ECONOMíA › OPINION
› Por Alfredo Zaiat
Propiedad privada o estatal. Concesionario que no invierte y mayores controles estatales. Reducir subsidios públicos y ganancias de las empresas que administran la red. Todas esas nociones y otras vinculadas con la gestión que se reiteran, aún más luego de la estación horror de Once, forman parte del deterioro conceptual y, por lo tanto, del servicio ferroviario, debido a que se han alterado ideas básicas de lo que implica un sistema de transporte público de pasajeros. Desde la exitosa campaña de doña Rosa, alentada por intereses diversos y por medios hoy indignados, se intensificó la utilización de categorías económicas comunes que distorsionaron, y lo siguen haciendo, cuando se habla de los trenes: empresa privada, lucro, servicios rentables, ramales no productivos, subsidios estatales, concesionarios privados. Todos conceptos que, tal como se entienden para otros sectores económicos, desfiguran hasta ocultar lo esencial del servicio ferroviario: el “beneficio social”, que también es una categoría económica pese a su escasa utilización en análisis tradicionales.
Los trenes, como un servicio público indispensable, tienen sus particularidades, cuya gestión no debería acomodarse a una estandarizada como si se tratara de una hamburguesería, aunque se viaje como ganado. El “beneficio social” de la red, que se puede cuantificar pero no se traduce en billetes en su caja, es la clave para empezar a transitar un sendero para recuperar los trenes, la calidad del servicio, el papel del Estado y el lugar de los privados, como proveedores y hasta operadores. En términos de economistas, se trata de evaluar las “externalidades” positivas de una red ferroviaria al momento de realizar el ejercicio contable y económico.
Si se lograra aceptación social y política para administrar la red con esa concepción, el debate sería más profundo entre los protagonistas del sistema, alejándose de esas visiones estrechas que sólo se detienen en el resultado final de un balance, como hacen por izquierda y derecha con Aerolíneas Argentinas, que también forma parte de la red de transporte con su consiguiente “beneficio social”.
Este implica un abordaje no sólo contable sobre los costos de explotación y la inversión en el sistema de transporte. Por ejemplo, Alemania aplica ese criterio desde 1979, calculando el beneficio público de los ferrocarriles de ese país, que lo ubica en unos 2200 millones de dólares promedio por año desde entonces. Esa utilidad se integra por la menor contaminación, el menor tiempo de los viajes, el ahorro en combustibles fósiles, el ahorro de vidas y accidentes, la menor infraestructura para movilizar la misma cantidad de pasajeros o unidades de carga por año. Especialistas del sector recuerdan que en 1983, la entonces administración estatal de Ferrocarriles Argentinos también utilizó ese criterio de contabilizar las externalidades positivas con un resultado asombroso. El balance tradicional de doce meses arrojaba un déficit operativo equivalente a unos 300 millones de dólares, en línea con la consigna privatista “los trenes pierden un millón de dólares diarios”. Pero el beneficio social había sido de unos 600 millones de dólares. Esto significaba que la gestión operativa del tren daba pérdida, pero ofrecía una ganancia social pública positiva a toda la población superior a ese quebranto contable.
Esto no implica desconocer las restricciones presupuestarias ni la necesidad de imprescindibles controles de gestión y de administración de fondos, sino considerarlas dentro de una concepción más abarcadora. Para esto, previamente, resulta esencial revisar el destino que las concesionarias hicieron del dinero aportado por el Estado a través de subsidios, incluyendo todos los rubros, entre ellos el de la pauta publicitaria a medios que hoy están en primera fila cuestionando el estado de los trenes y hasta hace poco tenían una consideración especial con TBA.
Para mejorar la red de trenes del área metropolitana, destruida en los noventa y con escasas mejoras en el ciclo kirchnerista, se debería invertir mucho más, desembolsos que sólo los puede hacer el Estado, y subsidiar más, no menos, jerarquizando los controles en el destino y uso de esos recursos. La red ferroviaria es un servicio público, idea que queda borrosa cuando se debate solamente los sujetos de explotación, ya sea por concesionarios privados o por el Estado. Los trenes son un recurso muy importante para el desarrollo, lo que queda en evidencia en los países donde el Estado los valora, además de por su relevancia en la economía, por el beneficio social que ofrece.
El desmantelamiento de la red ferroviaria comenzó con el gobierno de Frondizi, cuando se privilegió el transporte automotor, siguió con la política de destrucción estatal de la dictadura y se profundizó con la privatización menemista. Esta no sólo despidió a 80.000 ferroviarios, con la complicidad del gremio conducido por José Pedraza, y redujo de los 35.746 kilómetros de red operable de entonces a no más de 11 mil, sino que produjo la desarticulación de la industria ferroviaria. Los gobiernos kirchneristas, pese a los crecientes subsidios e inversiones, no modificaron sustancialmente la situación.
El esquema de privatización con concesión a privados de los trenes ha alcanzado hoy la misma estación donde terminó la experiencia británica de Margaret Thatcher: en el descalabro. En ese país, el paso siguiente fue una forma de reestatización de Railtrack, empresa que fue parte de la famosa y tradicional British Rail. Ese proceso tuvo un recorrido similar al que se está registrando aquí: aspiradora de subsidios y fondos públicos, caída de la calidad del servicio por falta de confort e incumplimiento de los horarios y aumento de la inseguridad por el incumplimiento de las inversiones. La nueva gestión pública de Railtrack se quedó con la propiedad y gestión de la infraestructura y de todos los bienes ferroviarios, no tiene fines de lucro y en su directorio participan el Estado, el sindicato, usuarios, compañías operadores de pasajeros y la industria proveedora.
Como en el Reino Unido, en la Argentina la transferencia de los ferrocarriles a empresas privadas no hizo bajar los subsidios sino que, por lo contrario, los aumentó. La regulación estatal quedó entonces confundida frente a la lógica de maximización de ganancias desplegada por las empresas concesionarias de los servicios de trenes urbanos. En este sistema, la lógica dominante es la rentabilidad de cada operador privado, la cual surge del incumplimiento de los compromisos de inversión y mantenimiento, y de los subsidios. Estos superan los ingresos de boletería y son entregados con escasos controles de cumplimiento de obligaciones del prestatario, que se amparan en el decreto de emergencia ferroviaria, aún vigente al quedar incluido en la Ley de Emergencia Económica. Estudiosos del sistema han estado advirtiendo que las empresas ferroviarias declaran como inversiones, financiadas por el Estado, gastos de mantenimiento que deberían pagar ellas, sin ser amonestadas.
La inmensa tarea de recuperar la red ferroviaria como parte de un plan integral, que incluya cada uno de los medios de transporte (marítimo, ferroviario y terrestre), con cada una de las modalidades, necesita una coordinación que hoy demanda la creación de un ministerio específico. Por algo hay que empezar. Este modelo híbrido mixto, con concesionarios privados, empresas estatales, compañías privadas, subsidios públicos a privados con inversiones financiadas con fondos estatales, con una red desordenada, ha mostrado sus límites, más aún cuando se le exige cada vez más por la extensión de un ciclo de crecimiento sostenido.
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