DISCOS
› CARLOS JIMENEZ EDITO SU DISCO NUMERO 68
La Mona tremenda
Se llama “Al palo” y su primer tema es una apuesta optimista al futuro: prevé un despegue mundial del cuarteto y un gran Mundial de la selección argentina en el campeonato Japón-Corea 2002.
En 1995, uno de los miembros del Gran Jurado de los premios Konex, que ese año distinguía a figuras de la música popular argentina, dijo que no estaba dispuesto a avalar con su presencia que se galardonase a exponente alguno del rubro que los organizadores habían denominado “música tropical o de cuarteto”. Eso, sostuvo el jurado con un gesto despectivo, “no merece ser llamado música”. Su explicación fue sencilla: “Para lo único que sirve, es para bailar”. Por ende, agregó, se trata “de un género inferior” a los otros sobre los que el Gran Jurado debía pronunciarse. Las apreciaciones del jurado, que es periodista y aún escribe sobre música popular en un centenario matutino porteño, causaron un revuelo considerable, en aquella reunión destinada a buscar consenso. Uno de los miembros del Gran Jurado le recordó que los mismos sambenitos cayeron en su momento sobre el tango y el rock. Otro le apuntó que también el vals y el chamamé servían sólo para bailar. Un tercero casi que le reprochó adherir a los postulados del nazismo, al dividir a los géneros en inferiores y superiores.
El disconforme perdió absolutamente la discusión en que se había empeñado, y el Gran Jurado decidió por unanimidad que el premio del rubro iría a parar a manos de Carlos “La Mona” Jiménez. En la ceremonia posterior, desarrollada en el Teatro Colón, Jiménez agradeció, con un emotivo breve discurso, su premio, que aplaudieron Adolfo Bioy Casares, Mercedes Sosa y Susana Rinaldi, entre otros. Estaba de riguroso smoking, nunca había entrado al Colón hasta esa noche y todo tenía el encanto, y los modos, de una ceremonia televisada a todo el país, bajo la conducción de Magdalena Ruiz Guiñazú. Una vez que tuvo el premio en sus manos, y saliendo por un momento del protocolo, el músico cordobés enfrentó al Gran Jurado, que permanecía en un estrado, sobre el escenario. Nadie sabrá jamás si estaba al tanto o no de la discusión interna, pero lo cierto es que La Mona avanzó hacia aquel jurado que en la intimidad había hablado pestes sobre el género y mirándolo a los ojos le dijo: “Gracias, señor, en nombre de la alegría de la gente”.
El cuarteto, que Jiménez define como el folklore cordobés, tiene ya más de 60 años de vida. Durante buena parte de sus 35 de carrera La Mona ha sido su figura central. Arrancó como una estrella juvenil, en el Cuarteto Berna, y se hizo famoso como voz del Cuarteto de Oro, que patentó el mega hit de los tempranos 70 “Cortate el pelo cabezón”. En ese lapso grabó 68 discos que jamás arrancaron por debajo del Disco de Platino, el máximo premio de la industria argentina (antes por 100 mil ejemplares vendidos, luego por 60, hoy por 40). El promedio de venta de sus trabajos solistas da 70 mil ejemplares.
Desde afuera de Córdoba puede pensarse que el cuarteto es un género inventado para satisfacer las necesidades de diversión de los pobres, pero en rigor hoy es una música cuyo consumo atraviesa todas las clases sociales de esa provincia. El fugaz reinado de Rodrigo en el terreno de la música bailable que se consume en Capital Federal y otras ciudades argentinas demostró ese punto, el de la transversalidad del fenómeno. O si se quiere que las clases medias y altas suelen adoptar los modos de las clases bajas cuando intentan un poco de diversión sana e inocente. “A nosotros nos costó llegar a la ciudad de Córdoba, porque primero tocábamos sólo en la periferia, sólo para los pobres. Pero cuando llegamos fue de la mano de los estudiantes universitarios, que llevaron nuestra música a las facultades”, suele contar Jiménez. El musicólogo cordobés Gabriel Abalos escribió que si el cuarteto sobrevivió a los “prejuicios de la cultura cholula” fue porque a lo largo de su ya larga historia consiguió crear un mercado propio. “Por un lado, una industria del baile, del disco, radial y del espectáculo. Y por el otro un público que no retaceó nunca la adhesión. Un público de costumbres pueblerinas, luego barriales en que elbaile ocupó siempre un lugar de privilegio.” Si no estuviese claro que se habla del cuarteto, buena parte de esas definiciones le caben al rock.
Al palo, que tiene veinte temas, no se distingue demasiado de otros discos de La Mona: un puñado de canciones fáciles y entradoras, tocadas profesionalmente por un grupo al servicio de una voz entusiasta y de tablón, que a veces desafina y otras da pena, pero siempre causa impresión. Un montón de melodías parecidas entre sí sirviendo a un conjunto de letras previsibles, que describen sensaciones sencillas, a veces primales, siempre nobles. Estribillos que buscan su destino de estadios. Escuchando a La Mona hasta un sordo entiende que bailar no debería dar culpa, sino placer, incluso si el sordo vive en un país lleno de complejos y obsesiones, acorralado por la problemática económica y social, repleto hoy de deudas incobrables. Se ha insistido con que La Mona es el James Brown argentino, lo que equivale a decir que el cuarteto es el funk sudaca, y no está mal, aunque huele a colonización de los gustos. A la hora de pensar en el fenómeno hay que observar también a Brasil y su música popular masiva, a esas multitudes bailando y bailando en carnavales que nunca terminan, aunque en derredor nada esté del todo bien. La sabiduría popular ha acuñado un refrán que dice que, al final de todo, ¿quién nos quita lo bailado?