DIALOGOS › PIERRE ROSANVALLON DEBATE SOBRE LA DEMOCRACIA Y LA POLITICA DE ESTA EPOCA
El historiador y filósofo político francés plantea la desconfianza de los ciudadanos como un gesto político, más que signo de apatía. En su reciente libro, le pone nombre al debate: la contrademocracia. Aquí, analiza el devenir del pensamiento sobre las democracias y el desarrollo de las sociedades civiles. Y discute sobre el contrapoder, el populismo y el escándalo en la política.
› Por Mario Wainfeld y Fortunato Mallimaci
–En su reciente libro, La contrademocracia usted describe la tensión y la complementariedad entre los mecanismos de elección de autoridades y los mecanismos de organización (o desorganización) de la “desconfianza” ciudadana. Y postula que no hay democracia si no existen los dos elementos.
–El modo de pensar las democracias no cambió mucho desde hace dos siglos, desde las revoluciones francesa, americana y sudamericanas. Pero desde entonces las sociedades civiles se han desarrollado muchísimo. Antes se pensaba a la democracia totalmente incluida en las instituciones políticas y parlamentarias, ahora es más abarcante. Tampoco es una novedad absoluta: Tocqueville, en 1830, dijo que la democracia no era un régimen político sino una forma de sociedad. Me interesa estudiar ese desarrollo democrático que desborda los márgenes de las instituciones.
–Las desborda y las complementa: no equivale al fin de las instituciones o a la pérdida de valor del voto...
–Las instituciones son la base segura, la base sólida y, sobre todo,la base verificable. El voto es un test, las elecciones son “el poder de la última palabra” decimos en Francia. A partir de la elección hay cosas que no se discuten más. Pero el ciudadano activo es más que un elector, no se limita a elegir cada cuatro o cinco años. Es un actor de la sociedad civil. Interroga al poder, lo pone a prueba, lo obliga a rendir cuentas. El voto expresa la confianza, la actividad diaria de los ciudadanos es actuar la desconfianza.
–Los contrapoderes son imprescindibles pero pueden ser un riesgo.
–El problema de la democracia contemporánea es que se pasa fácilmente de la desconfianza positiva a la desconfianza negativa. La democracia actual es un régimen ambiguo porque porta un desarrollo de la actividad ciudadana y mucha capacidad de destruir los fundamentos del sistema.
–La contrademocracia comprende los dos aspectos.
–Por eso elegí la expresión “contrademocracia”, porque es una palabra desconcertante, una palabra problemática. La expresión “contrademocracia” abarca organizaciones de la sociedad civil muy activas pero también otras que ejercitan una soberanía negativa, de rechazos.
–En cualquiera de esos casos, la organización de la desconfianza, permítame que lo parafrasee con mis palabras, no alcanza para hacer un relato de la sociedad. Una sociedad no es la suma de sus partes ni la de sus voces ni las de sus demandas. Ese es el lugar de la política... ¿traduzco bien?
–Sí. La política no es solamente la confrontación de diferentes intereses particulares. Es un espacio muy único donde se forman las reglas de la vida común. Lo propio de la política es organizar el conflicto, tronchar en un punto el debate, hay intereses en conflicto y se elige entre ellos. Las elecciones fuerzan a hacer una opción que corte la discusión. Al mismo tiempo hay que organizar el consenso. Al principio se fantaseaba que podía conseguirse pleno consenso, que la división era una patología, que podía llegarse a la, superadora, unanimidad. No es así: hay conflictos de intereses, de clases, culturales.
–Es imposible abolir el conflicto o conseguir unanimidad...
–La democracia es un régimen de discusión, propone reglas de juego efectivo, que sean negociadas. Porque tienen que convivir personas que no se parecen, si todas se parecieran sería muy fácil.
–A menudo los ciudadanos se enojan si la discusión se prolonga mucho...
