ECONOMíA › PANORAMA ECONóMICO
› Por Alfredo Zaiat
El conflicto de Kraft o, en una definición más específica dada por el ministro de Trabajo, Carlos Tomada, en un reportaje publicado en este diario, la decisión de la empresa de tomarse “una revancha con trabajadores”, facilita un mejor entendimiento de los factores que intervienen en el proceso dinámico de la distribución del ingreso. En estos días en que el poder dominante se ha apropiado del espacio de debate sobre la pobreza y el reparto de la riqueza, cuando son la principal fuente de naturalización y consolidación de un importante núcleo de excluidos, precisar la tensión de origen colabora en su comprensión. Las expresiones de una necesaria disputa para mejorar la distribución del ingreso se reflejan en:
- La vitalidad de la actividad gremial, que incomoda a empresas y a ciertas burocracias sindicales.
- Las discusiones para aumentar el salario real, resistidas por las patronales e impulsadas a lo largo de este año por el Ministerio de Trabajo.
- Las luchas por mejorar las condiciones laborales y materiales de los trabajadores, que molestan al establishment, incluyendo al mediático.
La negación o el desprecio a esas manifestaciones fundamentales desenmascaran cínicos discursos de preocupación por la situación socioeconómica, que terminan siendo una expresión de la hipocresía de los verdaderos fabricantes de pobres. La intervención del Estado a través de iniciativas tributarias y de asignación del gasto son muy relevantes para definir la tendencia en el reparto de la riqueza. Pero la imprescindible interpelación sobre ese accionar no debe ocultar que el factor esencial de esa tensión se encuentra en la relación que mantiene el capital y el trabajo. En esa instancia aparece el debate sobre el tipo de organización gremial, la calidad de la representación de los trabajadores a través de delegados, la intensidad de las negociaciones salariales y la constante suba de precios de los alimentos producidos por empresas con posición dominante que contabilizan tasas de ganancias extraordinarias.
El desarrollo histórico del capitalismo muestra que las organizaciones sindicales son la herramienta principal para tratar de compensar la desigual relación con el capital. Esas luchas lideradas por los trabajadores tuvieron como meta mejorar sus propias condiciones de existencia. Pero, al mismo tiempo, transformaron en forma positiva al conjunto de la sociedad porque la hicieron más equitativa. La corriente conservadora decreta, en base al supuesto de las condiciones de competitividad que exige la economía global, la necesidad de anular el conflicto apelando a la primacía, incluso moral, de lo individual frente a lo colectivo. En ese discurso, el sindicalismo reivindicativo de Moyano (CGT) y de Yasky (CTA), y aún más el de base, no tiene sentido ni debería existir. Pero el conflicto social no desaparece por el deseo del empresariado, más bien su existencia expresa la energía de actores sociales para, entre otras cuestiones, generar las condiciones para disminuir la pobreza.
En la investigación La distribución del ingreso en la Argentina y sus condicionantes estructurales, Eduardo Basualdo explica que debido a la recuperación que registró el salario real y la ocupación durante los últimos años, las condiciones de vida de la clase trabajadora para el año 2007 son mejores que durante la crisis de 2001 e incluso que antes de ella, pero su participación en el valor agregado (en la distribución del ingreso) es menor, porque el PBI creció más que la masa salarial. Afirma entonces que “se puede decir que el capital está en mejores condiciones que antes debido a que se apropió a través de sus ganancias de una porción mayor del valor agregado generado anualmente, registrándose una participación creciente del mismo en el ingreso”. Ese comportamiento paradójico requiere de un abordaje más riguroso que la declamación indignada por la cantidad de pobres o la polémica sobre los índices del Indec. Los trabajadores fueron despojados de conquistas históricas durante décadas pasadas, y algunas de ellas pudieron recuperarse en los últimos años, aunque en forma muy lenta. Esto fue así por un contexto complicado por la fragmentación del mercado sociolaboral: empleos en blanco, en negro, tercerizados, desocupados, subocupados, pobres e indigentes. En ese panorama irrumpe la mayor presencia en el espacio público –no tanto en la vida interna de las empresas– de comisiones de delegados gremiales.
La escasa actuación de delegados en los ámbitos laborales, por la propia restricción de anquilosadas estructuras sindicales y también por la prohibición que establecen muchas compañías, debilita los canales de expresión y reclamos de los trabajadores. Basualdo señala que el país se encuentra en emergencia sindical por su bajo nivel de sindicalización y las pocas comisiones internas. La tasa de sindicalización de los trabajadores se ubica entre el 20 y el 25 por ciento del total de ocupados, la mitad de la existente en 1954. Y sólo el 12 por ciento de las empresas tienen por lo menos un delegado. Basualdo detalla que el proceso se agudiza y deviene como un fenómeno estructural por la existencia de una burocracia sindical preocupada por consolidar sus privilegios y que, a su vez, tiende a agravar la caída de la sindicalización porque los trabajadores son profundamente escépticos, con razón, respecto a la posibilidad de avanzar con esos dirigentes. “Se trata de un fenómeno de gran importancia estructural porque implica mantener una inédita desigualdad entre el capital y el trabajo, donde este último no tiene posibilidades de actuar en defensa de sus intereses en los lugares de trabajo”, destaca Basualdo. Para agregar que “al reducirse la desocupación, la única vía para mejorar la participación de los trabajadores en el ingreso es el incremento del salario real por encima de la productividad del trabajo, para lo cual las negociaciones tienen que realizarse con algún grado de equivalencia entre las partes”.
La presencia de delegados en los lugares de trabajo es resistida por las empresas. Sus representantes más conservadores los definían en la década del setenta como la “guerrilla industrial” (Ricardo Balbín) que había que combatir o advertían sobre los “soviet en las fábricas” (Alvaro Alsogaray). Hoy, a casi veinte años de la caída del Muro de Berlín, la definición es más general: “ultraizquierdista”. Un repaso histórico indica que a partir de mediados de la década del cuarenta, con el ascenso del movimiento peronista, las organizaciones sindicales desarrollaron una política activa de inserción en los establecimientos. Esta fuerte presencia en los lugares de trabajo constituyó una característica excepcional de la Argentina en la región. Las comisiones internas y cuerpos de delgados se consolidaron como un importante vehículo para defender los derechos laborales en los espacios concretos de trabajo. Los delegados servían también como canal de transmisión entre los intereses de los trabajadores y los dirigentes sindicales.
En el documento Dilemas y conflictos en torno a la representación directa en el lugar de trabajo, elaborado por el Observatorio del Derecho Social de la CTA, se destaca que esos representantes directos posibilitaron un fortalecimiento de las organizaciones sindicales. También ocuparon “una creciente importancia en la definición de las características del proceso productivo, actuando como una valla para los intentos patronales de profundizar la explotación laboral por vía de un incremento en la intensidad del trabajo”. Por ejemplo, en el conflicto que existe en estos días en la compañía que los desconoce bajo el lema “Hacemos tu día delicioso”.
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