› Por Alfredo Zaiat
A la pregunta de cuál es el principal problema de la economía argentina, la mayoría de los economistas responderá la inflación. Gran parte de los analistas coreará así que el aumento de precios es el tema más inquietante en términos sociales y políticos y, por lo tanto, muchos encuestadores dirán que para la gente es el más preocupante. Si economistas, analistas y encuestadores afirman que la inflación es lo más importante de la agenda económica, la opinión general del sentido común entonces lo repetirá. Sin embargo, si la pregunta, apenas más compleja, fuese qué cuestión es más temible, la inflación o no tener empleo o vivir situaciones de riesgo a perderlo o no tener un trabajo digno, lo más probable sería que la respuesta sea diferente. El principal problema de la economía argentina tendría de ese modo otra vertiente ampliando el análisis dominante y unidireccional hacia la evolución de los precios.
La inflación provoca indudable malestar social y es uno de los aspectos centrales a resolver de la economía argentina, pero no el único. Desde 2007, la tasa de inflación se ha ubicado en dos dígitos entre el 10 por ciento, según la cuestionada medición oficial, y el 20 por ciento, de acuerdo a las rústicas encuestas privadas. La persistencia de esos porcentajes durante seis años definió un escenario de régimen inflacionario estabilizado en una tasa alta, sin desborde. En estos años no se registró un proceso de inflación descontrolado. No hubo una espiral con presencia de impulsos estructurales al alza de precios incrementales. Esto no significa que no sea un tema crucial de la economía argentina y de la paz social por lo tanto requiere de una intervención efectiva y coordinada de la política oficial.
El aspecto notable de este período inflacionario es que, a diferencia de episodios similares pasados, los trabajadores formalizados y los jubilados no fueron los perdedores por el alza de precios porque los salarios y haberes no retrocedieron en términos reales. Las negociaciones colectivas permitieron negociar aumentos salariales por arriba de cualquier índice de inflación considerado. La suba de salarios, las paritarias y la creación de una importante cantidad de puestos de trabajo, en el marco de un crecimiento sostenido, mejoraron la situación relativa de los trabajadores formales. También fortalecieron a los sindicatos. Un reciente informe de la consultora Analytica de Ricardo Delgado destaca que entre 2007 y 2012 el salario aumentó en promedio 3,7 por ciento interanual en términos reales, mientras que el ingreso proveniente de jubilaciones y pensiones subió en promedio 9,8 por ciento interanual en términos reales. Este último notorio incremento se explica en la sanción de la Ley de Movilidad, a fines de 2008, por la que las jubilaciones aumentan dos veces por año en un porcentaje muy por encima de los aumentos de precios y de los previstos por representantes conservadores y del centroizquierda.
La tensión entonces inflación-salario formal y jubilaciones se ha desarrollado sin deterioro del poder adquisitivo. El alza de precios genera igualmente malestar porque reduce aunque sin neutralizar totalmente el aumento de ingresos conseguido en paritarias o por la ley de movilidad. El desarrollo de esa puja distributiva más que un problema es la expresión de vitalidad de la economía, de la intervención activa de dos protagonistas centrales de la sociedad (capital y trabajo) y de las resistencias estructurales a una mejora en el reparto de la riqueza. La inflación es una manifestación de la puja distributiva. Distribución del ingreso que ha mejorado, con una caída de la pobreza, según informes de organismos internacionales, desde el neoliberal Banco Mundial hasta el estructuralista Cepal, por el sustancial avance registrado en el empleo durante la primera década del nuevo siglo.
