ECONOMíA › PANORAMA ECONóMICO
› Por Alfredo Zaiat
Las corrientes conservadoras han logrado establecer una hegemonía de ideas en el debate económico a partir de varias décadas de predominio en el mundo académico y político. Pese a esa pretensión de eternidad en el firmamento del saber, en los últimos años han empezado a cuestionarse postulados ortodoxos instalados en el sentido común. La crisis internacional más dramática desde el crac del ’29 aceleró ese proceso de revisión de principios establecidos como dogmas. El rol del Estado y la necesidad de políticas fiscales expansivas han recobrado legitimidad y hoy, ante el desquicio provocado por políticas neoliberales, disputan con firmeza la pelea por influir en la sociedad. Líderes políticos y economistas enrolados en la heterodoxia se mueven con fluidez en las discusiones referidas a la intervención del sector público en la economía y, en especial, en la participación del gasto estatal como dinamizador de la actividad. Discursos en foros internacionales y documentos de investigación reflejan la recuperación de esa concepción en el terreno económico. En ese oportuno renacer de una tendencia que reintroduce en el escenario político cuestiones como la distribución del ingreso, el fortalecimiento del Estado y el empleo como ordenador social, aparece una suerte de inhibición al momento de abordar una herramienta importante de la gestión económica: la política monetaria. En ese tema representantes de la heterodoxia exhiben trabas similares a las que expresa el progresismo al momento de fijar posiciones con el conflicto social por la inseguridad. Por temor a ser descalificados públicamente están ausentes de la necesaria réplica y de ese modo la posición de los sectores más reaccionarios se fortalece como la de los abanderados de la mano dura. Incluso en el ámbito universitario no son muchos los que se animan a esbozar una noción de política monetaria alternativa.
En la puja política mediática se discute con intensidad, a veces con rigor y otras veces con bastante debilidad conceptual y números de fantasía, el sistema previsional, la evolución de los precios, los salarios, las cuentas públicas y el tipo de cambio. En cambio, la política monetaria no se acomete con esa misma pasión en un espacio apoderado por la ortodoxia. Esa conquista queda en evidencia en estos días con las observaciones críticas al actual Programa Monetario del Banco Central. Pocas son las voces que salen al cruce de los comentarios de la ortodoxia. Es una condición necesaria empezar a desarmar el concepto de independencia del Banco Central, instalado con fuerza en los noventa para consolidar un poder por encima de las autoridades elegidas por el voto popular. Fue un notable avance la designación de un presidente de la entidad monetaria alejado de los intereses de los grupos bancarios. También fue una destacada medida aplicar una pequeña porción de las reservas internacionales al pago de la deuda. Ese camino que se transita no es suficiente puesto que las corrientes conservadoras, con voceros bien dispuestos de atender reclamos de banqueros, no dejan de batallar para preservar nichos de privilegio en el área financiera. Tras ese objetivo establecen como guía básica el cumplimiento del Programa Monetario, insistiendo con una idea que ha contaminado el sentido común respecto de que la inflación se explica por la emisión de moneda. Esto implica que excederse en las metas monetarias actuaría como combustible en un incendio.
Esa es la trampa de la ortodoxia, que se expresa en la categoría Programa Monetario. Primero, ese plan es el más claro reflejo de una forma particular de entender la economía, conocida como monetarismo. Segundo, define que la cantidad de dinero en circulación explica el incremento del nivel general de precios. La inflación sería así siempre un fenómeno monetario generado por la excesiva emisión monetaria. Tercero, las metas cuantitativas es la única herramienta para gestionar la política monetaria. Si a esas condiciones restrictivas se le agrega que el Programa Monetario 2010 elaborado por el entonces presidente del Banco Central, Martín Redrado, tiene una marcada deficiencia técnica, con fallidas estimaciones de crecimiento del PBI, respetar sus objetivos constituye un despropósito de política económica. Ante la escasa densidad del pensamiento heterodoxo en el terreno del debate en esa materia, la ortodoxia se encuentra a la ofensiva para cuestionar la imprescindible necesidad de expansión monetaria por encima de los límites prefijados. Esa emisión debe acompañar por lo menos el intenso recorrido alcista de la actividad económica.
En esencia, la idea de elaborar un Programa Monetario es la expresión de la denominada política de Metas de Inflación. Esta estrategia fue dominante en la década pasada y adquirió mayor intensidad a comienzos del 2000. Consiste en adoptar un objetivo de inflación como la única ancla nominal de la economía. La política monetaria queda subordinada a cumplir un excluyente objetivo sin importar el costo económico de su instrumentación en términos de empleo y desaceleración de la actividad. Por lo tanto, la política fiscal queda condicionada a la monetaria. Se restringe así en forma considerable la capacidad de autonomía de la gestión de la economía, puesto que el resto de los instrumentos de la política macroeconómica, como la fiscal, la regulación del flujo de capitales del exterior, la política de ingresos y de empleo, entre otros, queda sujetado a la política monetaria. De esa forma, el mercado se convierte en auditor de la política económica de los gobiernos.
Existen enfoques alternativos, entre los que se destaca el del economista Gerald Epstein, que establece “metas de empleo” sujeto a una tasa máxima de inflación: la autoridad monetaria se compromete a cumplir con un determinado objetivo de generación de empleo. Epstein aclara que dicha meta puede asimismo plantearse en términos de crecimiento económico, formación de capital, finalidad que depende del contexto y requerimiento de cada país. Esas ideas están mencionadas en el documento del CefidAr Metas de inflación: implicancias para el desarrollo, de Martín Abeles y Mariano Borzel. “Bajo dicho enfoque, el Banco Central no se encuentra obligado a rendir cuentas frente a la sociedad por la eventual ocurrencia de desvíos de la inflación respecto de una meta predeterminada, sino que tiene que hacerlo en función de una meta asociada a la generación de puestos de trabajo”, explica ese dúo de investigadores. Señala que “ello implica que la autoridad monetaria debe proponer, desarrollar y/o implementar las políticas que considere necesarias para alcanzar dicha meta, siempre teniendo en cuenta una restricción inflacionaria”.
Abeles y Borzel apuntan que Epstein considera que una de las virtudes asociadas de ese esquema radica en el estímulo a la generación de nuevo conocimiento acerca de las conexiones entre la política monetaria y la generación de empleo. “Parece una trivialidad –mencionan–, pero al comprometerse con una meta de empleo, las autoridades monetarias se verán en la obligación de destinar recursos a la investigación sobre la forma más adecuada para alcanzar dicha meta.” Esto puede derivar que la política monetaria puede ofrecer nuevos resultados o, en forma indirecta, disponer de una regulación en la asignación del crédito en función de ciertos criterios de creación de empleo.
El contexto internacional de revisión de las políticas que sumergieron a las potencias en una profunda crisis y la vitalidad del escenario político local presentan la oportunidad de arrancar a la política monetaria del coto cerrado de la ortodoxia. El desafío lo tiene la heterodoxia si vence el temor de ser cuestionada con la mano dura de vulgares ideas sobre la emisión monetaria y la inflación.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux