ECONOMíA › LA RIGIDEZ DEL BANCO CENTRAL EUROPEO PARA RESPONDER A LA CRISIS
Con España, Portugal y Grecia en crisis, el BCE enfrenta su mayor desafío: cómo hacer que el euro baje sin salirse del marco neoliberal de su carta orgánica. Con tantas limitaciones, algunos ya plantean la necesidad de una reforma.
› Por Oscar Guisoni
La crisis económica que afecta al sur de Europa –Portugal, España y Grecia– está obligando a cambiar las reglas de juego a los países de la zona euro. La rigidez a la que está atado por su carta orgánica el Banco Central Europeo se resquebraja y comienzan a surgir voces que proponen una reforma. Mientras tanto, la receta con la que se está respondiendo a la crisis no se sale de la ortodoxia neoliberal vigente en los años ’90: reducción del gasto público, congelamiento de salarios, liberalización del mercado laboral. Mientras los sindicatos griegos protestan en la calle y los ministros socialistas advierten en Madrid de maniobras conspirativas contra la economía española, entre bambalinas se juega otra partida de grandes dimensiones: ¿cómo bajarle la cotización al euro sin salirse del libreto?
El Banco Central Europeo es, al igual que su homólogo la Reserva Federal de Estados Unidos, un fruto de las circunstancias históricas y económicas que afectaron durante el siglo XX al continente. Ambos son hijos de los traumas que dejó la depresión de 1930, un fantasma muy presente en la actual crisis. En Estados Unidos, la Gran Depresión se cebó sobre todo con el empleo, por lo cual la Reserva Federal tiene entre sus objetivos promover el crecimiento económico y evitar el desempleo. Como en Europa el mayor problema lo generó la hiperinflación, el Banco Central Europeo tiene como objetivo primordial la contención de este fenómeno. La actual crisis económica está obligando a las dos instituciones a replantearse su rol y sus límites.
Así fue como a partir de 2008, cuando quedó claro que la explosión de la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos iba a contagiar a Europa, el BCE decidió responder a la manera clásica, bajando los tipos de interés e inyectando liquidez en el mercado. Un año y medio más tarde, la receta demuestra sus límites. Con los tipos casi a ras del suelo, la enorme masa de dinero que se puso sobre la mesa para salvar el sistema financiero acabó en la timba de las bolsas de valores, pero no se transformó en crédito ni llegó a las empresas, donde se suponía que tenía que llegar.
Es por esa razón que las bolsas del continente, incluidas las de los países que ahora parecen a punto de naufragar, se revalorizaron durante 2009 cerca de un 70 por ciento, alcanzando los niveles previos a la debacle de 2008, pero eso no significó la salida de la recesión. En medio de este panorama, el presidente del BCE, Jean-Claude Trichet, observaba con preocupación que, a pesar de la crisis, la cotización del euro con respecto al dólar no sólo no bajaba sino que crecía, llegando a tocar a finales de 2009 su cota máxima, 1,50 dólar por euro. Mientras muchos analistas económicos advertían que era imposible sacar al continente de la recesión con la moneda común tan sobrevaluada, el BCE veía pasar el fenómeno con impotencia, ya que su carta orgánica le impide hacer lo que hacen otras instituciones gemelas, como el Banco Central argentino: salir a comprar o vender dólares a su antojo para fijar una cotización conveniente.
Cuando a principios de semana el ministro de Fomento español, José Blanco, denunció “maniobras conspirativas” contra la economía de su país y contra el euro llevadas a cabo por “especuladores financieros y algunos medios de comunicación”, tal vez no se equivocaba. Sólo que Blanco no dijo toda la verdad o, al menos, no la supo ubicar en su contexto: le faltó indicar que esa supuesta conspiración no viene de afuera, sino que se está generando dentro de la misma zona euro y que el BCE parece haber encontrado en los problemas de España, Grecia y Portugal su salvación. Gracias a la crisis de los países del sur, el euro comenzó por fin a descender y a finales de semana alcanzaba su nivel más bajo en un año, de 1,36 dólar por unidad.
De hecho, la cumbre sólo anunció medidas vagas y un apoyo político a Grecia, al tiempo que le exigía la puesta en marcha de una receta ultraortodoxa consistente en reducir el déficit público achicando el gasto del Estado, acompañado de una reforma del mercado laboral y un recorte de derechos a los trabajadores. Ante las dudas que surgieron sobre la eventualidad de un default griego, los principales responsables de la política económica europea se limitaron a señalar que no permitirían que el agua llegue tan lejos. En otras palabras: que la crisis siga hasta que provoque los daños necesarios como para bajar el euro. Luego se verá.
Antes de la crisis, la fortaleza del euro le trajo a Europa grandes ventajas. Mientras sus grandes empresas salían a recorrer el mundo –como argentinos en Miami durante la época de la “plata dulce” al grito de “déme dos”–, la zona euro se beneficiaba también de la baja en la factura energética que el euro alto significaba, por el gas y el petróleo importados. Pero la crisis trajo consigo una baja significativa de los precios del crudo, por lo cual ahora las ventajas del euro alto han disminuido y apenas si alcanzan para favorecer a los turistas que eligen un destino fuera de Europa.
Aunque nadie arriesga un pronóstico, porque no existe un consenso sobre cuál debe ser la cotización del euro adecuada para impulsar el crecimiento en la eurozona, cada día parece estar más claro que los problemas de los países del sur terminarán en el momento en que los cerebros del Banco Central Europeo determinen que las cosas han sido puestas en su lugar. Mientras tanto, habrá que seguir oyendo sobre conspiraciones, ataques de especuladores y grandes ajustes.
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