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Página/12 convocó a dos economistas que están a favor de lo que se denomina un tipo de cambio real competitivo a explicar cuáles son las razones para mantener un dólar caro cuando en el mundo esa moneda pierde terreno aceleradamente respecto de otras divisas.
Por Mario Damill *
Corría diciembre de 2001 y la convertibilidad colapsaba. En una reunión académica, un colega politólogo me desafió a que le explicara por qué yo no sólo preveía sino que abogaba, en ese momento, por un tipo de cambio alto, es decir, por un “dólar caro”. El era un hombre de cultura de izquierda, argumentó, y siempre había pensado que el dólar caro significaba distribución regresiva del ingreso. La explicación de mi posición de entonces, y de ahora, no es en esencia muy complicada: el dólar caro significa productos importados también caros en comparación con los que se producen aquí. Así, alienta la demanda de bienes producidos internamente y, con ello, favorece el aumento del Producto y del empleo, como se ha visto con claridad en los últimos cinco años. A su vez, el aumento del empleo tiende a impulsar una progresiva mejora de los salarios reales. Más a largo plazo, el tipo de cambio alto parece favorecer la inversión y los aumentos de productividad, lo que puede dar permanencia a las tendencias favorables mencionadas.
La creencia de aquel politólogo, sin embargo, no carecía de fundamentos. En la historia argentina anterior a los noventa, muchas veces se experimentaron períodos de “dólar barato” en los que la distribución del ingreso mejoraba un tanto. Pero a la larga o a la corta esas etapas generaban acumulación de deuda externa, desindustrialización y crisis, con la consiguiente reversión (aumentada) de los cambios distributivos favorables. En los años noventa, para peor, el abaratamiento del dólar (la “apreciación cambiaria”, en la jerga) no tuvo siquiera un tenue efecto distributivo favorable a los sectores de bajos ingresos, porque con una economía mucho menos protegida de la competencia de los productos industriales importados que en el pasado, el dólar barato significó un veloz crecimiento de las importaciones de bienes que, en muchos casos, sustituían a los producidos localmente. Así, sufrimos una notable y prolongada pérdida de puestos de trabajo, elevado desempleo y, en realidad, una peor distribución del ingreso.
Es indudable, claro está, que la devaluación del peso de 2002 tuvo un efecto redistributivo regresivo inicial muy fuerte. Eso sucede siempre e inevitablemente con las devaluaciones, especialmente con las de gran calibre, que hemos experimentado tantas veces. A su vez, las devaluaciones siguen siempre a períodos de “dólar barato”. Un par de ejemplos: al dólar barato del período 1978-1980, de la tablita de Martínez de Hoz, siguieron las devaluaciones de Sigaut y sucesores. Al dólar superbarato de la convertibilidad siguió la devaluación de enero de 2002. ¿Por qué es así? Porque esos períodos de dólar barato se hacían insostenibles. Dólar barato significa precios bajos de los bienes importados. Y también desalientan las exportaciones. Así, se generan déficit en el comercio con el resto del mundo y esos déficit se financian con deuda. La deuda pagable en divisas se acumula, pero la capacidad de generación de divisas se deteriora (por la menor competitividad de nuestros bienes) y a la larga, se avanza hacia una crisis. Y en las crisis, que significan devaluación, recesión, desempleo, inflación, son justamente los sectores de menores ingresos los que sufren las peores consecuencias.
Para no sufrir el trauma de las grandes devaluaciones y las crisis que suelen venir juntas, una buena prescripción es evitar que el dólar se abarate. Es decir, hay que tratar de mantenerlo “caro”. Actualmente existe un riesgo importante de abaratamiento del dólar. Hay quienes abogan por dejar el tipo de cambio quieto para combatir la inflación. Visible o burdamente solapada, la inflación que experimentamos actualmente no permite mirar hacia otro lado. Así, con el tipo de cambio más o menos quieto, en verdad tenemos un dólar que se está abaratando en relación con los precios de los bienes internos, y en relación también con los salarios. El proceso de abaratamiento del dólar no parece todavía intenso pero parece ganar en ritmo. Este proceso es una amenaza que se cierne sobre el ritmo de crecimiento, la generación de empleo y, más en general, sobre el conjunto del esquema macroeconómico vigente desde 2002. Es imprescindible evitarlo. Pero en las presentes circunstancias, mover el tipo de cambio hacia arriba tiene el riesgo evidente de alimentar mayores subas de precios. En definitiva, no es posible pretender mantener un dólar caro sin ocuparse con energía y coherencia de domar el problema de la inflación. Y el primer paso para eso, absolutamente imprescindible, es resolver de una manera impecable el insufrible entuerto de la manipulación de las estadísticas públicas de precios.
