ECONOMíA › PANORAMA ECONóMICO
› Por Alfredo Zaiat
Uno de los caminos predilectos del discurso dominante para preservar sus privilegios es destacar la necesidad del diálogo y el consenso. Recomienda entonces la tolerancia y la convivencia democrática. Como ejercen y son el poder se trata de una relación asimétrica que busca adormecer el conflicto que puede afectar sus intereses. La idea de tolerancia para el establishment debilita las diferencias discursivas y enmascara las desigualdades. Cuanto más fragmentado se presenta el cuadro político y social, más resuena esa palabra, porque así el poderoso retiene su espacio de control, logrando la aceptación del sometido en aras del objetivo de la tolerancia. Esta es una exigencia, una imposición del ganador sobre el perdedor. Diálogo, consenso y tolerancia integran el glosario previsible de las entidades empresarias, reiterado en varios comunicados a lo largo de los últimos años. Se volvió a exponer en la reunión anual de la Unión Industrial Argentina que culminó ayer. En esta oportunidad, esa convocatoria a la convivencia quedó descolocada ante el desprecio expuesto por las principales cámaras empresarias para el intercambio de opiniones en la Comisión de Legislación Laboral de Diputados sobre el proyecto de distribución de utilidades entre los trabajadores. Ese desaire dejó en evidencia el sentido de esas palabras fetiche para el establishment. El consenso sólo sirve si es para aprobar iniciativas que resguardan sus beneficios. Cualquier alternativa es conflicto, autoritarismo, que no merece considerarse.
El comando en jefe de las agrupaciones corporativas denominado G-6 coordinó el faltazo a la sesión de esa comisión, postergada por quince días por un pedido de la UIA. Esa decisión expresa el doble estándar del discurso empresario. También la complejidad que emerge cuando se plantean iniciativas que apuntan a mejorar la distribución del ingreso. Desde el estallido del conflicto por la resolución que fijaba derechos de exportación móviles a cuatro cultivos clave, el debate sobre el reparto de la riqueza adquirió mayor presencia en el espacio público. Esa intensidad se reflejó en que hasta grupos políticos y mediáticos conservadores incluyeron ese tema en sus declaraciones. Cuando llega el momento de discutirlo termina revelándose si era por convicción o por simple especulación, pretendiendo ganar el espacio público con la meta de neutralizarlo. Esto último ha quedado al descubierto en más de una ocasión en los últimos dos años:
- La extraordinaria movilización para derrotar la resolución 125 de retenciones móviles que, además del efecto fiscal, cambiario y sectorial, redistribuía ingresos.
- La resistencia a aumentar salarios por encima del IPC en paritarias, negociación que avanza mejorando las condiciones materiales de los trabajadores por la recuperación del poder sindical y la intervención del Estado a través del Ministerio de Trabajo a favor de la contraparte más débil.
- La reacción crítica al proyecto para limitar la estrategia de tercerización de tareas, modalidad que permite a las empresas bajar costos definiendo condiciones precarias de empleo y de salarios diferenciales a la baja.
- El alza de precios, que erosiona el poder adquisitivo. De ese modo, compañías con posición dominante pueden mantener y hasta aumentar sus ya importantes tasas de ganancias. En el debate actual sobre la inflación es significativa la debilidad conceptual de gran parte de los economistas para abordar la puja distributiva. La mayoría no la considera relevante en sus análisis, y cuando lo hace es para desestimarla. Eso mismo se observa en la red de blogs de economía. Esa ausencia expone en forma destemplada la peculiar formación académica que desprecia los rasgos estructurales de la economía para explicar determinados fenómenos, como las tensiones de precios.
- El boicot al proyecto de repartir utilidades entre trabajadores
La distribución progresiva del ingreso no se logra con una única medida, mágica, ordenadora de las fuerzas sociales. Es una pugna constante que se traduce en diversos conflictos, situación bastante alejada del concepto de tolerancia prevaleciente en el sentido común. El reparto de utilidades sería un avance, aunque sea sólo para los trabajadores registrados. Si bien aún persiste un elevado empleo en negro del 35 por ciento de la fuerza laboral y un tasa de des y subocupación total del 15 por ciento de la población económicamente activa, esa iniciativa genera un relevante marco institucional en el mercado de trabajo. A medida que sigan mejorando las condiciones laborales al incorporarse trabajadores al mercado y a la formalidad, ese proceso se concretaría desde un piso más sólido de derechos para consolidar una distribución progresiva del ingreso. Guillermo Wierzba lo explicó en un reciente artículo publicado en el suplemento económico de Página/12, Cash, el 24 de octubre pasado: la distribución de utilidades se “la reconoce como un derecho, siendo el trabajo fuente de la riqueza y garantizando la equidad entre la remuneración de los asalariados y los bienes producidos. El objetivo es reducir las brechas entre el sueldo percibido por el trabajador y la riqueza generada por el mismo. Sintéticamente: resulta un instrumento de redistribución de la riqueza”.
La resistencia empresaria no se origina solamente para preservar sus abultadas ganancias. Existen variados antecedentes internacionales de planes de distribución de utilidades. También en el Cash, en la edición del domingo pasado, se informó de un documento de la OCDE que señala que en 79 países rige algún tipo de legislación acerca del reparto de utilidades con los trabajadores. Entre ellos, Estados Unidos, Japón, Inglaterra, Francia, Alemania, Canadá, Brasil y Chile. Existen varios tipos de regímenes: obligatorios, voluntarios con estímulos fiscales; pagaderos en efectivo o en acciones de la empresa; con distribuciones anuales, semestrales o mensuales. Y en muchos casos con diferencias por sector productivo. Ese estudio de la OCDE precisa que la mayor parte de las empresas que otorgan este beneficio recuperan el dinero repartido mediante fuertes aumentos de la productividad, como resultado del incentivo que reciben los trabajadores.
La férrea oposición del establishment, que derivó en la ausencia deliberada del G-6 de una convocatoria realizada en un ámbito de la democracia, plantea entonces otra cuestión a la vinculada con repartir ganancias. Esa iniciativa las obligaría a exhibir sus balances con el riesgo de que se descubra la colaboración del contador en la materia dibujo. El economista Jorge Gaggero explica que un motivo básico para entender esa oposición se encuentra en la elevada evasión en el pago del Impuesto a las Ganancias por parte de las empresas. El especialista hace referencia al estudio de los economistas Juan Carlos Gómez Sabaini y Darío Rossignolo, asesores del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), que revela que en Argentina la tasa de evasión del Impuesto a las Ganancias alcanza el 49,7 por ciento. “Por cada peso que pagan, evaden uno”, reafirmó Gaggero, quien señaló que si los trabajadores participaran de las ganancias de las empresas revisarían los balances para determinar el beneficio, y así evitarían que se alteren los resultados reales. “Los trabajadores serían socios del fisco en el control de la evasión. Esto es una de las derivaciones económicas más relevante de ese proyecto”, asegura. Gaggero sostiene que esa revisión de los trabajadores es muy importante porque el monto involucrado (la evasión de Ganancias) es mucho más elevado que lo que tienen que ceder a los trabajadores. Por eso presentan tan firme batalla. No tanto por repartir una suma extra a sus empleados, sino porque estarían compelidos a exteriorizar un balance sin una planificación fiscal nociva.
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