ECONOMíA › OPINION
› Por Alfredo Zaiat
“Yo creo que las instituciones bancarias son más peligrosas para nuestras libertades que los ejércitos en pie. Si el pueblo estadounidense permite alguna vez que los bancos privados controlen el tema de su moneda, primero por inflación, luego por deflación, los bancos y las corporaciones que crecerán alrededor de los bancos privarán al pueblo de toda propiedad hasta que sus hijos se despierten sin hogar en el continente que sus padres conquistaron.”
Thomas Jefferson, 1802.
El derrumbe del fundamentalismo del mercado libre no implica necesariamente el cambio en las bases de la arquitectura financiera internacional. El caos global generado por el modelo de la autorregulación del riesgo en el sistema bancario, concepción a la que adhirieron casi todas las bancas centrales del mundo bajo el dominio del Comité de Basilea, se reveló como un arma de destrucción masiva. La quiebra de las entidades financieras de las potencias económicas hace suponer que una nueva época comenzará con otras reglas de funcionamiento. Esa inferencia subestima las fuerzas conservadoras y el poder de la banca concentrada que sobrevivirá. La extraordinaria intervención con fondos del sector público en Estados Unidos y Europa está siendo implementada por una conducción política que sigue pensando que el mercado es el mejor asignador de recursos y que la actual participación del Estado es un mal menor ante una crisis de proporciones. Así queda expuesto en declaraciones de la troika Bush, Paulson & Bernanke y de la Armada Brancaleone de la Unión Europea, que revelan el elevado grado de improvisación de esos líderes para diseñar y aplicar un plan de rescate financiero. Desde lejanas tierras periféricas, esos gobiernos poderosos se presentan patéticos. Anuncian medidas de auxilio a la banca aclarando que no están convencidos, pero que lo hacen para evitar costos mayores. Esa descoordinación e irresponsabilidad tiene su origen en que conceptualmente no están preparados ni inspirados para enfrentar el colapso de ese mercado libre proveedor de dicha y bonanza para pocos. Los espasmos dramáticos de las bolsas son simplemente la exteriorización de esa incapacidad para controlar y administrar el crac. Se sostiene con autoridad que la caída del Muro de Wall Street es un golpe demoledor al fundamentalismo del mercado, pero como bien remarcó el ex secretario ejecutivo de la Cepal, José Antonio Ocampo, en un artículo publicado en el diario Portafolio de Bogotá y reproducido por Iniciativa para la Transparencia Financiera (ITF), “ojalá tengan razón, pero sospecho que, al menos en Estados Unidos, el poder financiero y las fuerzas del fundamentalismo siguen muy vivos”.
Esa presencia se puede observar en la mayoría de los análisis que concentra la crítica en la codicia y la ineptitud de los banqueros, como si ese comportamiento fuese el origen de la debacle y no la consecuencia de la forma de organización del capitalismo financiero global. Incluso algunas críticas limitan su deficiencia a una escasa presencia del Estado, sin destacar que la crisis no es por su ausencia, sino por la forma de regulación que dispuso con la liberalización. Si no se redefine esa forma de intervención, los desembolsos multimillonarios serán sólo un masivo rescate de bancos con su parcial estatización para amortiguar los efectos recesivos del crac. La estatización de deuda privada, como bien se la conoce en Argentina con Domingo Cavallo & otros durante la dictadura militar, no significa la recuperación del Estado como un actor relevante en la economía para redistribuir ingresos a favor de las mayorías. Se trata solamente de la presencia subsidiaria del Estado en defensa del interés particular de una minoría.
Cuando los organismos multilaterales de crédito e incluso intelectuales críticos de Washington mencionan que se debe avanzar en una nueva arquitectura financiera internacional se está pensando en función a la lógica de los países centrales, además de que no es muy preciso cuál sería su orientación. Esos mercados alcanzaron niveles de sofisticación y complejidad extraordinarios. El menú de ese festín ha sido amplio, destacándose hipotecas subprime, securitización de activos financieros, fondos de cobertura (hedge fund), papeles comerciales de corto plazo que sustituyó al crédito tradicional, eliminación de fronteras entre banca de inversión y comercial, liberalización de requisitos de capital que alentó el apalancamiento, proliferación de derivados financieros, los credit default swaps, irrupción de nuevos intermediarios financieros y no bancarios. El abordaje de las potencias económicas a los dramáticos desequilibrios generados por esas “innovaciones financieras” derivará en un nuevo régimen de regulación, que hoy se desconoce.
Latinoamérica debe tener otra agenda en ese debate en función al interés regional. Los mercados financieros de esos países no alcanzaron esas sofisticadas características, sino que más bien las padecieron. Por eso mismo, ahora que los países hegemónicos están en crisis, resulta relevante la cooperación y complementariedad en la propuesta regional para construir una nueva arquitectura financiera internacional, que ofrezca ventajas y no sólo costos como hasta ahora. La legitimación de las autonomías nacionales para disponer controles de capitales así como también políticas macroeconómicas propias es la base de esa agenda regional. Las regulaciones financieras tienen la función de prevenir crisis, no la de garantizar el beneficio de banqueros y grandes fondos de inversión. Su importancia reside en que trata de evitar los daños de las crisis sistémicas en los sectores más vulnerables, no para salvar a banqueros, deudores y ahorristas. El economista Roberto Frenkel, uno de los directores de la ITF, explica que del análisis de un conjunto de crisis financieras en los denominados países emergentes durante la década del noventa surge que “no resultaron de políticas fiscales insostenibles ni de shocks negativos imprevistos”, sino que surgieron como consecuencia de la desregulación financiera que incentivaba la toma de mayores riesgos en la fase de auge económico. A diferencia de los mercados complejos de los países centrales que desembocaron en crac, las burbujas y posterior crisis en la región tuvieron su origen, según Frenkel, en la “laxitud en las regulaciones del sistema financiero local, apertura de la cuenta de capital y el establecimiento de reglas de política macroeconómica que proveen el contexto que hace rentable el arbitraje entre activos externos y domésticos”. O sea, políticas de liberalización financiera y escaso o nulo control a los movimientos internacionales de capital fueron lo que generaron el auge, pánico y crac, como supo ilustrar las fases de la crisis el economista Charles Kindelberger.
La relevancia de una nueva arquitectura financiera internacional para la región no se encuentra en la regulación de bancos de inversión o de los hedge fund, sino en normas globales que hoy no existen. Por ejemplo, el control de los movimientos de capitales internacionales o la definición de objetivos de los organismos multilaterales para que se ocupen de instrumentar mecanismos de prevención y compensación de la volatilidad del sistema global. Ahora se presenta la oportunidad para que Argentina y Brasil lideren en Latinoamérica la estrategia de incorporar en la discusión esos temas tan sensibles para economías periféricas, dejando de lado el rol pasivo ante las reformas que sin duda serán debatidas y acordadas por las potencias para luego pretender imponerlas como norma para el resto del mundo.
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