ECONOMíA › OPINIóN
› Por Pablo Fontdevila *
Apostar a la autonomía tecnológica, como lo está haciendo el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, significa no sólo avanzar en la sustitución de importaciones para mejorar la balanza comercial, sino también promover la investigación científica aplicada a la industria, el desarrollo de altas capacidades profesionales en los trabajadores y como dimensión fundamental, propender a la generación de capital intelectual.
Hay diversos ejemplos de políticas que se mueven en esta dirección. El Programa Conectar Igualdad ha alentado la participación de la industria argentina en el ensamblado, producción e integración de microcomponentes (CKD) en netbooks y servidores y se proyecta mas allá, si observamos que nuestro país comenzará a producir baterías de litio, como un verdadero hito en la producción nacional de bienes electrónicos. Argentina posee importantes reservas de ese mineral con un bajo costo de extracción y serán clave para la fabricación de teléfonos celulares y computadoras y en un futuro tendrán relevancia significativa para la industria automotriz (automóviles híbridos y eléctricos).
El punto culminante de esa estrategia debería ser afrontar el desafío de diseñar y fabricar en Argentina los microprocesadores (chips) que son el “cerebro” de los bienes en todas las cadenas productivas de alta tecnología. En este sueño están comprometidos organismos públicos como el Ministerio de Industria, el INTI y la Fundación Sadosky, la Universidad Nacional del Sur y el Invap.
Pero al mismo tiempo, Conectar Igualdad ha puesto en manos de los jóvenes argentinos de todo el país computadoras con software de simulación y facilita el acceso a Internet en las escuelas, para abrir nuevas posibilidades cognitivas, reducir las brechas digitales entre grupos socio-económicos y mejorar la formación profesional de los futuros trabajadores.
Porque si queremos mirar críticamente los paradigmas tecnológicos imperantes, así como los condicionamientos políticos de países con posiciones monopólicas en el mercado, debemos promover iniciativas de investigación e innovación, para eludir los sobrecostos de esa oferta monopólica, generando conocimientos y productos originales en el país.
Frente al escepticismo que difunden sectores vinculados con la importación o la crítica de economistas neoliberales, corresponde señalar que es cierto que los esfuerzos presentes revisten para el Estado un costo fiscal importante, y que tal vez sea necesario mensurarlo y evaluarlo frente a otras alternativas pero, ¿estamos analizando racionalmente las cosas?
¿Tenemos acaso un método de evaluación de los impactos fiscales relativos que incluya debidamente ponderados los beneficios de distinto orden que la industrialización trae aparejados? ¿Podemos poner en la balanza cuánto cuesta sostener programas sociales que atienden a sectores vulnerables o desocupados? ¿Es posible medir cuánto ahorraríamos en el sistema público y privado de salud con pleno empleo? Y finalmente, ¿podemos ponderar el valor también intangible del potencial creativo y productivo de recursos humanos experimentados, así como el del conocimiento científico y tecnológico acumulado y disponible para nuevas aventuras productivas y sociales?
La alianza “Estado, ciencia e industria”, acompañada de políticas de repatriación de científicos y de mayores inversiones en laboratorios, instalaciones y salarios ha demostrado una genuina capacidad innovadora en diversas materias, como la clonación y otros campos de la biotecnología y la producción agrícola, así como en la fabricación de satélites, radares y reactores nucleares.
Pero éste es un desafío de todos. Por eso en Tecnópolis se está vinculando estrechamente en el imaginario popular la economía y la tecnología. Es esta visión, la de un país con una distribución cada vez más equitativa de la riqueza y del conocimiento, la que nos puede permitir trazar y recorrer el camino hacia una nación económica, política y tecnológicamente independiente.
* Universidad Nacional de Tres de Febrero.
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