ECONOMíA › TEMAS DE DEBATE: EVOLUCIóN DEL TIPO DE CAMBIO
Pese a la apreciación real del dólar, los costos laborales medidos en moneda extranjera para el promedio de la economía en 2010 equivalieron al 53 por ciento de su nivel de 2001, aunque la situación varía sustancialmente según el sector.
Producción: Tomás Lukin
Por Anahi Amar y Federico Pastrana *
En la actualidad existe una intensa discusión sobre la competitividad externa de la economía argentina. Sin embargo, para cualquier analista económico, en el presente nos encontramos con un nivel al menos 50 por ciento mayor al de la Convertibilidad, utilizando medidas de tipo de cambio real multilaterales que resultan más pertinentes que tomar el tipo de cambio bilateral con el dólar. Por lo tanto, si bien puede evidenciarse una tendencia a la baja en el indicador en los últimos años, su nivel dista de ser preocupante.
Una medida alternativa de competitividad externa, que resulta particularmente atractiva para evaluar la evolución del empleo, es el costo laboral por unidad de producto medido en moneda extranjera. En esta medida, los aumentos de salarios incrementan los costos, mientras que subas del tipo de cambio nominal y de la productividad laboral permiten disminuirlos.
Utilizando la participación de los socios comerciales en el comercio que incorpora el BCRA para el cálculo de su tipo de cambio real multilateral, de acuerdo con los últimos datos disponibles referidos al año 2010, los costos laborales medidos en moneda extranjera para el promedio de la economía fueron prácticamente la mitad (53 por ciento) de su nivel de 2001 y 63 por ciento respecto del promedio de la Convertibilidad.
Contrastando con las miradas comunes de ciertos sectores del campo empresarial, en las que incrementos de los salarios reales suelen ser interpretados como sinónimos de pérdida de competitividad externa, la evidencia indica que en el período post-Convertibilidad se verificó un proceso de crecimiento de los salarios reales con bajos costos laborales. La explicación de este comportamiento se encuentra en dos factores: el mayor nivel de tipo de cambio y el fuerte incremento de la productividad que acompañó el notable crecimiento del nivel de actividad. Nuevamente, a diferencia de ciertas miradas que permean en el sentido común, la productividad laboral de toda la economía (y del sector industrial) aumentó sensiblemente más en el período reciente que en los años noventa (4,0 vs. 0,7 por ciento, promedio anual).
Lo dicho hasta aquí no quiere decir que, en términos de los costos laborales, no haya sectores particularmente cómodos y otros en una situación de menor holgura. Para el promedio de la industria, el costo laboral representó en 2010 el 45 por ciento de su nivel de 2001 y 60 por ciento del nivel de la Convertibilidad. Sin embargo, tomando los precios internacionales y las ponderaciones en el comercio de cada rama en particular, se observa que los costos laborales de la industria siderúrgica o de la automotriz muestran caídas de más de 55 por ciento respecto de 2001, mientras que la reducción en las ramas textil o química es de apenas 10 por ciento. Esto muestra la gran heterogeneidad entre sectores e impone la necesidad de prestar atención a algunos de ellos, especialmente sensibles en términos de empleo.
En definitiva, en el presente no se observan problemas generalizados de competitividad sino situaciones particulares en algunos sectores que deben ser monitoreadas y atendidas. Por lo tanto, las recomendaciones que apuntan a un fuerte ajuste del tipo de cambio –hacia arriba– no parecen las más adecuadas. El potencial impacto sobre los precios, en particular de los alimentos, podría afectar negativamente el bienestar de los trabajadores y dificultar la administración de la puja distributiva.
La evolución reciente del mercado de trabajo y, en particular, de la capacidad de la economía para generar empleo aporta elementos a este análisis. La crisis global tuvo repercusiones negativas sobre el nivel de empleo a fines de 2008 y durante 2009. En la fase de recuperación, las empresas priorizaron inicialmente la recuperación de la productividad, dando lugar a una baja creación de nuevos puestos. Sin embargo, en 2010, se revirtió la pérdida de empleo del año anterior y se manifestó un incremento progresivo en la creación de puestos de trabajo, lo que permite dar cuenta de que los costos laborales en el presente no resultan un impedimento para la contratación de personal.
Esto implica que, sin negar la evolución ascendente de los costos laborales y el descenso del tipo de cambio real en el período reciente, en el presente no se visualizan problemas de competitividad que limiten la capacidad de la economía para generar empleo. De todos modos, la economía no está exenta de manifestar problemas de competitividad a futuro. En este sentido, la capacidad del Estado para coordinar expectativas e intermediar en el diálogo entre los actores sociales aparece como un elemento fundamental para sostener el modelo de crecimiento con generación de empleo.
