ECONOMíA › PANORAMA ECONóMICO
› Por Alfredo Zaiat
Uno de los principios de la economía convencional se refiere a que las empresas y las personas responden a los incentivos que reciben de las políticas oficiales o de las condiciones de los mercados. Por ese motivo, en línea con ese postulado, se afirma que los gobiernos deberían tomar en cuenta en sus medidas el papel fundamental que desempeñan los incentivos en la determinación de la conducta de los agentes económicos. Esta definición está expuesta en detalle en el libro Principios de Economía, de Gregory Mankiw, bibliografía clásica de la carrera de Economía en las universidades: “Cuarto principio: los individuos responden a los incentivos”, sentencia. Como tantas otras proposiciones que expresan los miembros de la disciplina que se dedica a estudiar las relaciones sociales de producción o la administración de los recursos escasos para satisfacer necesidades infinitas, según la definición que se prefiera, ciertas precauciones deben anotarse para evitar generalizaciones que sumerjan aún más en las tinieblas a “la ciencia sombría”.
La característica principal de ese principio enfatiza que el responsable de la gestión económica debe evaluar el impacto de sus iniciativas en el comportamiento de la actividad privada. No recibe tanta atención entre los economistas, en cambio, el estudio de los incentivos entre actores privados que influyen en la conducta global de la sociedad. Informes sectoriales, análisis macroeconómicos, recomendaciones de políticas públicas e investigaciones académicas pueden orientar expectativas. Por lo tanto, decisiones de empresas y de personas también están definidas por un esquema de incentivos. No se trata de la concepción rústica de vincular todo a un interés monetario, sino de precisar que también en el discurso y la acción de un grupo de economistas intervienen incentivos, que merecerían explicitarse para mostrar un debate transparente de las ideas.
En el espacio público dominado por la puja política-mediática y en el contexto de una polémica con los economistas del establishment por la difusión de índices de precios privados enfrentados a los del Indec se presenta una oportunidad valiosa para abordar ese tema sensible. Gran parte de esos profesionales de la city realizan su tarea en función de los intereses del poder económico, se han equivocado una y otra vez en sus pronósticos sobre la evolución de las principales variables, y varios de los denominados gurúes que circulan con frecuencia por los medios de comunicación trabajan para alguna fuerza política opositora. A diferencia de otras profesiones, la labor de los economistas no está regida por un manual de ética ni existe un tribunal académico que lo exija. La polémica sobre los controvertidos índices oficiales de precios y los preparados por consultoras de la city ofrece el terreno para exhibir el conflicto de intereses y los incentivos que impulsan a esos economistas. Pero la intervención de la Secretaría de Comercio Interior, valiosa para descubrir que esos economistas elaboran estimaciones de precios con escasa rigurosidad técnica y carencias materiales, pero desproporcionada al establecer multas de dinero elevadas, ha desviado la atención. En lugar de tener que responder sobre cómo trabajan, qué intereses defienden, pasaron a ocupar el lugar de víctimas por una disposición gubernamental.
El sociólogo y periodista estadounidense Micah Uetricht escribió un artículo que expone el oculto conflicto de intereses de esos profesionales. En La vida secreta de los economistas del sistema, Uetricht comienza con una pregunta provocativa: “¿Los norteamericanos estarían más preocupados por la desregulación financiera que ayudó a desencadenar la Gran Recesión si supieran que algunos de los economistas que la defienden públicamente se beneficiaron de su aplicación?”. Ese interrogante trasladado a la realidad local se podría reformular de la siguiente manera: “¿Los argentinos estarían tan atentos a escuchar las críticas al actual momento económico y aceptar pasivamente los indicadores privados si supieran que algunos de esos economistas se beneficiaron de las políticas que desencadenaron la crisis del 2001-2002?”. Uetricht se responde que “es difícil saberlo, porque en los editoriales y apariciones públicas, esos economistas no suelen revelar sus inversiones en, o contratos con, instituciones financieras privadas, que podrían influir en sus recomendaciones políticas”. En la Argentina, ocultan o minimizan su participación en la historia de los ajustes permanentes con profundos costos sociales, como también el estrecho vínculo que los une con los grupos empresarios beneficiarios de la política neoliberal.
Uetricht menciona la investigación de los economistas Gerald Epstein y Jessica Carrick-Hagenbarth, de la Universidad de Massachusetts, Los economistas financieros, los intereses financieros y rincones oscuros de la crisis: ¡Es hora de establecer normas éticas para la profesión de Economía!. En ese documento esos dos investigadores sugieren una causa de la crisis poco explorada: los economistas no vieron venir el colapso porque muchos de ellos se estaban beneficiando de las políticas que llevaron al desastre. “Los economistas, como muchos otros, tenían incentivos perversos para no reconocer la crisis”, señalan Epstein y Carrick-Hagenbarth en el trabajo que ha sido publicado por el Instituto de Investigación de Economía Política de esa universidad.
Con criterio didáctico, explican que los economistas a menudo ocupan puestos no sólo en la propia universidad, sino también en los medios de comunicación y en la política. Son considerados como expertos. Ellos escriben artículos de opinión para periódicos, dan testimonio en paneles públicos, toman posiciones como asesores de los políticos y son entrevistados por la prensa. Esos economistas dan la impresión de que ocupan esas posiciones como expertos independientes y objetivos. Al mismo tiempo, algunos de esos economistas también trabajan en instituciones financieras o empresas privadas. “Su objetividad puede verse comprometida por su trabajo en el sector privado o, al menos, plantear preguntas sobre la posibilidad de ese sesgo. En este caso, aquellos que dependen de las evaluaciones de esos economistas para la toma de decisiones sobre cuestiones económicas o de política tienen derecho a saber que ese sesgo potencial existe”, señalan Epstein y Carrick-Hagenbarth.
Los resultados de esa investigación son notables. El estudio examinó a 19 economistas financieros y académicos cuyas opiniones han sido destacadas en los medios de comunicación de Estados Unidos durante la promoción de la desregulación financiera antes y después del colapso del mercado. Esos dos especialistas revisaron los escritos y apariciones en la prensa, así como los trabajos académicos de ese grupo de economistas entre 2005 y 2009, para determinar las veces que identificaron su vinculación con instituciones privadas al escribir o comentar sobre la desregulación financiera. Epstein y Carrick-Hagenbarth concluyeron que trece de los diecinueve tenían intereses o contratos con entidades que no informaron. Y ocultaron que con sus opiniones podían influir para aumentar el valor de las inversiones de esas compañías, que a la vez los contrataban por sumas millonarias. Epstein y Carrick-Hagenbarth concluyen que el silencio de los economistas acerca de los peligros de la desregulación puede atribuirse en parte a sus propios intereses económicos.
Uetricht menciona un caso asombroso: en 2006, la Cámara de Comercio de Islandia contrató a Frederic Mishkin, profesor de la Columbia Business School y ex gobernador del Consejo de Administración de la Reserva Federal, por 124.000 dólares, para que realice un estudio sobre la situación financiera de Islandia con el objetivo de alabar las bondades del sistema desregulado y abierto, que luego estalló. Mishkin cumplió su tarea. El documental Inside Job revela que ahora, en su currículum vitae, Mishkin cambió el título del estudio “Estabilidad financiera en Islandia” por el de “Inestabilidad financiera en Islandia”. Una cuestión de incentivos.
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