En ese panorama, para quienes mantienen su puesto laboral o en una economía de pleno empleo el tema inflación es prioritario en el ranking de inquietud social elaborado por encuestadores. En cambio, para quienes no se incorporaron al mercado laboral, que aún sigue fragmentado, por la existencia de una tasa de desocupación del 7,6 por ciento, de subocupación del 8,9 por ciento y de empleo informal de 33,8 por ciento, el orden de preocupación pasa a ser otro. Conseguir un trabajo en este contexto sociolaboral es más relevante que la preocupación por los precios, puesto que es obvio que sin ingresos la inflación no es cuestión principal para un desocupado. El sociólogo Artemio López escribió en el blog rambletamble que “las circunstancias de evolución del empleo es estratégica en una sociedad como la argentina donde el 85 por ciento de los hogares tiene en el mercado de trabajo su gran asignador de ingresos”.
El debate sobre cuál es el problema más importante de la economía argentina adquiriría entonces otra dimensión si se incluyera la problemática del empleo. El tipo de medidas de política económica exigido tendría otro contenido, además de las iniciativas necesarias para morigerar las subas de precios. Lo que sucede es que cuando se suman objetivos de empleo en la política económica deriva en el compromiso de impulsar un vigoroso crecimiento, lo que genera presiones inflacionarias.
Rafael Di Tella, profesor de Harvard, lleva varios años investigando la denominada “economía de la felicidad”. Una de sus conclusiones es que el desempleo es mucho más costoso que la inflación en términos de felicidad. “Los modelos económicos tradicionales, en los cuales se basaban los banqueros centrales, suponían que la inflación era tremendamente más costosa que el desempleo, en una proporción de 20 a 1”, explica Di Tella. “Nosotros demostramos, usando datos de felicidad, que esto no es así; y esto cambia la forma de pensar las políticas públicas”, afirma. El reciente libro Otra vuelta a la economía, de Martín Lousteau y Sebastián Campanario, menciona la investigación de Di Tella, estudio que transita a contramano del saber convencional. Los problemas laborales, siendo el desempleo el caso más extremo, destruyen mucho más bienestar emocional –y también material– que la inflación.
Es una sentencia que parece obvia pero que no lo es tanto frente al batallar diario sobre que el problema económico excluyente es la inflación, tarea en la que participan casi todos, incluyendo dirigentes sindicales combativos y referentes del pensamiento crítico. Sin minimizar la cuestión precios, que vale reiterarlo es un aspecto relevante pero no único, la inclusión del empleo en el debate sobre cuál es el principal problema de la economía modificaría el análisis sobre objetivos y herramientas de política económica. Di Tella señala que “tiene fuertes implicancias en lo que respecta a la tarea de los bancos centrales, que suelen privilegiar el combate del aumento de precios por sobre la generación de trabajo”.
Entonces, unas preguntas y respuestas para ampliar el debate:
- ¿A quién afecta la inflación?
A quienes reciben ingresos fijos, aunque el impacto puede ser neutralizado y hasta mejorado en términos reales con aumentos de salarios y haberes por encima del alza de precios, lo que ha sucedido en los últimos años.
-¿A quién importa menos la inflación?
quienes no tienen empleo.
- Qué privilegiar en la política económica, ¿bajar la inflación o crear más empleos?
Depende del objetivo político en la economía. El bienestar emocional de las personas, según precisa Di Tella, disminuye con el desempleo. Además, la distribución del ingreso, según la experiencia regional, y en particular la argentina, en la década del 2000, ha mejorado por la expansión del empleo.
Cuando la estrategia económica oficial ubica a la generación de empleo como primordial, para cumplir con esa meta, instrumenta una serie de iniciativas que, en gran medida, son de base inflacionaria.
El dilema se presenta de la siguiente manera: minimizar el crecimiento de la economía sin resolver el frente laboral para tener una baja inflación, o alentar un firme crecimiento de la economía para atender el tema empleo generando presión sobre los precios.
Es la disyuntiva de la economía argentina que debe ser abordada y entendida más allá de situaciones coyunturales como la vivida en 2012, año de fuerte desaceleración de la actividad económica con una tasa de inflación de dos dígitos, precisamente, con un muy leve retroceso del empleo.
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