ECONOMíA › TEMAS DE DEBATE CóMO IMPACTAN LAS TRANSFERENCIAS QUE IMPLEMENTA EL ESTADO
A quiénes benefician los aportes públicos para mantener los precios de la energía y el transporte. Qué incidencia podría tener una reducción de esas erogaciones sobre los que hoy son subsidiados y sobre la economía en su conjunto.
Producción: Javier Lewkowicz
Por Fabián Amico *
La explicación dominante acerca del efecto de los subsidios es simple: dado que dichos gastos son “financiados con emisión”, por ende generan inflación, llevando a nuevos aumentos del gasto y a una espiral insostenible. Es discutible si cualquier reducción del gasto agregado puede llevar a la desaceleración de la inflación (a propósito, los actuales niveles de utilización de la capacidad en la economía están entre los más bajos de la década), pero en este caso la reducción del gasto público (en subsidios) generaría directamente un shock inflacionario, por la suba de tarifas que le seguiría, lo que constituiría un caso inédito en la comparación internacional y una muestra palmaria de la falta de sensatez y pragmatismo del monetarismo argentino.
Como es difícil argumentar que la baja de los subsidios puede ser antiinflacionaria, se recurrió a la idea de que los subsidios serían regresivos en términos distributivos, además de “insostenibles”. Se dice, por ejemplo, que cerca del 40 por ciento de los subsidios benefician al 20 por ciento de la población de “mayores ingresos”, sin ninguna preocupación por el efecto redistributivo evidente que tendría la reducción de los subsidios por sus efectos inflacionarios.
Un trabajo reciente (Ramos & Serino, CefidAr, DT Nº 47, octubre de 2012) muestra que la quita de los subsidios y su reutilización para otros fines incide negativamente sobre las variables macroeconómicas, promueven una reducción del PIB debido a la caída del consumo privado (incluyendo a los hogares de “mayores ingresos”). Luego, la caída del nivel de actividad impacta negativamente sobre el empleo asalariado, con un claro efecto agregado regresivo.
En verdad la preocupación central no es la equidad. Uno podría subir la cantidad de subsidio a los hogares más pobres, o gravar con impuestos a los de mayores ingresos, sin necesidad en este caso de bajar (ni subir) el gasto. Pero la preocupación “dominante” es el control del gasto y no la equidad. Sin embargo, los subsidios son un gasto en moneda doméstica y como tal es siempre financiable. ¿Acaso habría algún “umbral” tras el cual la situación se tornaría explosiva? El silencio sobre este punto central es desconcertante. A esto se agrega la confusión sobre el significado de la restricción externa, que ahora expresaría una “restricción de oferta” (de energía). La solución –otra vez– sería bajar el gasto público (por ende, los subsidios) adecuando la demanda. Pero interpretar las insuficiencias de la infraestructura energética como una “restricción de oferta” equivale a confundir la situación de subdesarrollo (tecnológico, de infraestructura, productivo, etc.) con un problema de persistente “exceso de demanda”. Como observaban los viejos estructuralistas, la restricción externa es una restricción de financiamiento (divisas) y no una limitación de oferta (“de ahorro”).
El creciente gasto en subsidios no es una causa de restricción externa, sino su consecuencia. Los subsidios funcionan de modo análogo a las retenciones a las exportaciones de granos: amortiguan los shocks inflacionarios externos (los crecientes precios en dólares del petróleo y la energía) y/o los aumentos del tipo de cambio nominal, y dicho gasto debe crecer vis a vis del aumento del valor de las importaciones de energía y/o la devaluación de la moneda.
Algunos dicen que hay mucho “desperdicio” de energía y cuentan coloridas historias de usuarios que calefaccionan sus piletas de natación con electricidad o usan varios acondicionadores de aire 24 horas al día, etc. Pero en el grueso de la población las cosas son diferentes. La energía es un bien básico y la elasticidad de su consumo ante cambios de precios es forzosamente baja. Cuando suben las tarifas de los servicios, los usuarios consumen más o menos la misma cantidad, pero su gasto aumenta y cae su ingreso disponible. Ergo, gastan menos en otras cosas. El efecto contractivo, si no es compensado, produce una reducción del crecimiento y una disminución de las importaciones (entre ellas, de energía). Además, la suba de tarifas puede agudizar la puja distributiva y producir más inflación, con consecuencias inciertas sobre la distribución del ingreso.
¿Es “explosiva” la situación fiscal? El déficit primario fue 0,2 por ciento del PIB en 2012 y el financiero fue 2,5 por ciento, mientras en 2013 el déficit tiende a reducirse. Curiosamente, el severo “Pacto de estabilidad y crecimiento” de la Unión Europea permite un déficit público máximo de hasta 3 por ciento del PIB. ¿Por qué Argentina debería ser más estricta que la Unión Europea?
