ECONOMíA › OPINIóN
› Por Alfredo Zaiat
La economía del miedo ha ingresado en una nueva etapa esta semana. La de debatir el porcentaje de devaluación de la moneda. Con experiencia en shocks regresivos como secretario de Política Económica en el gobierno de la Alianza, al participar del equipo económico que redujo el 13 por ciento de los salarios nominales de empleados públicos y de las jubilaciones, Federico Sturzenegger propone ahora ajustar la paridad cambiaria en un 40 por ciento. Fue el más sincero del elenco de los denominados economistas que saturan radios, televisión y diarios. El zapping es abrumador: siempre aparece uno de ellos, y no es casualidad. El resto, por ahora, sólo se anima a señalar que el tipo de cambio está atrasado, sin atreverse a dar un número. Es una cuestión de tiempo. El actual titular del Banco Ciudad ya rompió el fuego. Otro que puede reclamar reconocimiento es Miguel Angel Broda: un precio del dólar, aunque sea el llamado blue, finalmente llegó a 10 pesos, pronóstico dado para el 2002, lo que le permite ocupar un lugar destacado en la historia de los visionarios.
Hace varios años era con las cotizaciones bursátiles y luego con el índice riesgo país. Ahora es con el precio del dólar comercializado en el circuito marginal. La economía del miedo se alimenta de variables financieras que agobian a una sociedad bombardeada con advertencias de catástrofes por venir. El objetivo es disciplinar a la población para que acepte situaciones que serían rechazadas si fueran ofrecidas en un marco normal. Por ejemplo, una devaluación del 40 por ciento. El miedo es el vehículo para condicionar el comportamiento colectivo. La meta es imponer políticas impopulares, además de orientar expectativas sociales y económicas en un año electoral.
La persistente mención del riesgo a la debacle, en este caso la información de la cotización del dólar ilegal junto a la temperatura y el estado del tránsito, va consolidando la economía del miedo. En ésta intervienen situaciones traumáticas pasadas que abonan el terreno del temor. En este delicado cuadro, el manejo de las expectativas juega un rol fundamental para construir consensos sobre cómo se desarrolla la economía. También para evitar el círculo vicioso de las exageraciones con riesgo de fomentar la dinámica de la profecía autocumplida. Algunos núcleos de la intelectualidad heterodoxa participan de ese juego sin haber aprendido nada del pasado económico, de la historia reciente ni de los factores políticos involucrados en el espacio económico donde se dirimen intereses contrapuestos de sectores sociales.
En los noventa se convocaba el recuerdo traumático de la hiperinflación para aplicar reformas devastadoras de derechos sociolaborales y para facilitar la liquidación de activos públicos. Después las advertencias fueron sobre el riesgo de salir de la convertibilidad para justificar la aplicación de fuertes ajustes fiscales con recortes del gasto público y de salarios y jubilaciones. En este momento el turno es el de una brusca devaluación para aliviar “la angustia de la gente”, como propone Sturzenegger.
La naturalización de operaciones en el mercado ilegal es uno de los hechos más notables de los defensores de la República y de las buenas costumbres. Su argumento preferido es que el dólar blue no es el problema sino expresión de los desequilibrios existentes. La idea principal que exponen es la de comparar la evolución del tipo de cambio con el índice de inflación, cuestión que de por sí es complicada debido a la pérdida de legitimidad del IPC Indec y del dibujo del indicador de consultoras privadas. Pese a esa debilidad de los datos, no se inhiben y arriban a la conclusión de que el tipo de cambio está atrasado. A partir de ese supuesto van construyendo el escenario de la necesidad de una fuerte devaluación debido a la inflación. Criterio que no se aplica en ningún país cuando se habla del tipo de cambio.
Un artículo de Raúl Dellatorre, publicado en este diario el 30 de marzo pasado, demolió ese argumento con datos duros, no con percepciones o especulaciones políticas. Siguiendo esa lógica de tipo de cambio atrasado por el aumento de precios domésticos (restada la inflación de Estados Unidos, país emisor de dólares), calculó la paridad cambiaria de países vecinos, exhibidos como ejemplos por los devaluadores seriales. Comparando el valor que tenía el dólar en Brasil, Chile, Perú y Uruguay en diciembre de 2002 y ajustando el valor de paridad en cada caso por la inflación acumulada en diez años (hasta diciembre de 2012) por cada país, los valores resultantes actualizados serían que Brasil debería llevar el dólar a 6,40 reales y Uruguay, a 58,80 pesos. Las cotizaciones actuales son 2,0 reales y 18,9 pesos, respectivamente, lo que resultaría una corrección cambiaria de 215 por ciento en Brasil y 212 por ciento en Uruguay. El mismo ejercicio para Chile arrojaría un ajuste cambiario del 107,6 por ciento y, en Perú, del 81,8 por ciento. “Es decir cualquiera de estos países (también ocurre cuando la comparación se hace con México y Colombia) estaría virtualmente en situación de “atraso cambiario” mucho más grave que la Argentina”, sentencia Dellatorre.
Una posibilidad es capitular ante una nueva corrida cambiaria (la séptima desde 2007, en los meses previos a la primera elección ganada por CFK) de una minoría privilegiada acostumbrada a dolarizar sus excedentes sin importar la estabilidad socioeconómica. Otra es proponer un debate sobre competitividad del tipo de cambio, donde miembros de la heterodoxia entusiasmada con el desdoblamiento cambiario tienen la oportunidad de participar en lugar de excitarse con el dólar blue. Existen antecedentes de las consecuencias traumáticas de someterse a golpes especulativos. El intento es abordar entonces la segunda opción.
El aspecto más impactante del análisis dominante en el espacio público local es que, pese a que el peso argentino se encuentra en mejor posición relativa en términos de competitividad que el resto de las monedas de la región, se afirme con contundencia la existencia de atraso cambiario. No sólo está en una situación más holgada en términos de la evolución de los precios domésticos, sino también cuando se incorporan otras variables en comparación a esos países. El desafío para quienes postulan la necesidad de una devaluación para recuperar “equilibrios” macroeconómicos es interrumpir unos pocos minutos la lectura de títulos de portales de noticias y tratar de exhibir datos duros que permitan debatir
- si el nivel de tipo de cambio real, si bien ya no se encuentra en los niveles de 2003-2007, sigue resultando compatible con el equilibrio o superávit en las cuentas externas;
- el saldo de la cuenta corriente se mantiene con saldo levemente positivo, a diferencia de otros países de la región, por caso Brasil;
- el tipo de cambio en su versión multilateral como bilateral respecto al dólar, cuando se ajusta por salarios, ofrece niveles mayores que en los noventa;
- los mayores niveles de productividad laboral en la industria en diez años, estimada en un aumento del 50 por ciento, mejoraron la competitividad de la economía;
- la política de desendeudamiento exige una menor cantidad de dólares para cancelar vencimientos y, por lo tanto, alivia el frente cambiario; y
- la política de flotación administrada, con ajustes casi diarios de la paridad es más eficaz que la política de apreciación cambiaria en los países vecinos para evitar el atraso del tipo de cambio.
La mayoría de los devaluadores seriales desestimarán la tarea de replicar cada uno de esos puntos porque les resulta más sencillo postular que 10 es más que 5, lo que significa que 5 está atrasado, sin otra consideración. Definición aceptada por algunos por ignorancia y otros muchos por ser parte de la militancia entusiasmada en llevar a la práctica la doctrina Sanz.
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