ECONOMíA › OPINIóN > DEUDA Y ACTORES POLíTICOS
› Por Alberto Müller *
Lo ocurrido a raíz de la constitución del Fondo del Bicentenario y la (eventual) eyección de Martín Redrado del Banco Central es un claro ejemplo de cómo el accionar político puede oscurecer ante las personas (o el pueblo, como supo decirse alguna vez) la comprensión de cuestiones importantes de orden público. Además de sentar una posición acerca de los acontecimientos en curso, esta nota aspira a aclarar la comprensión de este tema.
La deuda pública argentina –de unos 141.000 millones de dólares– representa hoy día una proporción de cerca de 50 por ciento del PIB. Los compromisos que ella genera en términos de intereses son perfectamente sostenibles. El 46 por ciento de la deuda se encuentra emitido en pesos, por lo que no existe para esta parte riesgo por devaluación.
En condiciones “normales” estos compromisos son sostenibles. En todos los países, la práctica recomendable consiste en mantener un monto razonable de deuda pública, pagando intereses y variando marginalmente el monto adeudado; esta práctica es por otro lado similar a la que realizan las empresas privadas en condiciones de obtener financiamiento. Este es el caso de la Argentina; los recursos requeridos se encuentran en el orden de 2,5 por ciento del Producto, aun considerando la deuda no cancelada (“holdouts” y Club de París).
Pero –huelga decirlo– la Argentina no es un país “normal”. El default de 2001 queda en la memoria de algunos actores (bancos y evaluadoras de riesgo). Además, los permanentes conflictos internos en el ámbito de las dirigencias económicas y políticas agregan un condimento esencial. Así fue como en 2008 una colocación de títulos arrojó una tasa de interés del orden de 15 por ciento en dólares; algo explicable solamente por la conflictiva situación que vivía el país, ante el paro de las patronales agropecuarias y el bloqueo masivo de rutas.
Hay un dato importante aquí. Cuando alguien toma prestados fondos a una tasa de interés de tal magnitud, para los agentes financieros se trata de alguien en situación desesperada, al borde de la bancarrota. Alguien podrá preguntarse por qué entonces este agente obtiene refinanciamiento. La respuesta es muy sencilla: el prestamista le brinda fondos a intereses elevados como una manera de abultar el monto de la deuda, a ejecutarse cuando se produzca la quiebra. Para el prestamista se trata de un deudor con quiebra asegurada.
El Gobierno optó correctamente por no tomar nuevos préstamos, luego del episodio de 2008; desde entonces, el stock de deuda disminuyó un 3 por ciento.
Pero lo cierto es que la deuda debe ser renovada, y a un costo financiero que no signifique dar la señal de que estamos rumbo a la quiebra (o sea, al default). Para este año, los vencimientos de capital a renovar suman 13.700 millones de dólares, casi el 10 por ciento del stock total (además de 5100 millones de intereses). La estrategia gubernamental ha sido la de reabrir negociaciones con los holdouts, y eventualmente con el Club de París. Asimismo, ha decidido utilizar parte de las reservas para garantizar el pago de parte de los vencimientos, con el Fondo del Bicentenario. El objetivo explícito es lograr que la tasa de interés baje sustancialmente, para alejar la perspectiva del default.
El titular (¿saliente?) del Banco Central parece haber tenido precisamente el propósito de dinamitar este objetivo. Más allá del desenlace institucional que tenga este episodio, el impacto obtenido en el ámbito de las finanzas es suficiente como para que probablemente no se produzca la baja en el costo del financiamiento. Dudamos de que Martín Redrado ignore cuáles son las consecuencias de su accionar, máxime cuando –luego de aducir que temía el embargo de las reservas por parte de los fondos buitre– expresó su desacuerdo con la afectación de reservas, “porque son de todos los argentinos”, en sintonía con los voceros de la oposición política.
A esto, estimamos, habría que agregar una eventual vendetta de las finanzas internacionales ante el default y el exitoso canje de 2005. Nunca está de más hacer tronar el escarmiento, para imponer presencia, tras el revés que implicó la profunda crisis económica mundial iniciada en 2007. La Argentina es seguramente un buen candidato, si no el mejor, como país de esos que pueden quebrar.
Antes de pasar a las perspectivas, una breve reflexión sobre la cuestión de la autonomía del Banco Central. El Banco Central no constituye un tabernáculo intocable, cuya violación conmueve las bases de una sociedad. Si determinadas circunstancias aconsejan el uso de parte de las reservas, no vemos por qué el Gobierno no puede hacerlo; si la decisión es mala, será la alternancia política la que deberá juzgarlo. El argumento de que se trata de dinero “de todos los argentinos” es sencillamente risible: todos los recursos que maneja el Estado revisten exactamente el mismo carácter.
¿Qué hacer si el propósito de renovar la deuda a un interés adecuado fracasa? Esta es una cuestión muy delicada. Lo único que podemos afirmar con seguridad es que no debemos entrar en el círculo vicioso de seguir utilizando reservas para cancelar vencimientos de capital; y tampoco aceptar tasas de interés que anticipen el default. Es preferible ir a una reprogramación forzosa con reservas abundantes, y no sin ellas; ésta es una mala opción, pero quizá sea la única, llegado el caso. Lo más importante será mantener niveles bajos de endeudamiento, como los hay en el presente; este objetivo es innegociable.
Pero por sobre todas las cosas, se debe explicar cómo son las cosas, transmitiendo una persuasión fundada en convicciones. La historia reciente de la Argentina es demasiado rica en ejemplos como para desaprovecharlos. Una vez más, el estilo y la capacidad de comunicación de este gobierno están en gran falta.
Director del Cespa-FCE-UBA.
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