Quienes están obsesionados por el déficit deberían considerar que el resultado fiscal es endógeno. La política fiscal afecta el equilibrio presupuestario al influir en la situación macroeconómica por su impacto en los ingresos privados y en los impuestos percibidos sobre esos ingresos. Ergo, la reducción del gasto, dado su impacto negativo sobre la demanda agregada y la base imponible, daría lugar a menores ingresos fiscales y un mayor desequilibrio fiscal. Así, incluso para el equilibrio fiscal, sería bueno tener en cuenta la situación macroeconómica general, y no focalizarse en el resultado presupuestario.
En un escenario de desaceleración económica, la combinación de austeridad fiscal y mayor devaluación puede empeorar las cosas, ya que hace más cara (e inflacionaria) la energía importada y profundiza las tendencias contractivas, haciendo incluso más difícil (y costoso) el logro del equilibrio fiscal. En verdad, Argentina sólo mejoró su resultado fiscal cuando creció (y no a la inversa). Por ende, sería conveniente pensar en una agenda de mediano plazo que, al tiempo que sostenga la política de subsidios, apunte a acelerar y profundizar las políticas sustitutivas de energía y recomponer las condiciones generales de financiamiento externo de la economía.
* Economista, coeditor de la revista de economía Circus.
Por Luciana Díaz Frers *
Los subsidios se identifican en el Presupuesto Nacional como transferencias. Incluyen todas las prestaciones (en dinero, bienes o servicios) por las cuales el Estado no exige una contraprestación. No obstante, la discusión en estos días se centra fundamentalmente en los subsidios en energía y transporte, que son, por lejos, los más significativos en el Presupuesto, excluyendo las transferencias del sistema de seguridad social (jubilaciones y pensiones).
Los subsidios en servicios económicos (que además de los subsidios en energía y transporte abarcan agricultura, comunicaciones, medio ambiente, comercio, industria y seguros), se están llevando una porción cada vez más importante del presupuesto nacional, incluso de un presupuesto que viene creciendo a mayor ritmo que la economía. Mientras que en 2004 los subsidios en energía y transporte insumían menos del 4 por ciento del gasto, en 2013 se espera que se lleven el 17 por ciento.
Ya para 2013 se planificaba una reducción de subsidios cuando se envió la ley de Presupuesto al Congreso. Y se han realizado algunos ajustes parciales en tarifas con el mismo objetivo. Pero al cerrar el año el Gobierno prevé gastar más del doble de lo que había anticipado. En un contexto de menor holgura fiscal, cabe entonces replantearse este cada vez más oneroso rubro del gasto. En particular, dada la “filtración” de los subsidios. Esta filtración implica que en algunos casos estos subsidios benefician más a la población de altos ingresos que a la de bajos ingresos. Tal es el caso, en cierta medida, de los subsidios al gas. La población urbana, en general de ingresos medios y altos, tiene acceso al gas de red, que está fuertemente subsidiado. En cambio, en asentamientos precarios y zonas rurales no hay acceso al gas de red, por lo cual se consume gas envasado. Según un informe de la Auditoría General de la Nación (AGN) de 2008, la diferencia de precios entre ambos era de 577 por ciento. Actualmente, la garrafa social intenta subsanar esta inequidad.
En transporte, es más complicado. El transporte público recibe doble subsidio. Una parte a través del precio del combustible y otra como transferencias directas a las empresas de transporte. La dificultad radica en que es la población con ingresos medios y bajos la que más intensivamente usa el transporte público subsidiado. La eliminación de subsidios obligaría a las empresas a corregir fuertemente sus precios, lo cual impactaría muy fuertemente en el bolsillo de los consumidores.
En el corto plazo, eliminar subsidios empujaría hacia arriba el nivel de precios, en un contexto en el que la inercia inflacionaria no es menor. Justamente ése es el factor central que ha impedido hasta ahora un descongelamiento de las tarifas. Pero se borra con el codo lo que se escribe con la mano a través de políticas fiscales y monetarias expansivas.
En síntesis, dada la importancia del subsidio al transporte público (colectivos, trenes y subtes) y el probable impacto del aumento de las tarifas en la inercia inflacionaria y en el poder adquisitivo de la población con bajos ingresos, este subsidio debería ser de los últimos en ser desmantelado, no sin antes haber definido una política antiinflacionaria (monetaria y fiscal).
En cambio, es mayor la urgencia de revisión en los subsidios a la energía, que han propiciado cierto derroche, muy pocos incentivos a la racionalización de su uso y hoy beneficia proporcionalmente más a las poblaciones de zonas urbanas de ingresos medios a altos. La eliminación en etapas de este subsidio implicaría un avance en términos de equidad y una mejora en la eficiencia, dado que al corregirse los precios relativos en el sector energético se darán señales de estímulo a la inversión en este postergado sector productivo.
* Investigadora asociada de Cippec.
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