–Hay que articular un régimen de deliberación con uno de decisión. El problema es la filosofía política centrada en uno solo de los dos aspectos: el decisionista o el deliberativo. Hay un faltante, allí.
–¿Cómo ubica el “descenso a lo local”, el creciente interés por temas cercanos, comunales, micro en relación con ese concepto de la política?
–“La proximité”, decimos en francés. No sé si tiene traducción.
–Se puede decir igual.
–La proximidad, contra lo que parece, es una demanda compleja. Un poder cercano es un poder del que uno se puede apropiar, un desplazamiento de las imperfecciones de la representación. Pero el sentido de la democracia no es lo local, es producir reglas generales. No se debe confundir una asamblea de barrio con un foro deliberativo de la sociedad. En Europa, como regla general, es llamativo que los impuestos redistributivos no sean comunales. Los impuestos a nivel local son proporcionales, más bien una contribución proporcional. Usted paga en proporción al valor de su casa o de su terreno. Forzando el argumento es una democracia de copropietarios, como en el siglo XIX.
–Usted atribuye un valor fundante al escándalo. Y si uno habla de escándalo habla de periodismo. ¿Qué importancia tiene el escándalo en la conformación del imaginario democrático?
–La democracia incluye la idea de un poder inmediato, que se pueda controlar. Un poder visible, apropiable. La corrupción es una organización subterránea del poder que niega la visibilidad. El escándalo revela y alerta sobre esa acción subterránea.
–La corrupción y la búsqueda de transparencia son grandes temas del siglo XX, avances en un sentido. Según usted, también reflejan una decadencia de la política.
–Yo he sido creador de la ONG Transparencia Internacional, sé de la importancia de las denuncias ciudadanas contra la corrupción, que enriquecen al sistema político. Pero las denuncias de escándalo pueden ser, en cierto sentido, una renuncia a la política. El auge de los escándalos es consecuencia de una crisis de la política: la desideologización y al desencanto. Cuando se discutían sistemas, las cuestiones personales eran secundarias. Se debatía el sistema, no sus desviaciones.
–El escándalo alerta pero ilumina una zona muy parcial.
–No se puede encapsular la política en los hechos escandalosos, es reducirla a una sola faceta. Hay una forma de denuncia positiva y otra que desorganiza o demoniza la representación. El control obsesivo engendra figuras terribles como (en la revolución francesa) Marat, que denigra al poder político.
–Recuerdo a Gérard Depardieu, encarnando a Marat en una película de hace décadas. Enronquecido (lo que le daba un tono parecido a Perón) respondía a sus acusadores diciendo “yo soy el pueblo”. Usted alude al conflicto entre el ciudadano elector y el ciudadano opinante y los asocia, respectivamente, al diputado y al periodista.
–Siempre hay conflicto de representación porque nadie es propietario del pueblo. El poder autoritario y el totalitario pretenden representar a la totalidad del pueblo. La monarquía absoluta expresó “l’Etat c’est moi”. Trotsky decía que Lenin había perfeccionado esa frase enunciando “la société c’est moi” (ríe).
–Volvamos a la crisis de los relatos. Es cada vez más difícil formar coaliciones por la positiva y, relativamente, más sencillo, unirse por la negativa.
–Hay una dificultad técnica más grande para formular proyectos generales porque el futuro es muy incierto en la sociedad de riesgo. Hoy cuesta imaginar, en serio, planes quinquenales como los del siglo pasado.
–Usted describe al populismo como una de las desviaciones antipolíticas de la democracia. Nos gustaría que nos explicara a qué llama “populismo” y si esa definición calza a ciertas fuerzas políticas de nuestra región, como las que gobiernan Venezuela, Bolivia o, aun, Argentina.
–La definición clásica de populismo articula una visión sociológica con una concepción política. Sociológicamente, se propone que hay una unidad del pueblo, desbaratada por la acción de los enemigos. Los enemigos pueden ser los latifundistas, los inmigrantes, el exterior...
