenía una hermana a la que quería mucho. Un día fueron a verlo dos hijos de esa hermana. El no los recibió. Ellos tenían la dirección de mi padre, vinieron a verlo, y cuando le contaron lloraban como niños. Picasso era así.
–¿Recuerda a su padre mientras pintaba?
–De eso no recuerdo casi nada porque él se encerraba. Después que estaba hecho el cuadro sí nos llamaba para que lo viéramos. Pero mientras pintaba no, porque él para pintar se aislaba.
–La llegada a Italia, después de Estados Unidos, debe haber sido una experiencia interesante. ¿Cómo vivían ustedes esos cambios?
–Mal, mal. Augusto y yo, que éramos los mayores, los vivíamos muy mal. Cuando él anunció que dejábamos Nueva York llorábamos todos. Nos gustaba estar en Nueva York; ya sabíamos perfectamente el inglés. Pasar de una ciudad a...
–¿El campo?
–No tanto. Había una villa que tenía una pequeña casa al lado, que era de los guardianes. El alquiló esa casa de al lado, la de los guardianes. Sin calefacción, sin agua corriente. Sin nada. Mi madre, que venía de todas las comodidades que hay en Nueva York en las casas, vio la cocina, una cocina inmensa, con aquellas cacerolas enormes colgadas y hornallas como para cocinar para un ejército, vio todo aquello y se echó a llorar. “Yo no quiero cocinar aquí”, decía. Mi padre entonces agarró un taxi, se fue a Florencia, compró una batería de cocina nueva y se la trajo. “Aquí está”, le dijo. Con lo cual mi madre dejó de llorar.
–Los caracteres de sus padres eran muy diferentes.
–Eran, sí, bastante diferentes. Mi madre era catalana pura. Su familia nunca se había mezclado con españoles. El primero que entró a su familia sin ser catalán fue mi padre. Ella tenía las costumbres de la alta burguesía catalana. Claro, toda esa vida, a la que la llevaba mi padre, la perturbaba enormemente. Salir de aquella cocina pequeña con todo lo necesario en Nueva York y pasar a esta otra que parecía del ejército, en Fiésole... Esto la desasosegaba enormemente. Muchas veces he pensado yo en eso, en cuánto habría sufrido mi madre estas cosas. el frío, por ejemplo, en aquel caserón.
–Su madre tenía un excelente carácter, creo.
–Sí, era muy corajuda y alegre. Hasta último momento fue muy vital. Y vivió 111 años.
–Qué habría sido de su padre si no hubiera tenido una mujer con los pies tan sobre la tierra...
–No creas que él estaba en el aire. El veía cuando las cosas andaban mal y entendía a mi madre. La entendió muy bien cuando vio su desesperación ante aquella cocina de la Edad Media.
–¿No recuerda a esa ciudad, Fiésole, como muy linda?
–Sí, claro, con todo aquel declive verde y el teatro romano abajo.
–Se fueron acomodando...
–Sí, nos fuimos acomodando hasta que estuvimos acomodados y a mi padre se le ocurrió ir a París. Pero, poco antes de irnos, pensó que París no, porque hacía mucho frío. Entonces nos fuimos a Niza, donde nos ubicamos en un pueblo maravilloso de la costa francesa, cerca de Villefranche Sur Mer.
–Nuevo cambio de idioma.
–Sí. Un tiempo después nos fuimos a París, donde estuvimos ocho años.
–¿Cómo era la respuesta de su padre frente a hechos negativos en su vida? Por ejemplo el incendio de la fábrica de juguetes en Nueva York cuando ya estaban en Italia. ¿Cómo reaccionaba antes esos hechos dolorosos que tenían que ver con su trabajo, con su vida?
–Siempre reaccionó de una manera positiva: hacía otra cosa. Cuando se quemó la fábrica de Nueva York empezamos a hacer juguetes en Italia. E hicimos muchos, muchos, muchos. Mi hermano Augusto, mi madre y yo, pintábamos. Augusto llevaba y traía los tablones al aserradero. Mi padre dibujaba los tablones, los trozos de madera. Lo peor era lijar. Lijar y lijar hasta que la madera se volvía suave. Eso lo hacíamos nosotros. Después él nos daba un tanto. Nos pagaba. Tuvieron mucho éxito los juguetes. Se vendieron mucho.
–¿Por qué se fueron de Italia?
–Eso digo yo, ¿por qué?
–¿Qué sería lo que él buscaba? Tal vez eso que buscaba lo encontró aquí, en Uruguay. Porque, finalmente, aquí que se quedó.
(Olimpia me mira y no dice nada.)
–Luego se fueron a Madrid.
–Al principio me costó un poco. Los madrileños son muy duros, tajantes. Veníamos de París...
–Los franceses creo que son más educados pero no más cálidos.
–Sí, tal vez. A nosotros nos gustaba mucho estar en París. Ibamos a los museos. Paseábamos. Eramos muy felices en aquella ciudad. Hasta que se nos planteó una nueva mudanza. Era fines de los ’30 y había una especie de crisis en el arte. Se vendía muy poco. Muchos artistas extranjeros se iban.
