ECONOMíA › PANORAMA POLíTICO
› Por J. M. Pasquini Durán
El desastre financiero desacomodó al presidente George W. Bush, a punto de terminar ocho años de gobierno, pero también a los candidatos a la sucesión. El debate de los aspirantes a la vicepresidencia (Biden, de Obama, y Palin, de McCain), en la noche del jueves, mostró las brechas entre las generalidades de los discursos políticos, la realidad catastrófica y las preocupaciones básicas de los ciudadanos. Ninguno de ellos se hace cargo de la cuota parte por lo que está pasando y, sobre todo, por lo que pueda suceder en el futuro inmediato, en especial con los centenares de miles de trabajadores que perdieron sus empleos y los millones de familias que perdieron sus casas. Las promesas de las campañas, por lo que se ve y escucha en estos días, siguen siendo las mismas que antes de la avalancha que se llevó en Estados Unidos y en el mundo fondos de inversión, bancos y mutuales, provocando quiebras, fusiones y evaporaciones por valores tan enormes que escapan incluso a la posibilidad de imaginarlas. “En posición fetal y con efectivo”, aconsejó uno de los expertos de Wall Street cuando le pidieron que recomiende las mejores posiciones para sobrellevar la tormenta del mercado.
Aquí, los banqueros porteños sugieren a sus clientes que depositen a plazo fijo y compren, a la vez, un seguro de cambio en el Banco Central a noventa días, para hacer alguna diferencia, aunque todos reconocen, incluido el Gobierno, que más temprano que tarde se harán sentir los efectos del cimbronazo sobre la llamada “economía real”. Dado que el terremoto aún no terminó, es prematuro cuantificar los daños y, por el momento, las demandas sociales siguen relacionadas con los vaivenes locales. En los planes oficiales, sin confirmación definitiva, figuran algún bono aguinaldo con una suma fija y única para los asalariados y un aumento en las jubilaciones antes de que comience a aplicarse la flamante ley sobre movilidad previsional que viene a sustituir al tradicional 82 por ciento móvil que jamás tuvo cumplimiento efectivo. Son modestas compensaciones a los movimientos inflacionarios, cuyas causas son diversas y concurrentes, y a las modificaciones tarifarias de servicios públicos, aunque en estos casos han preservado una cuota social para que los aumentos no castiguen a los menos favorecidos. Las políticas públicas deberían considerar, quizá, compensaciones adicionales para las capas medias, ya que la modificación del mínimo no imponible es un alivio pero insuficiente en comparación con el alza de precios en rubros imprescindibles (educación, medicina prepaga, medicamentos, ropa, servicios, combustibles y otros consumos que forman parte del presupuesto habitual de estas capas sociales). Es preferible pensar ahora sobre estos equilibrios necesarios, para no tener que hacerlo el año próximo bajo la presión de las encuestas electoralistas.
En este cuadro de situación habría que anotar las penurias de algunas franjas importantes de la producción agropecuaria, debido a una sequía inusitada en una vasta porción del territorio, al aumento de precios en los agroquímicos y a una caída de la cotización internacional de las materias primas, cuyo piso terminará de definirse cuando se puedan evaluar los daños causados por el huracán financiero. Reconocer la existencia de problemas reales no implica, por cierto, un juicio de valor sobre la conducta de la mentada Mesa de Enlace de la Sociedad Rural y entidades aliadas, cuya decisión de realizar un paro de “tranqueras afuera” por seis días (desde ayer hasta el próximo miércoles) puede considerarse, para decir lo mínimo, inoportuna, imprudente y con una carga sin disimulos de hostigamiento político. Como sucede con las segundas partes, esta vez los dirigentes campestres no cuentan con la adhesión de la primera vez, ante todo porque perdieron la fuerza de la razón que pudo asistirlos en los ciento veinte días iniciales del conflicto y porque ganaron la movida. ¿Ahora qué quieren? El sueño imposible de cualquier contribuyente: no pagar impuestos, sin contar las evasiones, una práctica extendida en “el campo”. Es decir, que el Estado no retenga nada y espere a que declaren ganancias para imponerles algún tributo. Una cosa era oponerse a pagar más retenciones y otra muy distinta es demandar un privilegio exclusivo. Cualquier profesional, comerciante o empresario, los que tributan, podrían reclamar el mismo trato y entonces el Estado debería lanzar a los mares una flota de corsarios a conseguir los fondos para seguir funcionando. En la actualidad, según cálculos privados, hay un millar de piratas en actividad, asolando cruceros de lujo, iguales a los que llegan a Tierra del Fuego. La gobernadora Fabiana Ríos, escasa de recursos, debería considerar la posibilidad de rebautizar al territorio como isla de Mompracem.
