ECONOMíA › OPINION
› Por Edgardo Mocca
Es evidente que la crisis económica mundial es un marco ineludible de la lucha electoral que acaba de empezar formalmente en la Argentina. A tal punto que hasta la modificación de su calendario fue impulsada por el Gobierno con el argumento de ponerle cierto límite temporal razonable a una instancia de inevitable discordia como es una campaña electoral.
Es al mismo tiempo lógico que la presencia de la crisis mundial en el país esté mediada por preguntas tales como cuál será su impacto entre nosotros, cuáles son las políticas que pueden limitar los daños que sufriremos o, en última instancia, cuáles son los partidos y los liderazgos más capaces de pilotear la emergencia.
Es cierto que hasta ahora no se habla mucho del tema. En estos días las noticias electorales hablan más de impugnaciones judiciales y de cuestionamientos morales que de política propiamente dicha. Está claro, por lo que se ve, que los asesores de imagen de los candidatos de oposición han aconsejado no desplazarse de estos andariveles, no ceder a la discusión política e ideológica porque eso está estigmatizado por el santo y seña de la “crispación” y nada bueno pueden esperar en ese terreno. El consejo es concentrarse en seguir desgastando al Gobierno, según la sabia definición hecha oportunamente por el ruralista Buzzi. Es esperable, sin embargo, que tarde o temprano la discusión sobre las estrategias ante la crisis hagan su aparición en el debate público, porque al fin y al cabo, a pesar de la importancia que tienen las listas testimoniales o los cambios de domicilio de los candidatos, también es cierto que estamos ante la crisis mundial más importante desde la de 1929.
Existe otro nivel en el que la crisis mundial se cruza con los conflictos políticos argentinos. Ya no se trata de la pregunta sobre qué va a pasar con la Argentina en la crisis sino de otra pregunta acaso más interesante: ¿en qué mundo vamos a votar los argentinos?
Habrá que defender bien este argumento porque a primera vista parece que insinuara una hiperideologización de la campaña electoral que suele ser acompañada por resultados muy pobres. Vamos a un ejemplo. Vamos a la elección presidencial de 1995. Menem en el gobierno y en busca de su reelección recientemente habilitada por la reforma constitucional. Crisis del tequila surgida en México y con amplia repercusión en nuestro país. Más de 18% de desempleo en la última medición previa a los comicios. Desde el punto de vista de la experiencia cotidiana, la crisis empezaba a sentirse con mucha fuerza. ¿En qué mundo votamos los argentinos aquel año? Era el mundo de la globalización exitosa, de la hegemonía incontestada del pensamiento neoliberal. No formar parte de los adoradores de la “libertad y la autorregulación de los mercados” y de los aliados de la vencedora operación de rediseño mundial que se simbolizaba en la primera guerra del Golfo desatada por Bush padre e incondicionalmente apoyada por el gobierno argentino, significaba estar “fuera del mundo”, haberse “quedado en el ’45”. La convertibilidad era la credencial mágica que nos permitía a los argentinos participar del mundo “tal cual es”. Si había dificultades “menores” como que casi una quinta parte de los trabajadores fuera expulsado al desempleo, era el precio que había que pagar por nuestra definitiva reinserción en el mundo real. El claro triunfo de Menem en aquella elección es un claro modelo de inserción nacional en el clima político global.
Aquel idioma de 1995 casi se dejó de hablar en todo el mundo. Hace poco en el encuentro de Viña del Mar de las fuerzas progresistas a nivel mundial, el vicepresidente de Estados Unidos Joe Biden y el primer ministro inglés –los dos centros ideológicos del pensamiento neoliberal– intervinieron en un lenguaje que hubiera sido tachado de estatista y de nostálgico en los dulces días de la convertibilidad argentina. Como una digresión podría decirse que era el lenguaje que, en tono polémico y agonístico, esgrimía Alfonsín en los tiempos de la Alianza, cuando no había sido reconvertido en pieza de museo de los “consensos” y la “tolerancia”, y “crispaba” los ánimos de políticos y comunicadores conservadores hablando del patrimonio y la industria nacional.
Hay una derecha tan obsesionada con el diálogo y la moderación reducidos a sonsonetes escolares que parece no haber tomado nota del cambio de época. Macri, por ejemplo, dice que el país está aislado del mundo. Que solamente dialogamos con Chávez y con Fidel Castro. Ignora y parece no tener interés en saber de qué se está hablando hoy en el mundo. Ignora el nivel de ajuste estratégico y hasta terminológico que nuestro país alcanzó en su relación con el gobierno brasileño de Lula, por ejemplo. A propósito de Lula, a él le pertenece la frase en una de las reuniones del G-20: “Estamos ante el regreso de la política”. La crisis alumbró este regreso de la política. Y en América latina el parto fue anterior, en correspondencia con nuestra temporalidad específica en materia de desastres sociales, políticos y culturales provocados por el capitalismo de casino.
Pues bien, hoy lo que forma parte del pasado, aquello a lo que hay que mirar muy bien para no repetirlo, no son las nacionalizaciones, los sindicatos, los conflictos, las ideologías, la “crispación”. Lo que hay que mirar solamente a los efectos de no volver sobre nuestras peores frustraciones es la concepción de la política como adorno pasivo de la economía, asumida ésta, a su vez, como el reino en el que la mano invisible del mercado provee todo el orden necesario. Lo que pasó de moda en el mundo es la adoración de los consensos resignados ante la existencia de fuerzas “naturales” (la globalización, la desterritorialización, la caducidad de los Estados) contra las que no vale la pena luchar. Este relato tecnocrático, paralizante y tendencialmente autoritario está sufriendo golpes muy duros. Ha quedado reducido a círculos fundamentalistas que esperan ansiosos que alguna acción terrorista pueda deteriorar a Obama o que el terror xenofóbico y la demanda de ley y orden puedan imponerse a las demandas de justicia y solidaridad.
Sin embargo, el debate argentino sigue provincializado. Las noticias de la crisis se viven como letanías, no impactan en la cotidianidad, atravesada por la escena espectacular y paranoica de los delitos violentos. La crisis tiende a asumir las formas del miedo. La inseguridad de los cuerpos, la incerteza en el empleo y en la calidad de vida y la incertidumbre de la política son el nuevo hábitat de las interpelaciones conservadoras. Ya no nos convocan a participar de las ventajas del consumo en el mundo globalizado; nos amenazan con la incertidumbre y la muerte que puede venir del conurbano armado o del dengue o de los chanchos...
Si hay algo que pueda invertir este estado y esta tendencia es la politización de la crisis. La idea de que estamos por votar en un mundo en el que se han disuelto las marcas de las certezas inconmovibles. Y que, en consecuencia, no habrá otro mundo ni otro país para vivir que no sea el que logremos fabricar entre todos. Que de eso se trata la política.
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