ECONOMíA › OPINIóN
› Por Alfredo Zaiat
Uno de los principales problemas para comprender la dinámica de los procesos económicos en estos años de ruptura de paradigmas hegemónicos, y en particular hoy sobre el origen y el desarrollo de la mayor crisis financiera mundial desde el crac del ’29, es que todavía se sigue abordando los acontecimientos con categorías del pensamiento neoliberal. Las bases materiales y políticas han cambiado en la región, incluyendo la Argentina, pero la conciencia colectiva aún continúa dominada por las ideas de la ortodoxia liberal. Este comportamiento no es por una obstinación masoquista, sino que el poder –o sea, el económico– ha triunfado en esa batalla cultural. Tanto pontificar sobre las bondades del libre mercado y la desregulación financiera global han logrado colonizar la opinión de una mayoría. Para ello cuentan con el invalorable aporte de gran parte de los medios, que convocan a opinar sobre el derrumbe del sistema financiero de la potencia mundial a abanderados del ideario que desembocó en el crac.
Dos casos son el colmo de la autoflagelación argentina: Ricardo López Murphy, ministro del ajuste salvaje de la Alianza y líder de la ultraliberal Fiel, y Claudio Loser, funcionario de carrera por treinta años en el FMI, institución que alentó la liberalización del movimiento de capitales especulativos. Ambos son invitados a explicar la crisis y, aún más, aconsejar sobre lo que tiene que hacer Argentina. La lista de los profetas del fracaso es larga, miembros de una secta de brujos que alcanza el absurdo de sentenciar que “algunos problemas de la Argentina reduce el impacto de la crisis”.
¿Qué “problemas” son los que permiten estar aislados del derrumbe de los cimientos del mundo especulativo global? La dedicación que ponen los voceros del establishment para ser parte de una crisis es conmovedora. Lo que es virtud es travestido en problema.
Argentina pudo salir de la trampa financiera externa a un costo inmenso por la inconsistente convertibilidad, modelo apoyado y elogiado por ese grupo de economistas del fracaso. El peso de la deuda estaba hundiendo a la economía en la pobreza y la exclusión. Era imprescindible salir de esa trampa. Para ello se tuvo que declarar el default porque no había otra alternativa. El default resultó, entonces, una de las condiciones para la rápida recuperación posterior, no solamente por el efecto fiscal de la suspensión de pagos, sino principalmente porque liberó a la política económica de la necesidad de emitir señales para facilitar la renovación de los pagos de deuda. El hecho de no requerir fondos externos frescos, de origen privado o multilateral, permitió desarrollar una política macroeconómica pragmática, enfocada en la estabilización del mercado de cambios y en la rápida recomposición de los ingresos fiscales.
El éxito de esta política proporcionó el marco de la recuperación. Luego se concretó el proceso de reestructuración de la deuda, con quita de capital y extensión del cronograma de pagos de los vencimientos, sin el aval del FMI y con Wall Street en contra.
A la vez, el proceso de inversión a ritmo sostenido en este período se sostuvo con ahorro interno, acumulado por el stock de capitales en dólares retirado del circuito en los últimos años de la convertibilidad y por las abultadas ganancias contabilizadas en el período 2002-2007. La reimplantación de controles cambiarios forzó a los exportadores a liquidar en el mercado local buena parte de las divisas generadas por el comercio internacional, y por otro limitó las salidas de fondos por la cuenta de capital. En tanto, el acopio de reservas en las arcas del Banco Central fue dinamizado por un tipo de cambio alto, que impulsó las exportaciones y desaceleró el avance de las importaciones acompañado de elevados precios internacionales de los commodities, lo que permitió revertir el déficit de cuenta corriente, principalmente a través de la generación de importantes superávit comerciales. Y el establecimiento de derechos de exportación (retenciones) capturó para el fisco una parte del efecto favorable de la devaluación sobre las exportaciones agropecuarias. Esto contribuyó en gran medida a la recomposición del equilibrio fiscal. Además, atenuó el impacto sobre los precios internos y, por ende, sobre los salarios reales.
Entonces, el default, posterior reestructuración de la deuda, la inversión productiva con ahorro interno, control de capitales, retenciones, tipo de cambio elevado constituyeron el cerco que permitió aislar al país del crac de Wall Street. Esa desconexión del frenesí del casino global ha sido una vacuna que ha inmunizado por ahora a la economía doméstica. Pese a ello, ese aislamiento es un “problema” para los economistas que siguen contaminando con el virus neoliberal la conciencia colectiva. Ya se conocen las soluciones a los problemas que tienen en carpeta, que a esta altura son anacrónica. Su faro en el mundo libre está siendo enterrado, emergiendo la United Socialist State Republic of America, como definió Nouriel Rubini, que después de la nacionalización de Fannie Mae y Freddie Mac involucrando 200 mil millones de dólares, ayer los camaradas Bush, Paulson y Bernanke profundizaron la revolución bushevique destinando 85 mil millones de dólares para salvar de la quiebra a AIG, una de las tres principales aseguradoras del mundo.
En algún sentido se entiende la desesperación de la secta de brujos: su mundo, ideas, postulados y teoría se han derrumbado junto a Wall Street. Otra concepción económica, si el corazón del capitalismo aspira a salvarse, pasará a ser la hegemónica. Mientras, por esa particular vocación autodestructiva del establishment doméstico, ellos seguirán hablando por radio y televisión.
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