Sáb 28.09.2002

ECONOMíA  › PANORAMA ECONOMICO

Fuga allegro sostenuto

› Por Julio Nudler

La Argentina, aun en su mísero estado, sigue transfiriendo recursos al exterior, sobre todo mediante la fuga de capitales (por decisiones del sector privado) y, en menor medida, por los pagos de la deuda externa que fueron excluidos del default (decisión del sector público). Pero la situación llegó hasta el límite. En el país se viene discutiendo qué es peor: si seguir pagando facturas a los organismos multilaterales (lo que en octubre incluiría una terrible boleta por 723 millones con el Banco Mundial), a costa de perder reservas de divisas, o cesar también en esas remesas, agravando aún más el status de deudor incobrable. También el Fondo Monetario tiene que decidir apremiantemente qué prefiere: si empujar a la Argentina por la barranca, o reprogramarle los vencimientos para que no generalice su cesación de pagos, en momentos en que un gigante de veras como Brasil se tambalea.
Aunque para el ex bundesbanquero Hans Tietmeyer el país haya caído en la “insignificancia”, podría aun así causarle un gran daño al Banco Mundial al teñir de rojo su balance. El organismo, que solía ganar unos 2000 millones de dólares por año, en 2001 tuvo que previsionar 600 millones por dos pequeños clavos: Zimbabwe y Costa de Marfil, con lo que los beneficios finales declinaron en esa medida. Sobre una cartera de 118 mil millones, los préstamos con problemas (Non Performing Loans) saltaron de 2000 a 2800 millones a lo largo de 2001. Pero la Argentina representa en su portafolios más de 8000 millones, no siendo por tanto un deudor al que se pueda tirar por la borda sin consecuencias. Para el BID el caso es mucho más perjudicial aún.
Vista la cuestión desde aquí, la primera pregunta que surge es si la salida de capitales puede detenerse, de modo que el superávit en cuenta corriente que está obteniendo el país –y que se origina en el amplio saldo favorable del comercio exterior– quede dentro de la economía, en manos privadas o públicas. En cualquiera de los dos casos, la crisis se atenuaría considerablemente si esos recursos se volcasen a aumentar el crédito y la demanda. Pero no es lo que está sucediendo, en parte por razones extraeconómicas: la extrema incertidumbre política, los secuestros, la descomposición del Estado, la falta de rumbo nacional.
Mientras el control de cambios y de capitales fue más retórico que real, fugar dinero del país implicó pagar sobreprecios moderados por los dólares emigrados. En los últimos tiempos, en cambio, al volverse más rigurosos los filtros, aunque el BCRA consiguió efectuar mayores compras netas de divisas sin desestabilizar al peso, la fuga presionó más intensamente por canales alternativos, disparando la cotización del dólar paralelo. Si bien éste carece de un mercado bien armado y líquido como en épocas pasadas, puede calcularse hoy en valores de entre 4,10 y 4,15 pesos, con una brecha superior por ende al 10 por ciento. Antes de que el Gobierno se pusiera serio, el margen era de a lo sumo el 5 por ciento. Parece nada respecto del 70 a 80 por ciento de adicional que se pagaba en diciembre, pero aquello era antes de la devaluación.
Ese plus es el que asume actualmente quien quiere cambiar sus pesos por dólares puestos en el exterior y utiliza, como vehículo, la compra de acciones que cotizan tanto en la Bolsa porteña como en Wall Street. Las adquiere acá y las vende allá. Es como si alguien comprase un auto en una agencia de la avenida Libertador, lo mandara a Nueva York y allá lo revendiera por dólares, que depositara en un banco de Manhattan. El coche serviría meramente como un medio para sacar capital del país. Obviamente, se trataría de una forma muy costosa y poco práctica de hacerlo, pero con acciones o bonos, que viajan electrónicamente de un país a otro, no hay gravosos fletes, derechos aduaneros ni esperas. Y aunque Economía y el Banco Central impusieron obstáculos a estas vías de escape, su éxito esrelativo y provisorio. Unos culpan a las computadoras, otros dicen que el Estado controla tan mal a los capitales como a las privatizadas.
De tal manera, el excedente de la cuenta corriente, contracara de la penuria general, se escurre por la cuenta capital del balance de pagos. Si se acepta como inevitable el drenaje mientras los agentes económicos prefieran sacar su plata del país, y se admite que el Banco Central y el Tesoro Nacional no tienen recursos para comprarle al sector privado el superávit comercial, en ese caso las reservas con que hoy cuenta el BCRA no van a incrementarse con el flujo de dólares que produce la diferencia entre exportaciones e importaciones.
En este punto está la Argentina, decidiendo en principio que es más importante defender el stock de reservas que seguir pagándole a los organismos. ¿Qué cambiaría si a último momento se firmara un acuerdo con el FMI? Básicamente, que se evitaría la generalización del default, aplazando el problema para el próximo gobierno. El país seguiría en orden con los multilaterales, sin el costo de desangrar sus reservas. Pero es improbable que un acuerdo limitado, que en esencia consista en un maquillaje contable, detenga la fuga de capitales si los otros factores que la ocasionan no se modifican.
Otra discusión adicional, aunque hoy poco práctica, es si, en caso de contar con ahorro (superávit primario) fiscal suficiente, Hacienda debería utilizarlo para comprarle los dólares al Central y seguir pagándole al Fondo, al Banco Mundial y al BID, o si en cambio debería dar prioridad a atender las críticas necesidades sociales. La respuesta parece ética, política y hasta económicamente obvia, pero habría que tener en claro qué castigos y penurias adicionales sufriría el país si patea definitivamente el tablero. Mirándole la cara a Horst Köhler, Anne Krüger y, por supuesto, Paul O’Neill, no sería mucha la comprensión a obtener, y tanta o menos de los financistas internacionales. La cancelación anticipada de líneas de crédito del exterior por parte de la banca, incluso a los exportadores, es uno de los rostros de la fuga de capitales. Se trata de decisiones autónomas e incontrolables, sobre las cuales el Gobierno argentino no tiene influencia. Esa clase de decisiones se verían profundizadas por una ruptura del país con el andamiaje institucional de la globalización. Y ello también golpearía a la población.
A pesar de los energúmenos, se está imponiendo en el mundo (incluso el primero) la idea de que estas reglas de juego de las finanzas internacionales no sirven, y que también el FMI es inservible, en medio de una fragilidad que barre todas las economías, de Japón a Estados Unidos. El hundimiento argentino está contribuyendo, como ningún otro, a juntar quórum para una reforma del sistema, pero, cual pintan ahora las cosas, ese mérito puede servirle de muy poco al país.

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