Dom 29.09.2002

ECONOMíA

La crisis de Argentina y Brasil, en una economía mundial jaqueada

Optimistas siempre hay, pero predominan los presagios sobre Europa y Estados Unidos, donde pueden estallar más burbujas.El défault argentino no sería un bálsamo en este contexto.

› Por Julio Nudler

Stephen S. Roach, economista jefe y director de economía global de la banca Morgan Stanley, con asiento en Londres, tiene la teoría de que una burbuja crea a su vez otras. Así, la burbuja bursátil que vivió Estados Unidos en los años 90 infló otras en el mercado inmobiliario y en el gasto de consumo. Pincharlas involucra el riesgo de precipitar una deflación, pajarraco que los pesimistas como Roach ven planear sobre las economías dominantes del planeta. Su pronóstico es que esas burbujas van a estallar dentro de no mucho tiempo y que Estados Unidos, como Japón, sufrirá una cadena de bajones recesivos. Salvando las distancias, la Argentina está padeciendo ahora mismo el reventón de una gigantesca pompa que fue creciendo hasta 1998 al amparo de la convertibilidad y el ingreso de capitales (en su mayor parte con contrapartida de deuda). Una expresión de ese fenómeno fue el aumento de importaciones hasta cerca de 30 mil millones de dólares anuales, mientras la producción local abandonaba los rubros abastecidos desde el exterior, concentrándose la oferta interna en los servicios. Tras la devaluación, la economía se encuentra con un extremo desajuste entre demanda y oferta, y sin crédito ni inversión suficientes para reorientar la capacidad productiva.
Las burbujas, aquí y en todas partes, inducen comportamientos luego difíciles de modificar. En Estados Unidos, los precios de las casas subieron un 27 por ciento real desde 1997, el triple que los alquileres, divergencia que es un claro síntoma de burbuja. Al estar las tasas de interés por los suelos, la gente se apresuró a refinanciar sus deudas hipotecarias, aprovechando lo economizado para comprar autos, artefactos, muebles y bienes suntuarios. Roach dice que la burbuja inmobiliaria contribuyó ampliamente a esta “cultura del exceso” que está motorizando a la economía norteamericana.
Al mismo tiempo, escasa de ahorros y cubierta de deudas, la población estadounidense se enfrenta a preocupantes perspectivas para la jubilación después de que el derrumbe bursátil agostó sus fondos de pensión. Pero Roach cree que la burbuja de consumo será la última en reventar. Si a ello siguiera una deflación (ya hoy Estados Unidos tiene la inflación más baja en 48 años, en parte causada por un exceso de inversión en los ‘90 y en parte por importaciones asiáticas cada vez más baratas), con salarios en baja (la famosa flexibilidad norteamericana) las deudas fijas serían aún más difíciles de saldar.
Otros, como Alan Friedman, confían, por el contrario, en que Estados Unidos retomará prontamente su papel tradicional de motor del crecimiento global, mientras que Fred Bergsten, director del Instituto de Economía Internacional, piensa que el pesimismo imperante fue sembrado por las bajas accionarias y que, de todos modos, Wall Street está ya muy cerca de concluir su corrección descendente. Los europeos preferirían creerles a los optimistas, porque a su economía le cuesta arrancar por sus propios medios.
Una de las mayores restricciones que sufre el Viejo Continente es el conservadurismo del Banco Central Europeo y el tope del 3 por ciento fijado para el déficit fiscal, en términos del PBI, según las pautas del Pacto de Maastricht. Ese límite, concebido como una condición necesaria para que pudiera crearse una moneda común –el euro–, ahora obstruye estimular la economía a través de una política expansiva de gasto público. Curiosamente, son dos gobiernos de derecha –los del italiano Silvio Berlusconi y de los franceses Jacques Chirac y Jean-Paul Raffarin– los más propensos a romper el molde y recurrir al remedio keynesiano del déficit fiscal. Finalmente, otro gobierno derechista, el de George W. Bush, acabó con el superávit presupuestario que le legó Bill Clinton.
La presión contra la política de ajuste consiguió que el martes la Comisión Europea corriera del 2004 al 2006 el plazo (originariamente fijado en el 2002) para que todos los socios se encuadren en el límite del 3 por ciento, incluso admitiendo que los dos mayores, Alemania y Francia, que representan más de la mitad de la Unión Europea, probablemente lo violen este año, como ya lo ha hecho Portugal. Pero otros países chicos, como Bélgica, Holanda y Austria, rechazaron airadamente que se relajen las pautas fiscales de las que, según piensan, depende la credibilidad del euro.
Además de reflejar una profunda disputa acerca de la concentración del poder de decisión en manos de los socios grandes, el paso dado en Bruselas va en la dirección de permitirle a la Unión utilizar políticas anticíclicas, supeditando el equilibrio fiscal al logro del pleno empleo (del que tan lejos están), en vez de ceñirse a un corsé fijo. Lo mismo ocurre con la inflación: como ésta llegó al 2,1 por ciento anual en agosto, superando así en una décima el máximo admitido, el BCE tiene en teoría que renunciar a cualquier política monetaria expansiva. Pero analistas como Roach afirman que esa estrategia basada en la inflación pasada no advierte que se está viniendo una deflación, y puede ahondarla.
El problema de Europa es que a su economía no la impulsa la demanda interna, contenida por esquemas fiscales y monetarios astringentes, sino las exportaciones, que están a merced de lo que suceda con la economía estadounidense y jaqueadas por la revaluación del euro contra el dólar. Obviamente, nadie espera por el momento que Japón, el tercer coloso en juego, tonifique la economía mundial. En este contexto general sucede la crisis argentina y, con creciente virulencia, la de Brasil, el mayor deudor del Tercer Mundo, que no tendrían en sí mismas capacidad de afectar seriamente una economía global robusta, pero que en estas circunstancias pueden colaborar a tumbarla.
Esta capacidad de devolver el daño recibido parece estar ayudando a la Argentina a ablandar la pétrea actitud del Fondo, aumentando así la posibilidad de encontrar una manera de evitar el défault con los organismos multilaterales, que dañaría el status del Banco Interamericano de Desarrollo y del Banco Mundial en el mercado financiero internacional. Paradójicamente, los países periféricos pueden sacar alguna tajada de un deterioro de la economía global que, en verdad, reducirá sus posibilidades de exportar y de recibir capitales para mejorar su solvencia como deudores.

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