* Economistas de la Subsecretaría de Programación Técnica y Estudios Laborales, Mteyss.
Por Fernando Dachevsky *
Cada vez es más frecuente escuchar a los economistas argentinos hablar sobre el problema de la Enfermedad Holandesa y sus peligros para la Argentina. En pocas palabras, plantean que los recursos que entran al país por las exportaciones agrarias terminarán acotando las posibilidades de desarrollo industrial. El problema sería que el ingreso creciente de muchos dólares por la exportación de soja impactaría en un abaratamiento del dólar respecto del peso, restándole competitividad a la industria local. En definitiva, los límites de la producción nacional terminan siendo el resultado no deseado de las ventajas en el plano agrario. Sin embargo, en estos planteos hay dos ideas fundamentales que se dan por supuestas y que deben ser sometidas a discusión.
Por un lado, es falso que todo aumento en el ingreso de dinero por la exportación de materias primas derive en una sobrevaluación de la moneda. La propia tendencia a la sobrevaluación aparece allí donde ya está el problema. Es decir, donde el sector industrial ya es relativamente pequeño e ineficiente. En este sentido, la sobrevaluación es a lo sumo un síntoma, antes que una enfermedad.
Por otro lado, cuando la sobrevaluación ya se produjo, tampoco es cierto que constituya en sí misma una traba para el desarrollo industrial en su conjunto. La sobrevaluación significa que el poder del peso argentino de intercambiarse por otras monedas se incrementa por encima del que le corresponde teniendo en cuenta su capacidad para representarse en otras mercancías y en la productividad del trabajo argentino. Por lo tanto, implica una transferencia de riqueza que permite acceder al mercado mundial con un mayor poder de compra. En este sentido, no hay que perder de vista que la sobrevaluación significa una forma de transferencia que abarata la importación de todo tipo de bienes, incluyendo los bienes de capital. ¿De dónde surge esta capacidad? De la renta diferencial que proviene de la exportación de materias primas o, por ejemplo durante los años ’90, del endeudamiento externo.
Aquí el problema es qué fracciones de la burguesía, y en qué medida, están en condiciones de aprovechar esta situación para capitalizarse. La década del ’90 es un ejemplo útil para ver cómo la transferencia de riqueza por sobrevaluación puede potenciar a ciertas fracciones de la industria. Durante estos años, además de impulsar la importación de bienes de consumo, la sobrevaluación también motorizó un rápido proceso de concentración, centralización y modernización, disolviendo a los industriales más ineficientes y concentrando los más grandes. En este sentido, no es casualidad que durante esta década, la productividad por obrero de la industria local se haya incrementado en un 91 por ciento. Cifra muy superior al incremento de la productividad que se había registrado durante la década de 1980, de poco más de un 3 por ciento. En el camino muchas fábricas más pequeñas e ineficientes cerraron, se flexibilizaron las condiciones laborales y, sobre todo, muchos trabajadores quedaron desocupados. Pero eso es el resultado de industrializar en el capitalismo. Si no gusta, hay que animarse a pensar en otro sistema, no plantear la utopía de un capitalismo “serio y humano”.
Una de las mayores evidencias de las mejoras en la productividad introducidas en los noventa es que buena parte del crecimiento posdevaluación de 2002 se apoyó en la utilización de capacidad instalada durante la década previa. Recién a partir de 2007, el crecimiento debió apoyarse en nuevas ampliaciones. Lo cual explica por qué desde dicho año la industria local empezó a dar muestras de desaceleración.
En la actualidad, luego de ocho años de “modelo industrialista”, el incremento de la productividad por obrero, respecto de la década pasada, fue menos de la mitad del registrado durante la década de 1990. Ni siquiera aumentó la participación de la industria manufacturera en el PBI total. En este contexto, que la capacidad de importación inflada no resulte hoy en un incremento significativo de importaciones de bienes de capital y en una renovación tecnológica, habla más de las pocas potencialidades de la industria radicada en el país, que de una supuesta enfermedad, en este caso provocada por culpa de la soja.
Mientras, muchos industriales locales se quejan por la sobrevaluación y presionan por la devaluación. Es decir, prefieren la protección a invertir. Al Gobierno se le hace cada vez más difícil patear la pelota para adelante y necesita generar las condiciones para profundizar la explotación de los trabajadores. Sea cual fuere el camino que se tome dentro del capitalismo, esto tiene una única salida: la concentración y la centralización y el aumento de la tasa de explotación. El resultado, para la clase obrera, ya lo conocemos: mayor desocupación, mayor flexibilidad laboral y caída del salario real. No por culpa de la soja, sino porque ésta no alcanza para todo.
* Docente UBA, investigador del Ceics y militante de Razón y Revolución.
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