–“Ellos.” “Los malos.”
–“Ellos, los malos” (traduce al castellano y ríe). Los otros. La unidad desbaratada por los otros. Hay una posibilidad de representar al pueblo a través de una persona. El pueblo tiene una palabra, un pensamiento que se puede encarnar adecuadamente por el líder populista.
–El líder representa la unidad del pueblo.
–El líder es visto como la solución a la crisis de la representación, siempre dividida entre partidos que no representan a la sociedad. En América latina esto es muy fuerte porque siempre existió una fuerte cultura de la unanimidad, que existió al principio en la Revolución Francesa. En Francia, a partir del siglo XIX se comprendió que la división era normal, en América latina se aceptó menos.
–No sé si estamos tan de acuerdo. Volvamos al populismo contemporáneo.
–El populismo contemporáneo es una exacerbación de la contrademocracia. Es el populismo de la estigmatización general de los poderes, el de la denigración. Hace de la política en sí misma un adversario. Igualmente, hay un populismo moderno, vaya, ya ninguna persona propone hoy encarnar sola a la sociedad, como en tiempos de Perón.
–O Charles De Gaulle.
–También. Pero hoy alguien puede ser la voz suficiente para impugnar la política. Los populismos de las sociedades occidentales del siglo veinte son eso, la negación de la política.
–Vuelvo a la pregunta original. ¿Se puede extender esa definición a regímenes políticos de esta región que tienen una propuesta para la sociedad tal vez muy confrontativa, pero que no son fuerzas de obstrucción? Incluso pueden tener una agenda diferente y hasta más ambiciosa. ¿Encajan en su definición de populismo?
–Es un problema que un concepto se vuelva demasiado elástico. Si el concepto de populismo termina por englobar al peronismo, a Chávez, de Gaulle, Le Pen, a lo que pasa en Suecia... el concepto pierde su sustancia.
–O cuando los organismos internacionales de crédito rotulan como “populistas” a políticas económicas que critican.
–El populismo termina siendo la palabra adecuada para definir aquello que “nos” desagrada (risas). Demasiados preconceptos.
–Usted menciona al final de su libro la herencia intelectual de Raymond Aron y Jean-Paul Sartre. Y propone una revisión de esos legados.
–Raymond Aron encarnó, para mucha gente, la lucidez y el rigor de la inteligencia. Pero también tuvo, digamos, un pesimismo radical. Jean-Paul Sartre, al contrario, encarnó el sentimiento de que la revuelta era siempre posible pero con un sentido terrible de enceguecimiento sobre sí mismo, sobre sus relaciones y sus amigos. Ese legado intelectual es problemático. Para mi generación hubo una expresión muy importante, la de Gramsci: unir el pesimismo de la inteligencia con el optimismo de la voluntad. Me apropio siempre de esa expresión clásica.
–Una última cuestión, sobre la coyuntura actual en Francia. El presidente Nicolas Sarkozy embiste contra el Estado providencia, contra los “privilegios” de trabajadores y sindicatos. Un gobierno nuevo, un discurso conocido.
–No es fácil reformar o cambiar. Por lo tanto, todo discurso sobre la reforma debe incluir un discurso sobre los límites que imponen sectores de la sociedad al progreso, al crecimiento. Ese discurso es el mismo desde la Revolución Francesa, el único motivo que impide las reformas son las corporaciones. Es un discurso repetido: si se removieran esos obstáculos por un golpe de magia se resolvería todo.
–Las reformas de este tipo fueron intentadas por gobiernos recientes de Francia. Y no pasaron. ¿Pasarán ahora? ¿Tendrán apoyo popular? ¿Podrá usted tomar el avión de Air France para volver a París?
–El gran problema de la sociedad francesa es que debe generar grandes conflictos (y un imaginario de la catástrofe) para llegar a pequeños cambios. Un imaginario en el que cuentan los proyectos y también la bronca.
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