Mié 23.06.2004

DISCOS  › VERSION EJEMPLAR DEL “CARNAVAL” DE ROBERT SCHUMANN

Un viaje alucinado e hipnótico

El genial pianista Nelson Freire logra una notable interpretación de la obra maestra del romanticismo, que conjuga poesía y terror.

› Por Diego Fischerman

Roland Barthes, en un artículo titulado Amar a Schumann, sostiene que el placer de la música de este autor sólo les está reservado, de manera completa, a quienes la tocan en el piano. Es mentira, por supuesto, pero en esa afirmación subyace algo al mismo tiempo fundamental y elusivo de la obra de Schumann: su cualidad material. Esa particularidad que hace que su música para piano se escuche no como algo sobre lo que el instrumento se ha impreso sino como si fuera parte del propio piano. O, mejor, como si ese instrumento, a partir de allí definitivamente, hubiera pasado a formar parte indivisible de esa música.
Robert Schumann, en realidad, es el mejor ejemplo posible de algo tan difícil de definir como el romanticismo musical. De algo que no tiene rasgos estilísticos únicos, que coquetea permanentemente con el clasicismo, su supuesta antítesis (o doble, para entrar en un tema romántico) y que ni siquiera puede ubicarse con precisión en un período o un lugar determinados. El musicólogo Gerald Abrahan dice que el romanticismo fue un movimiento literario y no musical y que, simplemente, atravesó la música cuando los músicos se hicieron más cultos. De hecho, gran parte de la obra de Schumann puede pensarse como la traducción a lenguajes musicales de ritmos, temáticas o gestos de la poesía. Pero, además, en Schumann está el mito del artista romántico: del que es habitado por una fuerza creativa que lo supera, del que desafía las formas y convenciones, del que sufre y, también, del que muere loco.
Uno de los elementos del romanticismo –tal vez uno de los menos tenidos en cuenta– es el terror. Lo incontrolado, lo nocturno, lo que escapa a la razón (la locura, al fin y al cabo, también escapa de la razón) son tópicos de ese aliento que recorre el cuerpo principal de la música escrita en Europa a partir de 1830. Y el Carnaval Op. 9, esa colección de retratos y escenas en forma de danzas, compuesto por Schumann entre 1834 y 1835, es, justamente, terrorífico. Es decir: ése es el lado que logra mostrar, tal vez por primera vez, la increíble versión del genial pianista brasileño Nelson Freire, recién editada localmente por Decca. Freire, compañero preferido de Martha Argerich cuando se trata de tocar a cuatro manos, considerado de manera unánime como uno de los grandes del siglo XX –hecha la salvedad de que casi no grabó discos, ya que es aún más huraño y reacio al mercado que su famosa amiga y colega–, no hace nada, con esta obra, que no esté en la partitura. Y sin embargo consigue transmitirle una respiración agónica, una sensación de límite –de que todo podría dejar de ser como es en apenas un instante–, un fraseo situado en el borde exacto de lo que está por derrumbarse.
Freire es perfecto y, a la vez, casi atemorizante. Este baile de Carnaval en el que aparecen como personajes los alter ego de Schumann –Florestán y Eusebius–, citas a otras obras suyas –Papillons–, Chopin y Paganini, junto a Pierrot, Colombine, Arlequin y, claro, él mismo –A.S.C.H–S.C.H.A (lettres dansantes)– se convierte, en manos de este pianista, en un viaje alucinado e hipnótico. Schumann opinó del Carnaval: “El conjunto no tiene valor artístico alguno; sólo los múltiples estados del alma tienen interés para mí”. Y lo que hace Freire es internarse en esos estados del alma. Hay varias grandes versiones de esta obra, empezando por la legendaria de Rachmaninov, grabada en la década de 1930, y por maestros como Claudio Arrau y Vladimir Horowitz (tan brillante como arbitraria). Entre las más recientes, la de Ievgeni Kissin (editada por BMG) merece especial atención. Pero la de Freire las eclipsa a todas. Podría decirse que así como no hay pianista que no haya tocado a Schumann –y que lo haya amado–, las contradicciones, los misterios, los juegos entre opuestos, se le escapan a la mayoría. Están los que consiguen un Schumann enloquecido pero sin ternura; o los que para iluminar un momento mágico son capaces de romper el precario equilibrio de la estructura. Freire es, a un tiempo, Florestán y Eusebius. Y el programa del disco, por otra parte, no podría estar mejor pensado, en tanto rescata el lado más romántico –más literario– de la producción pianística de Schumann: Papillons Op. 2, Escenas infantiles Op. 15 y Arabeske Op. 18. “El romanticismo no es cuestión de figuras o de formas sino de que el compositor se sienta un poeta o no”, escribió el autor a Clara Wieck –que más adelante sería su esposa–, después de escribir las Escenas infantiles. La música necesita de la interpretación, ya se sabe. En este caso es el intérprete, también, quien se siente –quien se sabe– poeta.

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