Sáb 18.07.2009

ECONOMíA  › PANORAMA ECONóMICO

Gasto público

› Por Alfredo Zaiat

Cuestiones que empezaron a circular en las últimas semanas en el área económica se refieren a la distribución de recursos fiscales que, en última instancia, son una disputa de poder entre agentes sociales. Reducir retenciones a cuatros cultivos clave, girar mayores fondos a las provincias por coparticipación del impuesto al cheque, impulsar la asignación universal por hijo, disminuir o aumentar subsidios sectoriales, entre otros reclamos, conforman la actual agenda. Ese compendio de presiones se desarrolla en un contexto de tensión política que emergió del reciente resultado electoral. A ese escenario complejo se suma que la corriente económica dominante no se cansa de insistir en la necesidad de recuperar los niveles de superávit fiscal de años anteriores para encauzar la política económica. Esta recomendación la expresan como si no existiera una crisis internacional con su impacto en el plano local. Ese consejo tecnocrático apunta a disminuir el ritmo del gasto público en línea con la evolución de los ingresos, como si el manejo de la economía desde una campana de cristal pudiera disciplinar a los sujetos sociales que intervienen en un inquietante panorama político. Pese a los alertas fiscales que difunden con placer los gurúes de la city, las cuentas siguen registrando superávit, menor al contabilizado en períodos previos, pero excedente al fin. Es cierto que ese resultado se obtiene con “ayudas extras”, como el aporte de utilidades por parte del Banco Central, pero se trata en definitiva de recursos públicos. Y, además, existe algo que se llama dinámica de los acontecimientos (resultado del blanqueo, moratoria y recuperación económica, por ejemplo) que ya hace bastante no deja de descolocar a esos profetas. Para recomponer margen de maniobra de la estrategia fiscal ante las crecientes demandas que emergen de la nueva situación política aparecen los consejos de obtener financiamiento, lo que deriva en volver a los brazos del FMI. Ese no sería el sendero más recomendable si el objetivo es defender la actividad productiva, puesto que todos los recientes acuerdos suscriptos por países con el Fondo tienen como denominador común el ajuste recesivo. La política económica se encuentra entonces en una encrucijada fiscal, que navega entre el ajuste o la búsqueda de opciones de colocación de deuda eludiendo al FMI. Ese cuadro se agudiza debido a la preeminencia de un discurso instalado en el sentido común, que sospecha del gasto público y que se constituye en bandera ideológica de deslegitimación de la intervención del Estado en la economía. Un caso fresco es la actual embestida contra la gestión estatal de Aerolíneas Argentinas.

En ese escenario de tensión es una buena guía ampliar el marco de análisis sobre la evolución del gasto público para evitar confusiones, en primera instancia, y para evaluar en perspectivas la actual situación fiscal, después. El gasto público consolidado (nación, provincias y municipios) creció desde niveles bajísimos desde 2003, pero tuvo su componente contractivo al mantener elevados superávits fiscales. Esa particularidad se desarrolló teniendo en cuenta que se partió de la devastación del 2001 y entonces el gasto registró una tasa de crecimiento anual de más de 5 puntos porcentuales superior en promedio a la del PIB. Esos excedentes implicaron una estrategia anticíclica, que ahora ante los embates de la crisis internacional se despliega disminuyendo ese saldo positivo de las cuentas del Tesoro para defender la demanda agregada. El fundamentalismo fiscal argumenta que ese superávit debió haber sido mayor para defender “la consistencia macroeconómica”, que se habría traducido en una tasa de crecimiento más baja con el supuesto de una menor inflación.

Al respecto, en el último informe de la Asociación Argentina de Presupuesto y Administración Financiera Pública se remarca que el menor superávit fiscal “no necesariamente constituye un dato negativo, ya que el escenario macroeconómico actual requiere de acciones de carácter contracíclico”. Para luego aclarar que “ahora bien, esta erosión que está presentando tanto el superávit primario como el financiero debe estar acompañado de medidas que posibiliten: i) financiar las obligaciones originadas por la atención de los gastos sociales, el pago del servicio de la deuda pública y la asistencia financiera a las provincias; y ii) revertir a futuro esta tendencia de manera de no caer en déficits estructurales, a través de la reducción de gastos prescindibles y/o de una recuperación de los ingresos públicos”.