–Madrid era una ciudad provinciana en esos años. No parece una ciudad donde un pintor pudiera hacer una gran carrera.
–Sí, era como tú dices, muy provinciana. Una vez allí, mi padre que pensaba hacer dos cosas diferentes –pintar, como siempre, y además abrir una escuela de arte constructivo– se dio cuenta de que esto último era imposible. El había empezado ya a manejar su teoría sobre el universalismo constructivo y quería abrir una escuela de pintura constructivista. En París no podía, en Madrid tampoco. En Barcelona imposible.
–¿Por qué?
–No recuerdo las razones, sé que él decía que no.
–Ahí aparece Montevideo. ¿Cómo les pintó él esta ciudad tan pequeña, tan lejana y tan apartada de los senderos mundiales del arte?
–Ah, no sé. Tenía él un poder de seducción imbatible. En abril de 1934 nos embarcamos.
–Conformes.
–Yo no estaba conforme, la prueba está en que llegué, al poco tiempo me casé y me volví.
–¿Por qué Yepes había venido con ustedes?
–¡Porque era mi novio!
–Ah...
–Ahh... Claro, sin qué.
–¿Qué era lo que llevaba a su padre y a Yepes a discutir sin cesar? Eso dicen quienes los conocieron.
–El arte, entendían el arte de maneras diferentes.
–Es gracioso que sus teorías sobre arte los hayan llevado a distanciarse. ¿Tan teñidas de pasión estaban sus ideas? Si fueran ideas políticas...
–Ellos ponían en sus ideas sobre la pintura la pasión que otros ponen en sus ideas políticas.
–¿Se acuerda de las principales diferencias?
–Yepes decía: “Tu padre es así” y ponía la mano con la palma hacia arriba, “y yo soy así” dando vuelta la mano. Yepes era muy maduro para su edad. Y discutía con mi padre a la par.
–¿De qué lado se ponía?
–De ningún lado. A mí lo que discutían me eran indiferente. Yo pensaba ¿por qué están discutiendo? Mi madre también decía eso. ¿Pero por qué discuten?
–Creo que usted sabía por qué discutían.
–Sí, sabía. Mi padre descubrió el constructivismo y quería que todo el mundo fuera constructivista. Allí estaba para él todo el arte moderno. Yepes se negaba. El no quería reglas, quería estar suelto.
–¿Al final, se entendieron?
–Nunca.
–¿Recuerda algún comentario de su padre sobre grandes artistas que él conoció personalmente? Duchamps, Miró, Mondrian, Gaudí.
–Duchamps no le gustaba. Pero como eran amigos, lo respetaba. Se respetaban mutuamente. A Miró lo conocía de Barcelona y, aunque no compartía sus ideas, también lo respetaba.
–¿Mondrian?
–Con Mondrian andaba muy bien. Con él no había discusiones. Qué simpático era. Parecía muy serio, pero no lo era. Muy cariñoso cuando le conocías más. Y loco por bailar. En las reuniones de artistas nos agarraba a Ifigenia y a mí, y allí empezaba a dar vueltas. Muchas veces yo bailé con Mondrian.
–Creo que su padre trabajó con Gaudí.
–Sí, lo ayudó con los vitrales de la catedral de Mallorca. Y más tarde dibujó algunos vitrales de La Sagrada Familia.
–¿En esos vitrales nada hace prever al constructivista?
–Nada, esto es muy anterior. Mi padre era muy joven. Tendría 20 años.
–¿Hacía su padre, en cuanto a la pintura, alguna diferencia entre usted y su hermano?
–No sé (queda pensativa hasta que dice levantando la voz), ¡qué digo! El decía que Augusto tenía mucho más talento que yo. El machismo siempre fue el machismo. Augusto era el hijo varón. Yo se lo dije muchos años después a mi padre: “Tú hiciste una diferencia entre Augusto y yo”. Y a mí eso me ofendió. Y todavía estoy ofendida. “¿Pero qué hice yo?”, dijo él. “Tú siempre creíste que yo era una nena cualquiera que dibujaba monitos” y no fue así.
–¿Qué dijo él?
–El me dio la razón.
–¿Cómo decidió volver a Uruguay?
–Después de que terminó la guerra de España, el gobierno francés nos becó a mí y a mi marido. Nos fuimos a París. Pero después de la Segunda Guerra París estaba muy mal. No había habitaciones, no había comida. Había una vida miserable que duró bastante tiempo. Nos cansamos y yo le escribí a mi padre diciéndole que volvíamos. Su respuesta fue mandarnos los pasajes.
–No fuera que se arrepintieran.
–Claro. El quería estar seguro de nuestra vuelta y ésa era una manera.
–¿Su padre encontró en Uruguay lo que buscaba? ¿Acá se sintió... digamos feliz?
–Creo que se sintió muy bien. Creo que el taller le dio muchas satisfacciones... Hay algo que tienes que decir. Que sin Manolita él hubiera sido la mitad de lo que fue. Y eso fue muy bueno y muy lindo para mí y mis hermanos.
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