Los empresarios están en bancarrota, pero despilfarran la plata y se vuelven los villanos de esta historia. Varios de sus compañeros políticos los imitan. La bronca y la desconfianza de la gente se palpan en las calles neoyorquinas.
› Por David Brooks *
Desde Nueva York
“¿Ya están saltando los ejecutivos desde los edificios de Wall Street? Ojalá vayan y los arresten antes de que lo hagan, hijos de pu...”, dice un neoyorquino leyendo los titulares de los periódicos hoy. Algunos de esos ejecutivos hicieron poco para cambiar la ira popular cuando se presentaron en audiencias ante el Congreso esta semana, donde intentaron justificar sus decisiones, que resultaron en la crisis financiera más grande desde la Gran Depresión.
Richard Fuld, ejecutivo en jefe de Lehman Brothers, uno de los cinco bancos de inversiones más grandes que entraron en quiebra el 15 de septiembre, no tenía respuesta cuando el representante Henry Waxman lo interrogó así: “Su empresa ahora está en bancarrota y su país en un estado de crisis, pero usted se queda con sus 480 millones (la remuneración que ha ganado en sus años como jefe de la empresa). ¿Usted cree que eso es justo? Es casi inimaginable para mucha gente”.
Ahí se reveló que cuando un ejecutivo de bajo rango sugirió que sus colegas de Lehman deberían considerar anular su ingreso adicional, el jefe de inversiones globales de la empresa, George Walker, primo del presidente George W. Bush, envió una disculpa por permitir que haya circulado tal sugerencia. Cuatro días antes de declararse en bancarrota, el comité ejecutivo de compensaciones de la empresa recomendó que tres ejecutivos que se retiraban deberían ser premiados con 20 millones de dólares.
Detrás de Fuld en el público de la audiencia había pancartas en las que se leía “Vergüenza” y “Limiten la avaricia”. El miércoles, frente al mismo comité del Congreso, les tocó el turno a los ejecutivos de la gigantesca aseguradora AIG. Fueron interrogados sobre cómo era posible que seis días después de que los contribuyentes del país hubieran rescatado la empresa con 85 mil millones de dólares, los ejecutivos gastaron 500 mil dólares de la empresa para relajarse en un hotel de lujo en las playas de California, donde ocuparon 60 habitaciones. Ahí gastaron 200 mil para los cuartos, 150 mil para comidas, 10 mil en el bar, y 23 mil en el spa. “Estaban consiguiendo sus manicuras, sus faciales, sus pedicuras y sus masajes mientras que el pueblo estadounidense estaba pagando la cuenta”, declaró el representante Elijah Cummings al interrogarlos.
Sin embargo, ayer se anunció que la Reserva Federal estaba otorgando otro préstamo de 38,7 mil millones a AIG. De pronto, parece, los que antes eran admirados como los “maestros del universo” ahora son los villanos de esta historia junto con varios de sus compañeros en la cúpula política.
Nadie sabe si el rescate financiero funcionará, pero la ira y desconfianza popular contra la cúpula política y económica del país son palpables en las calles (no es por nada que la Casa Blanca republicana y el Congreso demócrata registran sus niveles más altos de desaprobación en la historia en las encuestas).
Que ambos candidatos presidenciales, que el liderazgo demócrata y la Casa Blanca republicana y una mayoría de ambos partidos afirmen, al unísono, que entregar miles de millones al sector más rico del país para beneficio de todos los demás, con esa consigna de que “no es para Wall Street, sino para Main Street”, sigue sonando hueco y algo sospechoso.
Mike Lupica, columnista del New York Daily News, lo expresa cuando escribe: “En momentos de crisis el liderazgo del país es una vergüenza... Hablan de miles de millones y billones a gente que se está ahogando en deudas de tarjetas de crédito, que no logra conseguir préstamos para ir a la universidad, y menos pueden pagarlas, que ya no tienen con qué pagar la nafta para sus coches... Ya nadie les cree más”.
Michael Moore, el cineasta, escribe que “los 400 estadounidenses más ricos... tienen más que los 150 millones de estadounidenses de abajo. Cuatrocientos estadounidenses ricos tienen más guardado que la mitad de todo el país. Su valor neto combinado es 1,6 billón. Durante los ocho años del gobierno de Bush, su riqueza se ha incrementado por casi 700 mil millones, el mismo monto que ahora están demandando que les demos para su ‘rescate’. ¿Por qué mejor no gastan la plata que ganaron con Bush para rescatarse a sí mismos? Aún contarían con casi un billón de dólares para compartir entre ellos. ¿Por qué razón se nos ocurre dar a estos barones rateros más de nuestro dinero?”
Es el fin de una segunda edad “dorada”, dicen unos (la primera acabó con la Gran Depresión); otros, que es el fin de una economía encabezada por los autoproclamados “maestros del universo”, los ejecutivos del sector financiero que se presentaban casi como dioses, encargados de lo que ahora muchos dicen que fue más bien un casino.
El momento recuerda una conversación ficticia sobre la economía ficción del mundo financiero especulativo. Gordon Gekko, el multimillonario inversionista en sus oficinas de lujo en Nueva York, le dice a su aprendiz Bud Fox que Wall Street es “una ilusión que se ha vuelto real”. El aprendiz le pregunta acerca de los límites de la avaricia. “¿Pero cuánto es suficiente?”, furioso porque Gekko está por comprar una aerolínea sólo para destruir la empresa como negocio; empresa donde trabajan el padre de Fox y otros sindicalizados que perderán sus empleos. Gekko le responde que si no sabía que “el uno por ciento del país es dueño de 50 por ciento de la riqueza”, y que ese más de 90 por ciento del país ha sido convencido de que así es el mundo. “Yo no produzco nada”, dice, y que sólo juega con lo que ha sido creado por otros. Y acaba: “Quizás eres tan ingenuo que crees que vivimos en una democracia. Esto es el libre mercado”. Gekko, personaje actuado por Michael Douglas, por lo cual ganó el Oscar, y Fox, actuado por Charlie Sheen (su padre en la vida real, Martin Sheen, tiene el papel de su padre aquí también), fueron parte de la película Wall Street, dirigida por Oliver Stone hace 20 años.
* De La Jornada de México. Especial para Página/12.
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