El comportamiento fiscal de los últimos años ha sido opuesto al que predominó en el período 1980-2003, cuando la contracción de la economía era agudizada con ajustes en el gasto, en el conocido recorrido procíclico del deterioro del nivel de actividad. En un reciente documento elaborado por los economistas Rafael Selva y Alfredo Iñiguez Descripción de la evolución del Gasto Público Consolidado del Sector Público argentino: 1980-2008 se señala que “uno de los pilares centrales del nuevo modelo de desarrollo ha sido la dinámica del gasto público. Luego de la crisis de la Convertibilidad, y sin ningún otro componente de la demanda agregada que empujara a la economía en aquel entonces (porque luego de la devaluación, los salarios reales habían caído fuertemente, al igual que el consumo privado y la inversión), la expansión del gasto público fue determinante para recomponer la tasa de crecimiento de las ventas, la producción y el empleo en nuestro país”. Apuntan que desde 2003 la expansión del gasto público en los distintos niveles de gobierno convivió sin generar déficit fiscal ni debilitar la estrategia de desendeudamiento del sector público. Selva e Iñiguez destacan que de esa forma “a finales del año 2008, el Gasto Público Consolidado (GPC) alcanzó el nivel más alto desde 1980, el 37,7 por ciento del PIB”. “Ese aumento se logró sin desplazar inversión ni consumo privado, variables que con el impulso inicial del GPC se incrementaron desde 2003 en adelante”, precisan esos especialistas.

El dúo de economistas explica que “esto es particularmente relevante si se toma en consideración que en el período 2007-08 se registró un superávit financiero del Sector Público Nacional de 6,5 por ciento del gasto total nacional, a diferencia del comportamiento registrado en los noventa, cuando en el período 1996-98 se contabilizó un déficit financiero de 8,6 por ciento”. Para Selva e Iñiguez, esto equivale a decir que “se desplazaron recursos que en otra época se destinaban a pagar deuda pública a incrementar de manera sustentable el gasto público social y la inversión en infraestructura, desoyendo las políticas de ajuste recomendadas por el Fondo Monetario Internacional, que sometía frecuentemente a nuestro país a revisiones periódicas, aconsejando la adopción de políticas ortodoxas recesivas con impactos negativos sobre el empleo y los salarios”.

La distribución del gasto ofrece también una interesante radiografía sobre la orientación del Estado en estos años. Se mantuvo estable en torno del 5,5 por ciento promedio en porcentaje del PIB en los gastos de funcionamiento del Estado (administración gubernamental y en los servicios de Justicia, Defensa y Seguridad interior). Los gastos en servicios de la deuda muestran dos picos en la serie en 1982 y 2001, años en los que el GPC como porcentaje del PIB alcanzó el 6,1 y 5,3 por ciento, respectivamente, lo que equivalía a 22 y 15 por ciento del gasto total en cada uno de dichos años. En 2008, esa partida disminuyó sustancialmente al ubicarse en el equivalente al 2,4 por ciento del PIB. En tanto, el gasto en servicios económicos (subsidios al sector privado y transferencias a empresas estatales) pasó de menos del 2,0 por ciento del Producto a fines de la década pasada hasta representar el 5,5 por ciento en 2008. Este es el rubro que más inquieta a ortodoxos y a no pocos heterodoxos. “Se trata de gastos o transferencias directamente relacionadas con el sostenimiento de tarifas de los servicios públicos a niveles asequibles para la población (especialmente combustibles, transporte y energía) y orientados principalmente a promover la actividad productiva y evitar que se eleven los precios de los productos clave de la canasta de alimentos, en especial la carne, el pan y la leche”, explican Selva e Iñiguez. Por último, respecto de los años noventa, el gasto público social se incrementó en 3,5 puntos porcentuales del PIB, alcanzando el 23,7 por ciento.

La evolución y composición del gasto público desde 2003 muestra la recuperación del Estado en un rol más activo en la economía y en la distribución de recursos. En esa línea, resultaría interesante abrir el debate sobre la calidad de ese gasto, pero ahora se está planteando algo rústico que consiste en determinar sectores que tienen que resignar o aportar fondos para responder a las demandas diversas que se expresan en el nuevo escenario político. Si en esos reclamos no se precisan el origen y el sujeto que lo expresan, en el actual marco de tensión política alrededor del gasto público, se corre el riesgo de ocultar a los actores sociales que quieren que el torniquete termine apretando a los más vulnerables.

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