ECONOMíA › OPINION
› Por Alfredo Zaiat
En el supermercado de naciones reunidas en Washington bajo el paraguas del denominado Grupo de los 20, las ofertas para encarar la crisis son variadas. Además de las propuestas generales acerca de la necesidad de diseñar una nueva arquitectura financiera internacional, definición útil como vacía en el pronunciamiento final de esa cumbre, el eje que dominará la trayectoria de esta debacle de las potencias y su dispersión global será el rol que asumirá el Estado. La profundidad del derrumbe que provocó el fundamentalismo neoliberal se podrá precisar en función del tipo de participación estatal que predominará. El debate conceptual se encuentra en si el Estado interviene como subsidiario del sector privado, como el plan Bush de rescate a los bancos, o si directamente asume el control de la economía para sacarla del pozo. La primera opción deposita la confianza en que las fuerzas del mercado, vía millonarios aportes del fisco a bancos y compañías, rescatarán a la economía de la depresión. La otra es más consistente con la experiencia histórica de superación de recesiones, siendo la del ’30 la más emblemática, con el Estado sustituyendo al mercado como motor para detener la sangría y comenzar la lenta recuperación.
La desorientación que se observa en los líderes de las potencias mundiales ante la caída de bancos, derrumbes de las cotizaciones en las bolsas y el crujir de grandes empresas tiene su origen en que la vía elegida hasta ahora fue la de un Estado proveedor de recursos fiscales al mercado. La idea básica de esa estrategia es que, reestablecida la situación patrimonial de las entidades y compañías, el ciclo económico se revertirá y volverá el crecimiento. Como si las razones que provocaron la caída del “muro” de Wall Street todavía no fueran una lección aprendida, y como si el New Deal de Roosevelt fuera ignorado, se considera que el mercado financiero puede salvar la economía de una recesión. Se sabe que sólo puede salvarse a sí mismo, o sea, a los propios banqueros. El fracaso de la primera etapa del plan de Bush de rescate de bancos ofrece la obscenidad de que casi la mitad de los 700 mil millones de dólares aprobados por el Congreso fueron utilizados para distribuir dividendos entre accionistas y para pagar compensaciones a los ejecutivos de las entidades. No aplicaron esos recursos para recomponer líneas de préstamos dinamizadoras de la economía, sino para el salvataje de unos pocos.
El Estado está actuando así subordinado al mercado. El antecedente de la depresión del ’30 revela que ese camino conduce a la profundización de la crisis. La enseñanza que dejó el New Deal es que el Estado tiene que pasar a ser el eje rector de la recuperación. Con esa referencia histórica, economistas heterodoxos sostienen que cuanto antes se decrete la capitulación de las bolsas, instancia que pronosticó el economista Nouriel Roubini, se defina la nacionalización del sistema financiero para orientar el crédito hoy ausente y se disponga un plan de inversión pública y asistencia a los sectores más castigados, más rápido se encontrará el largo sendero de la recuperación.
Esa tensión que se desarrolla en la definición de la vía para encarar la crisis, expuesta en la cumbre del G-20, refleja que el fundamentalismo de mercado y el poder financiero siguen dando pelea. La batalla se expresa en si el Estado sustituye al mercado en áreas claves o lo asiste con recursos fiscales extendiendo la agonía y agudizando los costos de la debacle. Esa puja es la misma que se observa en el plano doméstico cuando se discute el fin de las AFJP. Las patrullas perdidas de Wall Street que circulan por Buenos Aires, integradas por ex funcionarios de cada uno de los fracasos económicos de los últimos treinta años, arremeten con furia contra el proyecto que termina con el negocio financiero de lucrar con el dinero previsional de los trabajadores. La cólera permanente por perder esa fuente inagotable de riquezas para pocos la expresan con el argumento de que así el Estado no asiste al mercado –como los planes de los países centrales–, sino que directamente lo reemplaza. Medida que es presentada como si fuese un horror cuando, precisamente, se revela como el medio más consistente en el actual período de colapso de la globalización financiera.
Con el fin de las AFJP, el Estado recupera la centralidad en la vida económica, social y política, espacio del que fue barrido durante la década del noventa. Esa reconquista de márgenes de intervención más potentes es lo que provoca destemplados comunicados de las cámaras empresarias. La incorporación como activos públicos en manos de la Anses de importante participación accionaria en compañías líderes genera un estado de perturbación y desconcierto en el poder. La posición más llamativa es la de sumisión de la Unión Industrial a los intereses del capital financiero. Aunque, en realidad, no debería sorprender porque la gran burguesía industrial, nacida al amparo de la sustitución de importaciones, no tuvo un proyecto alternativo al de la oligarquía, antes, y al que sumaron el del capital financiero, ahora, sino un proyecto de subordinación y asimilación a esos intereses. Esto pudo observarse en el apoyo autodestructivo de los industriales a la autodenominada Revolución Libertadora, a los planes económicos de Krieger Vasena y los sucesivos de Celestino Rodrigo, Martínez de Hoz y Cavallo. Esos empresarios reunidos en la UIA, ACDE y AEA no identifican su actividad especialmente con la industria y el mercado interno sino con la multiplicidad de actividades vinculadas a la intermediación financiera y los mercados externos. Sólo así se entiende la reacción desmesurada y la resistencia militante a un modelo productivo donde son los principales beneficiarios.
Ese complejo escenario local en el contexto de una crisis mundial de proporciones, que abrirá la previsible etapa de un Estado más activo, adquiere importancia a nivel doméstico respecto de quién abrazará la hegemonía de los resortes básicos de esas imprescindibles políticas públicas. Y éstas en función de pensar medidas en beneficio de las mayorías postergadas. Por eso no sólo es relevante que el Estado recupere la centralidad en la vida económica del país, sino que es igual de importante quiénes son los sujetos sociales y políticos que serán los protagonistas de ese proceso. Este es un capítulo que aún está en disputa dentro y fuera del Gobierno, con final abierto.
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