Disparates aparte, si el Gobierno aprendió de la experiencia, en esta ocasión sólo tendrá que mantener la calma, dejar las puertas abiertas para que el que se va sin que lo echen vuelva sin que lo llamen, y seguir trabajando en anuncios concretos que atiendan los reales problemas de los pequeños y medianos productores agropecuarios, salvando todas las diferencias que sean de justificada consideración. No se trata de saber quién gana sino quién conserva la razón. Hasta el momento, los criterios oficiales apuntan en esa dirección, a juzgar por la exaltación del diálogo como método para superar los problemas que hizo ayer la presidenta Cristina en uno de sus actos públicos cotidianos, y a declaraciones del secretario de Agricultura, un técnico de reconocidas capacidades, sobre inminentes decisiones en las materias urgentes de la economía campesina.
En estas oportunidades, se cometen abusos retóricos sobre la trascendencia del diálogo y, más aún, de los posibles acuerdos acerca de lo que suelen denominarse “políticas de Estado” para referirse a esos asuntos cuyo interés trasciende lo meramente partidario (educación, salud, justicia, seguridad y poco más). Hablando de encuentros probables, esta semana la presidenta Cristina rindió homenaje a Raúl Alfonsín, a quien llamó “símbolo de la democracia recuperada”. En sus palabras de agradecimiento, el líder radical reiteró, con énfasis, esa convicción sobre el entendimiento interpartidario. Pocos recordarán que el jueves 7 de junio de 1984, siete meses después de asumir la Presidencia, Alfonsín logró que dirigentes de diecisiete partidos políticos, la mayoría de entonces, firmaran el “Acta de Coincidencias”, un documento de 114 líneas, divididas en una introducción y quince capítulos, cuyo contenido atendía a criterios y políticas de interés general, desde “el fomento del crecimiento demográfico” hasta la renegociación de la deuda externa. El “Acta” exaltaba la solidaridad como medio de lograr la unión nacional y convocaba a las instituciones y fuerzas dinámicas de la sociedad a sumarse al entendimiento “porque el desarrollo y el éxito de los proyectos sectoriales dependen en última instancia de la realización de la Nación”. El propósito era establecer “un proyecto común de sociedad donde se compartan valores básicos y claras reglas de convivencia”.
La mayor parte de los firmantes estuvo al lado de Alfonsín, en la Casa Rosada, cada vez que los “carapintadas” se alzaron contra la democracia novata, pero las consecuencias del acuerdo no fueron mucho más allá, a tal punto que nadie lo mantiene vivo en la memoria. Después, como en el tango, la hiperinflación lo devoró de atrás y aquel gobierno inicial tuvo que interrumpirse unos meses antes de agotar el mandato, abriéndole paso a la década menemista, de triste memoria. La lectura de aquellas coincidencias, sin embargo, remiten a criterios que todavía hoy esperan una mejor oportunidad para realizarse en plenitud y su formulación puede agregarse a los motivos valederos para el homenaje rendido esta semana. La referencia vale también para advertir que la gobernabilidad democrática requiere los acuerdos posibles pero soporta, sin riesgo de caída, los desacuerdos de oportunidad. La idea de criterios unánimes es más lógica en regímenes autoritarios y si alguna ventaja tiene la democracia es la chance de disentir sin verse obligada a elegir entre lo malo y lo peor.
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