ECONOMíA › OPINION
› Por Alfredo Zaiat
La polémica por el alza de las tarifas en el gas, como también en las de la luz, pone en cuestionamiento el modelo de gestión de servicios públicos esenciales. Además, permite reabrir el debate sobre la efectividad de medidas que en primera instancia parecen equitativas, pero en la práctica presentan algunas debilidades en ese aspecto. En estos días, con la caja de resonancia del Congreso, las tarifas de gas se han convertido en un terreno de disputa política pero, en realidad, se trata de un tema relevante donde el peronismo y el radicalismo, como así también las fuerzas políticas abrazadas al neoliberalismo, han tenido, cada una en su momento, participación en la creación del actual modelo energético.
La cuestión inmediata de ese sistema se refiere al esquema tarifario. La seductora idea que dice “quien más consume más paga”, debido a que esa relación revelaría un elevado nivel de ingresos, no es tan directa como el sentido común indicaría. En esa línea de razonamiento, el bajo consumo sería señal de un hogar de ingresos bajos. Por lo tanto, si no se ajusta la tarifa a este último universo de usuarios, y sí se aumenta al de mayor consumo, se establecería un cuadro equitativo. Esa estrategia, que se denomina subsidio cruzado, se presenta en teoría justo. Pero, como ya ha quedado en evidencia, enfrenta algunos problemas. Por caso, una familia que habita en un barrio periférico del área metropolitana, con la mujer trabajando en el hogar y con cuatro hijos, tiene un elevado consumo por las tareas diarias de planchar, cocinar, lavar y calefaccionar la vivienda. La mejora de los ingresos de los últimos años, el congelamiento de tarifas, junto a la reducción en términos relativos de los precios de los electrodomésticos, implicó que la utilización de esos aparatos se extendiera en forma masiva, modificando pautas de consumo en la población. Ese usuario de ingresos medio o medio-bajo pasó a registrar un consumo más elevado que su promedio de años pasados y, por lo tanto, ha recibido boletas con un fortísimo ajuste. En tanto, en una familia que habita en un edificio en la avenida del Libertador o en Puerto Madero, con escasa presencia en el hogar durante el día por las múltiples actividades de sus integrantes, puede ser que el consumo sea muy bajo, quedando exceptuada del alza en el precio de la luz y el gas. Además de esa carencia que ha demostrado ese esquema tarifario, el momento para realizar el ajuste no podía ser menos inoportuno. Se aplicó cuando empezaron a verificarse signos de un proceso recesivo, instancia que requiere preservar el dinero disponible de las familias para sostener la demanda vía consumo en lugar de reducirla vía aumento de tarifas.
La resistencia de un sector de la población a los aumentos, como así también el rédito político que busca la oposición, tiene el sello de la trampa de las tarifas. Durante años se insistió con que estaban retrasadas y que debían “sincerarse” teniendo en cuenta los costos internos, la comparación internacional y la necesidad de incentivar la inversión privada. Ese fue el argumento de la ortodoxia que ahora, con la presa retenida en los ganchos, habla de “tarifazo”. Lo cierto es que más allá del cuadro tarifario, el modelo de los ’90 desestructuró un esquema energético integrado. Para transformarse en los últimos años en uno híbrido, donde los privados hacen poco y nada para expandirlo y el Estado no puede hace mucho más de lo que hace dentro de ese sistema. La administración kirchnerista trató en seis años de gestionar el “modelo de negocios” energético, interviniendo el Estado en la fijación de precios y en la definición de inversiones. Ese esquema sirvió para los primeros dos años de recuperación económica luego de la dramática crisis de la convertibilidad. Ahora, ese camino ha revelado sus límites. En una primera etapa, con la Ley de Emergencia Económica, se congelaron y pesificaron las tarifas. Las privatizadas, controladas por operadoras multinacionales, se opusieron a esa medida concurriendo al tribunal arbitral Ciadi, dependiente del Banco Mundial, para iniciar juicios millonarios contra el Estado argentino. A la vez, detuvieron sus inversiones presionando así para recuperar la dolarización de las tarifas, objetivo que fracasó. En una segunda instancia, el Gobierno comenzó la renegociación de contratos, que derivó en algunos casos en cambios de dueños en esas compañías, sin llegar a firmar nuevos convenios, aunque se empezaron a flexibilizar tarifas en los eslabones de grandes usuarios (megacomercios e industrias) con la expectativa de impulsar un proceso de inversión. Ese estado de indefinición prolongó el congelamiento de las tarifas residenciales y mantuvo la resistencia privada a desembolsar recursos para invertir. El fuerte crecimiento económico empezó a mostrar un sistema energético bajo tensión, que abrió una tercera etapa en este proceso: el Estado salió a su rescate con inversiones canalizadas a través de diferentes fondos fiduciarios. Esas vías de financiamiento (con cargos directos sobre la factura, deuda acumulada con los concesionarios privados y con dinero público) revelaron sus límites por restricciones presupuestarias y por el ritmo creciente de los subsidios, situación que se agudizó con la reversión del ciclo económico. El monto de los subsidios en el rubro Energía había alcanzado unos 7600 millones de pesos en el primer semestre de 2008, y con las alzas de tarifas y el descenso del precio internacional del petróleo pudieron disminuir a 6250 millones en la primera mitad de este año.
En ese escenario se mueve hoy el modelo energético, convertido en un híbrido donde el sector privado se dedica a la administración, operación y mantenimiento del servicio, mientras el Estado no asumió el control de las compañías pero define el nivel de tarifas y aceptó la responsabilidad de impulsar la inversión para la expansión de la red.
El antecedente del modelo previo a las privatizaciones permite entender un poco más el actual conflicto con las boletas de gas. La Argentina tenía un sistema energético integrado y centralizado, con dos grandes subsistemas, uno eléctrico y otro de combustibles. De un lado estaba Agua y Energía Eléctrica –que se asemejaba a una YPF de la energía eléctrica–, Hidronor (El Chocón) y Segba. Y del otro, YPF y Gas del Estado. Era un sistema que funcionaba, con sus más y sus menos, en forma racional. Con ese sistema, una vez que el país determinaba la proyección del consumo anual, se establecía primero la producción de energía con la hidroelectricidad, después con las usinas atómicas, después con el gas –que era menos contaminante y había muchas más reservas que en la actualidad– y finalmente con el petróleo. Y no había saldos exportables porque no había reservas suficientes, además de que se privilegiaba el abastecimiento interno. De esa forma se obtenía un desarrollo armónico del país, con el menor costo en cada una de esas fuentes energéticas y un cuadro tarifario más equilibrado que el actual, aunque con ciertas deficiencias. Esa organización se destruyó con las privatizaciones. Se cambió la racionalidad por la irracionalidad del mercado, lo que hoy se sigue padeciendo.
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