ECONOMíA › OPINION
› Por Edgardo Mocca
Hace muchos años, a comienzos de la década del setenta, Isaiah Berlin publicaba un ensayo titulado La rama doblada: sobre el origen del nacionalismo. Allí afirmaba que la más influyente de las ideologías del siglo XIX resultó ser una “para la que no se predijo ningún futuro significativo”: justamente, el nacionalismo.
Un par de décadas después, los tiempos dorados del nacionalismo parecían haberse agotado definitivamente. Derechas e izquierdas, progresistas y conservadores disputaban sobre los modelos posibles de globalización y coincidían en la decadencia de los estados nacionales para gestionar una dinámica económica y política que traspasaba las fronteras. El nacionalismo era un “anacronismo” que, como se sabe, es el más grande de los disvalores para el pensamiento neoliberal.
Sin embargo, el nacionalismo ha vuelto al centro de la escena. No lo devolvió a ese lugar ningún debate académico sino los hechos políticos. Desde los bárbaros atentados terroristas de septiembre de 2001, la primera potencia mundial ha desarrollado una política exterior ultranacionalista y agresiva, cuyo pilar estratégico es la llamada “guerra preventiva”, es decir la legitimación del ataque a otro país sin mediación de acción ofensiva alguna por parte del atacado. Nacionalismo extremo en la nación símbolo del mundo globalizado. Estos fueron también los años del reflujo del proceso de constitucionalización de la integración europea: en Francia, Holanda y recientemente en Irlanda, el proyecto de constitución de la Unión Europea fue mayoritariamente rechazado por la ciudadanía. A tal punto que sus más consecuentes impulsores se inclinan a avanzar en mecanismos de avance en la constitucionalización que no pasen por la consulta electoral a los pueblos. Prolifera el nacionalismo euroescéptico y, paralelamente, la xenofobia contra los inmigrantes extracomunitarios ha obtenido un indiscutible triunfo con la llamada “directiva retorno” –“retorno” es un eufemismo por expulsión– que llega a estipular prisión de 18 meses para extranjeros indocumentados. No se parece mucho todo esto a ningún “internacionalismo” ni a la dilución de las fronteras de los Estados que pronosticaba el pensamiento social predominante en la década del noventa.
En nuestra región el nacionalismo reapareció de la mano de un proceso de cambios políticos que siguieron al manifiesto fracaso de los programas económicos neoliberales en la mayoría de los países. Se trata de un escenario regional muy heterogéneo por su radicalidad y por el grado de polarización social interna en cada uno de los países; así y todo la tendencia a la recuperación del control por el Estado nacional de los principales recursos naturales, el rechazo a la presencia de tropas de Estados Unidos en el territorio y, en general, a toda forma de intromisión extranjera en la vida política de las naciones aparece bastante generalizada.
En el pensamiento democrático-liberal aparece una preocupación por este resurgimiento nacionalista. No hablamos aquí de quienes han adoptado como propia la clasificación que hace el gobierno de Bush entre gobiernos “moderados” y “populistas” y puesto a estos últimos en el lugar de “amenaza para la estabilidad de la región” sino de demócratas sinceros, conscientes de la histórica tensión entre nacionalismo y democracia. En Argentina conocemos el uso que los regímenes autoritarios hacen de la exaltación de nuestras virtudes reales o supuestas y de la denuncia de “campañas antiargentinas” en el exterior. La última dictadura hizo uso y abuso de estos sentimientos y llegó a hacer una guerra en su nombre, no sin el apoyo de vastos sectores de nuestra sociedad.
Ahora bien, el juicio sobre una ideología formado sobre la base de sus expresiones más extremas es un recurso de manipulación ideológica. No hay doctrina –la liberal-democrática incluida– que no haya sido invocada para las peores causas. Ni todo nacionalismo es autoritario ni todo sentimiento de distancia con lo nacional es un testimonio de apertura mental y pluralismo. A veces el desprecio de lo nacional equivale a una actitud de sumisión colonial.
Lo más interesante para la discusión es la frecuencia con que se utiliza, desde ciertos círculos del poder económico una suerte de doble standard para juzgar el nacionalismo. En nuestros días, el hecho se hace singularmente patente. El gobierno de Estados Unidos ha puesto en marcha un operativo gigantesco de salvataje por centenares de miles de millones de dólares a empresas en quiebra: toda una muestra del “dirigismo” e “intervencionismo estatal” que los economistas del establishment desaconsejan para el mundo en desarrollo. Sin embargo, esos mismos analistas no ahorran palabras de adhesión a este manejo estatista de la crisis. El colapso aparece en sus reflexiones como si se tratase de un desastre natural o el resultado de no se sabe qué desperfecto técnico en el sistema. Y el Estado tiene obligadamente que intervenir para paliar el desastre. No es el mismo el juicio que les merece la decisión del gobierno de Bolivia de recuperar la propiedad de los recursos hidrocarburíferos; en este caso se trata de la afectación de la seguridad jurídica, los contratos, los intereses de terceros...
Ninguna “consulta global” precedió a la toma de tan graves decisiones. Acciones decididas en circuitos financieros absolutamente ajenos a toda validación democrática y reforzadas por determinadas políticas públicas de un gobierno, el de Estados Unidos, tendrán costos incalculables en términos de patrimonio, ingreso y hasta de acceso a recursos alimentarios básicos para miles de millones de personas en el mundo. Semejante manifestación de nacionalismo no parece conmover a los abogados de la apertura y el libre mercado mundial.
Lo cierto es que vivimos en un mundo globalmente interconectado que es también un mundo extremadamente asimétrico en la distribución nacional y regional de los recursos y nada democrático en la toma de decisiones que comprometen el interés de todos los habitantes del planeta. La idea de que esto es compatible con el alcance de condiciones de paz duradera y no conflictividad nacional es propia de un pensamiento dogmático, interesado en encerrar la realidad en esquemas fosilizados. Es la recomendación de que los países pobres y débiles sean cosmopolitas y abiertos, y los poderosos ejerzan un nacionalismo sin trabas.
¿Puede abrirse paso frente a la crisis una estrategia regional sudamericana que no sea tributaria ni del globalismo imperial ni de un nacionalismo que desconozca los condicionantes internacionales? Esa estrategia podría ser la política de integración regional. Hace poco la recientemente creada Unasur tomó la resolución –impensable hasta hace muy poco tiempo– de que una comisión presidida por la presidenta chilena Michelle Bachelet desarrolle una tarea de mediación y defensa de la estabilidad democrática en Bolivia, país que mantiene un sensible litigio territorial con Chile. No será sencillo lograr una intervención igualmente articulada e inteligente para reducir los daños de la crisis global en la región. Nuestros países, sin embargo, no están en condiciones de alcanzar respuestas eficaces en el plano nacional ni capacidad de interlocución global actuando separadamente.
El resurgimiento del nacionalismo es un fenómeno completamente explicable en el actual contexto mundial, y mucho más en las críticas condiciones que se avecinan. La discusión que nos hace falta es una que contribuya al establecimiento de estrategias regionales para enfrentar la crisis y para contribuir al diseño de un orden económico y político global más transitable y no una que permanezca anclada en el dogma globalista neoliberal.
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