ECONOMíA › PANORAMA ECONóMICO
› Por Alfredo Zaiat
Una persona que no recibe ningún ingreso se encuentra en una situación angustiante. En ese estado, si los precios suben o bajan, o si el alquiler mensual de la habitación donde vive ajusta o no la tarifa le resulta indiferente. Si no tiene nada, esas variaciones que inquietan al resto no provocan ningún cambio en su situación. Esa misma persona pasa a estar en otras condiciones cuando empieza a percibir una suma fija de dinero cada mes como parte de una política pública para atender a sectores postergados. Ese monto, que antes no lo contabilizaba en su bolsillo, le permite ahora comprar bienes, en especial alimentos, además del inmenso alivio de tener certidumbre sobre ingresos futuros. A partir de ese momento, los movimientos en los precios empiezan a afectarlo, aunque en una dimensión que no lo induce a concluir que se encuentra en la misma situación miserable anterior. Sabe que pese al alza de ciertos precios sigue estando en una posición muchísimo mejor recibiendo esa suma de dinero que estar con las manos vacías. Este sentido común tan básico está siendo violentado por especialistas que concentran críticas desmesuradas en la Asignación Universal por Hijo, la medida de protección y de reconocimiento de derecho social más importante desde los dispuestos en los dos primeros gobiernos peronistas. Las observaciones negativas refieren a la pérdida del poder adquisitivo debido a los ajustes en alimentos y bebidas. Incluso algunos expertos del establishment plantean que “la inflación neutralizará el impacto de la AUH en la pobreza”. Semejante desprecio por la población que tiene poco y nada, desdén que se manifiesta en la sentencia desde un supuesto saber técnico de que ese dinero no sirve porque se lo come la inflación, es una particularidad de este momento de tensión política mediática. Se puede suponer que si no existiera esa batalla en el espacio público, sería probable aunque no seguro que esos expertos en temas laborales y sociales fueran más prudentes en sus afirmaciones.
La necesidad de fijar un criterio automático de actualización de la AUH está pendiente, para igualarla con lo que sucede con las jubilaciones, y también con el resto de las asignaciones familiares que se definen en negociaciones entre las organizaciones sindicales y el Estado. Esa carencia en la reglamentación, sin embargo, no significa que los grupos sociales que reciben la AUH estén padeciendo la inflación como la entienden los sectores con ingresos fijos o con flujo variable pero permanente de recursos. Cuando esos cronistas sociales de oficina apuntan a la pérdida del poder de compra por la evidente erosión que provoca el alza de precios en alimentos y bebidas, en realidad están cuestionando la expansión del gasto público que incentiva la demanda, como la AUH. Ese mayor gasto lo señalan como uno de los principales motores de la inflación. Esto deriva en la conclusión de que la inflación es regresiva y, por lo tanto, la recomendación implícita de esos especialistas es que antes de instrumentar medidas de protección social el Gobierno debería ocuparse de los precios, que es un tema más relevante para los desamparados.
La cuestión que no consideran por anteojeras ideológicas es que la obvia regresividad de la inflación se verifica en los grupos sociales con ingresos que ya arrastraban. En el supuesto caso de que esa expansión del gasto sea el motivo de la suba de precios, aspecto que merecería una evaluación más rigurosa que la que ofrece la ortodoxia, esa política fiscal para las personas que reciben ese dinero, en cambio, le resulta progresiva. Uno de los jóvenes economistas que participan en el blog Homo Economicus provoca con el siguiente interrogante: “¿Cómo queda el poder adquisitivo de estos sectores luego de la expansión del gasto?”. Para luego sentenciar: “La respuesta es bastante trivial. Si le doy poder adquisitivo a alguien que no lo tenía, por más que ese poder adquisitivo se deteriore en el tiempo, estoy ‘aumentándolo’ en relación al momento inicial (donde era ‘cero’)”. En esa misma línea, el autor de ese post decide interpelar aún más al saber convencional y plantea que “entonces, pareciera que el impuesto inflacionario tuviera poco de regresivo, y más bien mucho de progresivo”.
La AUH es un extraordinario avance en el reconocimiento de derechos, siendo los niños y jóvenes los sujetos involucrados, cuyo impacto en áreas sensibles de las familias con carencias materiales todavía no ha adquirido la relevancia que se merece en la consideración del espacio público. Incluso figuras políticas que durante años batallaron por universalizar una asignación por hijo se dedican a cuestionarla en aspectos interesantes para investigaciones académicas para presentar ante el Banco Mundial, pero que se ubican en el margen de un plan de semejante magnitud. Esto no significa que haya que avanzar en el mejoramiento del programa en cuanto a su profundidad, que ya es mucha. Ahora se está transitando la necesaria etapa de consolidarlo en un período donde la avanzada conservadora se presenta sin pudor con las banderas de la ortodoxia. Hoy discutir cuestiones de los márgenes del programa, como si fueran centrales, sólo colabora a la distorsión de la comprensión del plan social más ambicioso en décadas y más profundo en la región.
En Brasil, Perú, Chile y México existen planes sociales de envergadura para atender a los grupos sociales vulnerables. Todos ellos son muy importantes, como el elogiado Bolsa Familia de Lula da Silva, que afianzó aún más la identificación de los pobres con el líder brasileño. Pero ninguno es tan ambicioso en materia de cobertura y monto de las transferencias. En un informe especial publicado en Cash, suplemento económico de este diario, el domingo 21 de marzo pasado, el periodista Tomás Lukin adelantó la investigación de los economistas Demian Panigo, Emmanuel Agis y Carlos Cañete Asignación Universal por Hijo: resultados preliminares. En ese documento de trabajo se presenta un cuadro comparativo esclarecedor sobre el alcance de la AUH en relación con los planes existentes en esos otros cuatro países. En todos existen condicionalidades para recibir el dinero (salud y educación), el sujeto alcanzado son los hijos de las familias pobres hasta los 18 años, con excepción de Perú, que es hasta los 15. Las diferencias aparecen en cuanto al alcance de la población, al monto del presupuesto en relación con el Producto y con la suma mensual de la asignación. El dinero destinado en el plan argentino equivale al 0,58 por ciento del PIB, mientras que en Brasil es de 0,39; en México, 0,31; en Perú, 0,20; y en Chile, 0,10 por ciento. Para que la comparación del dinero entregado sea homogénea, esa troika de economistas convirtió a dólares las respectivas asignaciones totales que reciben la familia: la AUH en Argentina equivale en promedio a unos 94 dólares, mientras que en México es de 55; en Perú, 50; en Brasil, 43; y en Chile, 38 dólares. Como las monedas domésticas están apreciadas en relación con el dólar, lo opuesto a lo que se verifica en Argentina pese a las presiones del frente devaluador, la brecha entre esas sumas es todavía más sustancial a favor de la AUH.
Se presentan desafíos futuros, que no son equivalentes a problemas, como los que se presentan ante carencias de pupitres y aulas por la explosión de la matrícula escolar ante la exigencia de mandar a los niños a la escuela para recibir la asignación plena. Esa notable respuesta educativa abre un interesante debate acerca de la imposición de una contraprestación (escolarizar y seguimiento del plan de vacunación a los niños) para recibir un plan social. A veces la teoría, que se presenta más justa y equilibrada en los papeles, se enfrenta a hechos concretos que la relativizan.
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