* Investigador del Cedes.
Por Guillermo Wierzba *
La experiencia de la economía nacional del último lustro arroja la evidencia de un resultado exitoso de un régimen de tipo de cambio competitivo. Este articula distintos niveles de operatividad. Uno es el del efecto positivo sobre el sector externo debido al estímulo de la paridad cambiaria sobre las exportaciones y la barrera fáctica que representa para las importaciones. Otro costado significativo es el efecto fiscal positivo, consecuencia del grueso aporte de las retenciones sustentadas en rentas diferenciales hidrocarburíferas y agrarias derivadas de precios internacionales favorables y tipo de cambio competitivo. Por último, la fortaleza y autonomía financieras alimentadas por la acumulación de reservas resultan de un régimen cambiario que no depara expectativas devaluatorias, sino más bien de apreciación, implicando una intervención permanente del Banco Central como comprador de divisas. Se articulan así en el régimen de tipo de cambio alto y competitivo situaciones estructurales de superávit externo, bonanza fiscal y acumulación de reservas, sólidos fundamentos que permiten el crecimiento acelerado de la economía.
La consistencia del modelo tiene una restricción en la posibilidad de adquisición de divisas por parte del BCRA, en razón de la esterilización compradora que esa intervención requiere. Hay demostración respecto de la existencia de una tasa de interés máxima que permite la sostenibilidad de la política. Además, la condición de estabilidad del esquema requiere de un manejo adecuado de la cuenta de capital del balance de pagos, lo que demanda la articulación de controles a los flujos de capitales, medidas cambiarias y regulaciones prudenciales.
El tipo de cambio competitivo constituye, por su carácter limitador de las importaciones, una herramienta de protección de la producción nacional. En la etapa de la ISI (industrialización sustitutiva de importaciones) los instrumentos que jugaban ese rol eran los aranceles, las cuotas y los tipos de cambio diferenciales. Estos se fijaban en forma particular para cada producto en función del nivel de protección deseado. El marco actual de globalización y organización del comercio internacional limita la discrecionalidad en las atribuciones nacionales para la utilización de esos instrumentos. Como alternativa, el nivel de la paridad cambiaria resulta ser una herramienta imperfectamente sustitutiva de los impuestos y regulaciones sobre los productos que entran en el país, sin el impacto fiscal y selectivo que éstos tenían, pero con los efectos macroeconómicos descriptos más arriba. El esquema vigente se completa con la aplicación de retenciones que permiten la existencia de tipos de cambio múltiples para las exportaciones.
Las retenciones han tenido una consecuencia significativa en términos de la reducción de la regresividad de la estructura tributaria. Demandan una exigencia de claro esfuerzo contributivo a sectores que gozan de altas rentabilidades, aunque por sí solas no resuelven las inequidades del régimen fiscal. Estos derechos de exportación fueron útiles para deprimir los precios internos de productos exportables, desvinculándolos de los vigentes en los mercados internacionales. Su implementación tuvo un sesgo social progresivo dado el carácter de bienes-salario de muchos productos alcanzados por el tributo.
El modelo macroeconómico asociado al actual régimen cambiario impone la necesidad de articular una política de ingresos como pilar de un conjunto de actividades coordinadas que apuntan a garantizar la estabilidad económica. Esta política de ingresos constituye una potencial herramienta de intervención pública, que debiera tener el objetivo de garantizar una mejora ordenada y efectiva en la distribución del ingreso.
El patrón de acumulación, al que se encuentra asociado el régimen cambiario, favorece la competitividad de la producción nacional. No obstante, por sí solo no garantiza el crecimiento de la productividad de la economía en el largo plazo. Para que las ganancias de competitividad sean genuinas, o sea sostenibles en el tiempo, resulta necesario asociar las políticas macroeconómicas a otras de orden microeconómico que promuevan una selección sectorial. El sostenimiento de la política de tipo de cambio competitivo es una condición necesaria para continuar con el crecimiento y propender al desarrollo. La condición de suficiencia requiere de la adición de políticas públicas productivas, así como su articulación con una estrategia de redistribución progresiva dirigida a revertir la alta concentración de ingresos y riqueza.
* Director del Cefid-AR.
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